Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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conversaciones en voz baja, le causan gran pesadumbre.

      Efectivamente, Antoñita parecía estar inquieta, como si fuese presa de una viva desazón. Aproximáronse a ella, mas no lograron que se sentase de nuevo. Dijo que tenía que escribir una carta, y se retiró a su cuarto.

      Así que hubo salido del salón, respiró Magdalena con más libertad, y volvieron ella y Amaury a forjarse nuevos planes. Proyectaron largos viajes por Italia, y en medio de sus protestas de amor no menos nuevas por ser siempre repetidas, prometiéronse prolongar aquellos dulces coloquios durante toda su vida.

      De este modo sorprendioles la noche cuando ellos imaginaban no haber pasado juntos sino muy pocos instantes.

      De su arrobamiento vinieron a sacarles Antonia y el doctor que aparecieron cada uno por su lado y se acercaron a ellos sonriendo. Amaury estaba, de nuevo a los pies de su amada, pero esta vez Avrigny, lejos de irritarse como la víspera, le indicó que no se moviese y tras de contemplar un momento aquel hermoso grupo, les tendió sus manos, exclamando:

      —¡Hijos míos!

      Antoñita, por su parte, ya fuese debido a su fuerza de voluntad o a versatilidad de humor, estuvo como nunca, encantadora, haciendo gala de su jovialidad y de su gracia. Quizás un frío observador habría considerado algo febril aquella animación y algo aparente aquella franca alegría.

      Los dos novios, absorbidos en sus propios sentimientos, no tenían tiempo para analizar los ajenos. Sólo de vez en cuando Magdalena hacía recordar a Amaury, tocándole en el codo, que estaban en presencia de su padre. Entonces la conversación se hacía general, no siendo ella la que menos ponía de, su parte en tal empeño; pero pronto triunfaba el sentimiento predominante, dando motivo al doctor para evaluar con amargura el sacrificio que había hecho al otorgarle la limosna de una caricia, de una mirada, o de una simple palabra.

      No tuvo valor para ver cómo le escatimaba su amor filial y apenas dieron las nueve pretextó la fatiga de la víspera para retirarse a descansar dejando en su lugar a la señora Braun.

      Pero antes de marcharse, al dar a su hija el beso de despedida, apoderose de una de sus manos y le tomó disimuladamente el pulso. Una ráfaga de indecible alegría, iluminó en el acto el contraído semblante del doctor. El pulso era normal; circulaba la sangre con regularidad perfecta; la arteria no denunciaba la más leve agitación y los hermosos ojos de Magdalena no brillaban ya con el fulgor de la fiebre, sino con el resplandor de la felicidad.

      Volviose Avrigny hacia Amaury, y estrechándole en sus brazos le deslizó al oído estas palabras:

      —¡Si tú pudieras salvarla!…

      Y gozoso casi en igual medida que los novios se dirigió a su despacho para trasladar a su diario las impresiones de aquel día, uno de los más memorables de su vida.

      No tardó en retirarse Antoñita, cuya desaparición no advirtieron ni Amaury ni Magdalena, y aun podría asegurarse que ambos la creían presente cuando al dar las once se les acercó la señora Braun, para recordar a Magdalena que su padre no permitía que se acostase más tarde.

      Hubieron, pues, de separarse por fuerza, no sin hacerse las más tiernas promesas para el día siguiente.

      Al volver Amaury a casa, se conceptuaba el más dichoso de los mortales. Había pasado un día de felicidad completa, de esos que hacen época en la existencia de un hombre; uno de esos días que no son oscurecidos por la más ligera nube, y en que todos los accidentes de la vida ordinaria confúndense de un modo armónico lo mismo que los detalles de un magnífico paisaje se confunden con el cielo.

      Ni una leve ondulación había turbado la tranquila superficie del lago de aquel día, ni una sombra había venido a oscuraecer los perdurables recuerdos que debía dejar en su memoria.

      Leoville entró en su casa, casi asustado de tanta dicha, tratando vanamente de adivinar de dónde podría venir la primera nube capaz de empañar el cielo radiante de su felicidad.

      Capítulo 9

      Índice

      Para Amaury la velada que acabamos de describir, tuvo su continuación en los deliciosos sueños que ocuparon su imaginación aquella noche.

      Así, por la mañana despertó en la mejor disposición de ánimo para recibir a su amigo Felipe, que no tardó en presentarse.

      Cuando Germán entró anunciando su visita, recordó Amaury que dos días antes había estado Auvray a verle para pedirle un favor y que no encontrándose dispuesto a pensar en otra cosa que en los asuntos que a él le preocupaban, había diferido para otro día aquella conferencia.

      Felipe volvía con la perseverancia que formaba parte de su carácter, a preguntar a Amaury si podía al fin oírle.

      Leoville, que aquel día habría contribuido de buen grado a hacer dichoso a todo el mundo, ordenó que le hiciesen entrar en seguida y le recibió sonriente. Felipe, en cambio, entró muy serio y con aire grave y acompasado. Aún cuando era muy temprano, pues no habían dado las nueve, vestía de rigurosa etiqueta.

      Permaneció de pie, hasta que el criado hubo salido, y luego con solemne ademán preguntó a su amigo:

      —¿Vengo en mejor ocasión que anteayer? ¿Estás hoy dispuesto a concederme una audiencia?

      —Amigo Felipe—contestó Amaury,—no me guardes rencor por esta pequeña dilación; harías muy mal en ello, pues ya pudiste advertir el otro día que no estaba yo para escuchar confidencias. Hoy sí que vienes en ocasión muy oportuna. Por lo tanto, siéntate y dime qué asunto es ese que hace que vengas tan serio, tan estirado y tan correcto.

      Auvray sonrió con satisfacción, y luego haciendo un gesto teatral, como actor que se prepara para declamar un largo parlamento, dijo:

      —Suplícote no olvides que soy abogado, lo cual quiere decir que debes escucharme con paciencia, sin interrumpirme ni replicar hasta el fin de mi discurso. Desde luego te prometo que éste no pasará de un cuarto de hora.

      —Convenido—dijo riendo Amaury,—pero ten mucho cuidado, porque te escucharé reloj en mano. Mira: señala en este momento las nueve y diez minutos.

      Felipe sacó también el suyo, comparó los dos cronómetros con cómica gravedad, que era habitual en él, y repuso:

      —Tu reloj adelanta cinco minutos.

      —O los atrasa el tuyo. Ya te he dicho muchas veces que me pareces tú aquel hombre de quien se dice que vino al mundo con un día de retraso, y en toda su vida no pudo ya recobrarlo.

      —Ya lo sé. Sí; ésa es mi costumbre, hija de la maldita irresolución propia de mi carácter, que me hace titubear sin resolverme a hacer una cosa hasta que los demás ya la han hecho; de dónde resulta que en todos mis asuntos cualquiera me gana siempre por la mano. Pero en esta ocasión confío, Deo volente, en llegar con oportunidad al fin que me propongo.

      —Pues si pierdes el tiempo perorando inútilmente no será nada extraño que haya quién lo aproveche y tú te quedes rezagado como siempre.

      —Si así sucede la culpa será tuya, porque yo te he suplicado que no me interrumpas y no parece sino que te ha faltado tiempo para hacerlo.

      —Está bien. Habla, pues; ya te escucho. Veamos qué es lo que tienes que contarme.

      —Se trata de una historia que tú conoces tan bien como yo; pero debo forzosamente empezar por recordártela para llegar a mi objeto.

      —¡A ver si vamos a representar ahora la escena de Augusto y Cinna! ¡Tendría gracia! ¿Te imaginas que conspiro?

      —¡Vaya! Ya me has interrumpido dos veces, a pesar de haberme empeñado tu palabra. Después te quejarás de que mi discurso ha durado más de lo convenido, y te creerás con derecho para hacerme objeto de tus reproches.

      —No temas, Felipe;


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