Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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cuán ciego y egoísta había sido. Yo, que había visto que Antoñita me estorbaba, no me había dado cuenta de que yo a ellos les estorbaba a mi vez.

      »Afortunadamente la reacción fue tan rápida, como el golpe. Con semblante tranquilo y disimulando mi tristeza, subí la escalinata y penetré al salón.

      »Al verme, se levantaron los dos. Besé a mi hija en la frente, y estreché la mano a Amaury.

      »—¡Hijos míos! Soy portador de una nueva bastante desagradable—les dije.

      »Aun cuando mi acento debía revelarles que no se trataba de una desgracia muy grande, sobre todo para ellos, vi que ambos temblaban.

      »—Sí, hijos míos, sí, me veo obligado a renunciar a mi sueño dorado, que consistía en hacer el viaje los tres juntos. Yo me quedaré aquí, porque el rey se niega a concederme el permiso que yo le había pedido, dignándose decirme que le soy útil y hasta indispensable, y rogándome, por lo tanto, que me quede. ¿Qué podía responder yo? El ruego de un rey es una orden para el vasallo.

      »—Es usted muy malo, papá—dijo Magdalena,—puesto que prefiere agradar al rey a darle gusto a su hija.

      »—¡Qué vamos a hacerle, querido tutor! No hay más remedio que bajar la cabeza ante una imposición de esa índole—dijo a su vez Amaury, sin poder ocultar su gozo bajo la apariencia de la pena.—Aun cuando usted esté lejos de nosotros, siempre pensaremos en usted, y lo tendremos presente.

      »Intentaron darle vueltas a este tema; pero yo imprimía a la conversación otro giro; me apenaba mucho su inocente hipocresía.

      »Comuniqué a Amaury lo que tenía que decirle; mi misión diplomática obtenida para él, y la idea de hacer que este viaje de recreo fuese de provechosa utilidad a su carrera.

      »Me pareció que quedaba muy agradecido a mis gestiones; pero, a decir verdad, lo que entonces le absorbía por completo era su amor y no otra cosa. Al retirarse le acompañó Magdalena hasta la puerta, y por casualidad no se fijó en que a la sazón estaba yo detrás de ésta.

      »—¿Verdad—le dijo,—que los acontecimientos parece que adivinan nuestros deseos y se adelantan a ellos?… ¿Qué piensas de todo esto?

      »—Pienso que no habíamos contado con la ambición y que los que calumnian a esa debilidad humana hacen muy mal en ello… ¡Cuántos defectos hay que a veces son más beneficiosos que las propias virtudes!

      »Así, creerá mi hija que me quedo en París por ambición.

      »¡Todo sea por Dios! Quizás esto sea lo mejor.»

      Capítulo 15

      Índice

      En los días sucesivos nada vino ya a turbar la alegría de los novios, y durante una semana pudo verse asomar a todos los labios la sonrisa, sin que la menor sombra flotase en el ambiente ni pudiese vislumbrarse que entre los cuatro corazones reunidos allí había dos amargados por la pena que allá en la soledad hacía a sus semblantes recobrar la triste expresión oculta bajo la ficción del disimulo.

      Cierto es que el padre de Magdalena tan alarmado como antes por el estado de su hija, no la perdía de vista en los contados momentos que pasaba en casa.

      Desde que había quedado acordado su casamiento, Magdalena estaba a juicio de todos más robusta que nunca; pero los ojos del médico y del padre alcanzaban a ver en ella síntomas de dolencia física y moral que a todas horas se manifestaban claramente.

      No podía negarse que las mejillas, generalmente pálidas de Magdalena, habían recobrado el color de la salud; pero este color, sobrado vivo quizá, se concentraba demasiado en los pómulos, dejando el resto del semblante envuelto en una palidez que dejaba trasparentarse una red de azuladas venas casi imperceptibles en otra persona cualquiera y que marcaba una huella sensible en el cutis de la joven.

      El fuego de la juventud y del amor brillaba en sus ojos, pero en sus fulgores, el doctor sabía advertir a veces algún que otro relámpago de fiebre.

      Pasábase el día saltando por el salón o corriendo locamente por el jardín, como la muchacha más animada y robusta; pero, por la mañana antes de llegar Amaury y por la noche cuando éste se marchaba, parecía extinguirse todo el ardor juvenil que sólo la presencia de su novio parecía reanimar, y su débil cuerpo, libre de toda traba femenina, doblábase como una caña y necesitaba apoyo, no ya para andar, sino hasta para permanecer en reposo.

      Su propio carácter, suave y benévolo de ordinario, parecía haber sufrido recientemente, aunque respecto a una sola persona, ciertas modificaciones. Si aparentemente Antonia, a quien Magdalena había considerado como hermana suya desde que su padre la había prohijado dos años antes, seguía siendo la misma para la hija del doctor, ésta, a los ojos escrutadores de su padre que era observador profundo, había cambiado mucho para con su prima.

      Siempre que la graciosa morenita, con su cabellera negra como el ébano, sus ojos rebosantes de vida, sus labios purpurinos y su aire de vigorosa y alegre juventud entraba en el salón, dominaba a Magdalena un sentimiento instintivo de pesar que habría tenido semejanza con la envidia, si su corazón angelical hubiera sido capaz de abrigar tal sentimiento; y esa desnaturalizaba en su ánimo todos los actos de su prima.

      Cuando Antonia se quedaba en su cuarto y Amaury preguntaba por ella, bastaba aquella simple muestra de interés debido a la amistad para provocar una respuesta agria y desabrida.

      Cuando Antonia estaba presente y a Amaury se le ocurría mirarla, poníale mala cara Magdalena, y le hacía bajar con ella al jardín.

      Cundo estaba en él Antonia y Amaury, ignorante de ello, proponía a su novia bajar a dar un paseo, siempre encontraba Magdalena un pretexto para no abandonar el salón, ya brillase un sol abrasador, ya reinase una vivificadora brisa.

      En suma, Magdalena tan encantadora, tan graciosa, tan amable para todos, cometía en menoscabo de su prima todas esas faltas que un niño mimado suele cometer con cualquier otro niño que le estorba o molesta.

      Cierto es que Antonia por propio instinto y conceptuando como cosa muy natural el proceder de su prima, aparentaba no dar ninguna importancia a aquellos actos que tiempo atrás habrían herido tanto su corazón como su orgullo; antes bien, parecía que las faltas de Magdalena le inspiraban compasión. Siendo ella quien debía perdonar parecía que era quien imploraba perdón, por culpas imaginarias. Todos los días antes de llegar Amaury y después de partir éste, se acercaba a su prima, y entonces, como si Magdalena se hubiese dado cuenta de su injusticia le estrechaba la mano con efusión, o se colgaba de su cuello deshecha en llanto.

      ¿Habría entre sus dos corazones alguna misteriosa comunicación desconocida para todos?

      Siempre que el doctor trataba de excusar a Magdalena, Antoñita sonriendo hacíale callar en el acto.

      Acercábase ya a todo esto la noche del baile. El día anterior las dos jóvenes hablaron mucho de los trajes que habían de lucir, y con asombro de Amaury, Magdalena pareció preocuparse bastante menos del suyo que del de su prima. Quiso proponer Antonia que vistiesen iguales, según su costumbre, es decir, un vestido de tul blanco con transparente de raso; pero empeñose Magdalena en que el color que mejor sentaba a Antonia era el de rosa, y la interesada aceptó en el acto el parecer de su prima, no volviendo a hablarse ya del asunto. Al otro día, fijado para la solemne fiesta en que el doctor debía hacer pública entre sus convidados la dicha de sus hijos, Amaury no se separó apenas de Magdalena mientras ésta preparaba su tocado con visible agitación y cuidado singular, sobre todo para Amaury, que conocía la natural sencillez de la hija del doctor. ¿A qué obedecía aquella prolijidad y aquel deseo de agradar? ¿Olvidaba acaso que para él siempre sería la más hermosa de todas?

      El joven dejó a Magdalena a las cinco para volver a las siete. Quería que antes de llegar los convidados y de verse obligada Magdalena a atender a unos y a otros le dedicase a él por lo menos una hora; quería contemplarla a su


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