Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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el día haciendo proyectos, y forjando novelas… Digo, dando por supuesto que quieras admitir en tu intimidad, a un padre tan déspota como yo.

      —Así, pues, padre mío (ya que ahora bien puedo llamarle así), su frialdad no reconoció otra causa que la que yo había supuesto: mi falta de franqueza con usted.

      —Sí, Amaury; pero no hablemos ya de eso—repuso sonriéndose el doctor.—Te perdono tu disimulo si tú me perdonas a mí mi mal humor. Quedamos así en paz, ¿no te parece? Pensemos desde hoy solo en amarnos, ¡ingratos! Así lo exige mi condición de tirano implacable y desnaturalizado.

      A tal punto habían llegado las cosas que únicamente faltaba fijar la época, en que había de celebrarse la boda.

      Como es natural, Amaury quería apresurarla y se oponía enérgicamente a todo aplazamiento; pero al fin la certeza de su dicha le hizo someterse a las razones que le expuso el padre de Magdalena.

      Verdad es que éste se mostró de todo punto inflexible pues decía con razón:

      —La sociedad en que vivimos no gusta de que se la den sorpresas especialmente en esta clase de asuntos y suele vengarse de ello esgrimiendo el arma de la calumnia.

      En resumen, no había más remedio que dejar pasar el tiempo preciso para poder hacer la presentación de Amaury como yerno de Avrigny.

      Entonces pidió el joven que se llevase a cabo cuanto antes aquella formalidad.

      En su virtud, fijose la presentación para la semana siguiente, y para dos meses más tarde quedó acordada la fecha del casamiento.

      De todo ello se trató en presencia de Magdalena, sin que ésta despegase los labios, pero sin que perdiese ni una palabra de cuanto allí se habló. Sus mejillas ruborosas y su mirada, un tanto inquieta prestaban a su semblante una expresión de candor inefable. La felicidad revelada en su rostro, realzaba su belleza: sus miradas vagaban de su novio a su padre, y de éste a su novio, haciéndoles por igual con coquetería encantadora los honores de su gracia.

      Cuando ya no hubo nada que decidir entre todos levantose el doctor y con un ademán indicó a Amaury que le siguiese:

      —Desde hoy, niña mimada, atrévete a estar enferma, y verás cómo te las entiendes conmigo—dijo a su hija al disponerse a salir.

      —Gracias a usted, hoy entro en convalecencia, y ya considero que he recobrado la salud de un modo definitivo. ¡Qué bueno es usted, papá! Pero, dígame, ¿adonde se lleva a Amaury? ¿Por qué no se queda aquí?

      —Porque ahora lo necesito. Lo siento mucho, pero es una ausencia necesaria. A la poesía del amor sigue la prosa del matrimonio. Mas no te apenes, por eso, hija mía, porque, si te dejamos un momento, lo hacemos para tratar de tu dicha.

      Amaury se acercó a ella, y besando sus cabellos le dijo en voz muy baja:

      —Te prometo volver en seguida.

      El doctor había pensado que tenían que fijar las condiciones del contrato. Conocía él muy bien la fortuna de Amaury, casi doblada por su integérrima administración; pero el joven no tenía la menor idea de la cuantía de la de su suegro, que, dicho sea de paso, casi igualaba a la suya.

      Avrigny, señaló la cantidad de un millón de francos como dote de su hija. Al saberlo Amaury, creyó atinar con la causa de aquella sistemática oposición que a su amor había hecho el padre de Magdalena; pensó que quizás esperaba proporcionarle a ésta un esposo, si no más rico que él, por lo menos en situación más brillante que la suya; que ocupase un puesto conquistado por sus méritos en lugar de una posición heredada de sus padres. Y como esta explicación era la más razonable, a ella se atuvo Leoville.

      Verdad es que pronto desterró de su mente estas ideas retrospectivas. Generalmente buscan refugio en los recuerdos del pasado, los que tienen cerrado el porvenir; los que lo ven abierto ante sí precipítanse en él sin reflexionar jamás.

      Media hora escasa duró la conferencia entre Amaury y el doctor, pues viendo éste la impaciencia del joven, se compadeció de él, y fingiendo que no la advertía, dio por terminado el asunto, y dejó en libertad a su antiguo pupilo, que se apresuró a volver al salón, en busca de Magdalena.

      Capítulo 8

      Índice

      Pero la joven estaba a la sazón en el jardín, adonde había bajado, dejando sola a Antoñita, y ante ésta, se encontró Amaury cuando entró en la vasta pieza.

      Antonia hizo ademán de retirarse en el acto, pero comprendiendo que, si se marchaba de aquel modo, parecía rehuir la presencia de Leoville como si se sintiese pesarosa de su dicha, se detuvo y volviendo la cabeza le dijo, sonriendo de un modo encantador:

      —¿Es usted feliz ya, Amaury?

      —¡Mucho, Antoñita! Aunque me había dejado usted adivinar algo esta mañana, no podía yo sospechar en modo alguno la realidad. ¿Y usted?—agregó, acompañándola hasta su asiento. Dígame: ¿Cuándo podré felicitarla yo a usted?

      —¿Felicitarme a mí? ¿De dónde saca usted que pueda ocurrir tal cosa? ¿Es posible que llegue nunca ese caso?

      —Sí, Antoñita; casándose usted. Ni su linaje, ni su edad, ni su figura dan motivo para suponer ni por asomo que pueda usted quedarse para vestir imágenes.

      —Pues oiga usted lo que voy a decirle ahora, en este momento cuya solemnidad dará suficiente valor a mis palabras para que queden por siempre grabadas en su memoria: No me casaré jamás.

      Y al pronunciar Antoñita estas palabras era su acento tan grave y revelaba tal resolución, que Amaury quedó asombrado al oírla.

      —¡Vaya! ¡vaya!—exclamó procurando tomar en broma la afirmación de Antoñita.—¡A otro perro con ese hueso! ¿Va usted a decirme eso a mí que conozco tanto al feliz mortal que habrá de hacerle mudar de intención?

      —¡Oh! ¡Ya sé, ya, adónde quiere usted ir a parar!—repuso Antonia con melancólica sonrisa,—pero se equivoca usted Amaury; esa persona a que se refiere no ha puesto nunca en mí sus ojos ni ha pensado en mí para nada. No hay nadie que pretenda a una huérfana que carece de bienes de fortuna, y yo, si he de serle franca, tampoco amo a ningún hombre…

      —Ahora es usted quien se engaña—replicó Amaury,—pues no puede usted ser pobre, siendo la sobrina, del doctor Avrigny, y la hermana de Magdalena. Cuenta usted, Antonia, con doscientos mil francos de dote, y en estos tiempos, ese capital, representa, muchas veces, el triple de la fortuna de las hijas de algunos pares de Francia.

      —No ignoro yo que mi tío tiene un corazón muy noble, y no necesitaba esta prueba para convencerme de ello; pero por eso mismo no hay razón alguna para que yo pague con ingratitud sus beneficios. Mi tío quedará solo, y cuando esto ocurra no me separaré de su lado mientras él me lo permita. Después, mi destino futuro está en Dios.

      Con tal convicción se expresaba Antoñita, que Amaury comprendió que por el momento, al menos, era inútil hacer ninguna objeción; así, que se limitó a estrecharle la mano en silencio, con ternura, porque amaba a Antoñita con cariño de hermano. Pero la joven retiró la mano con rapidez, y Amaury volvió la cabeza, sospechando que algún motivo debía tener para ello.

      Entonces vio a Magdalena que estaba contemplándoles, tan pálida como la rosa blanca que acababa de cortar en el jardín, y que con infantil coquetería lucía en los cabellos.

      Leoville corrió hacia ella y le preguntó en voz baja:

      —¿Qué te pasa, Magdalena? ¿Estás indispuesta? ¿Qué tienes?

      —No me pasa nada, Amaury—respondió la pobre niña.—Me encuentro bien: quien debe estar indispuesta es Antoñita; mira qué triste parece.

      —Sí, está triste, precisamente yo le preguntaba ahora la causa de esa tristeza… ¿Sabes cuál es?…


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