Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

Читать онлайн книгу.

Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


Скачать книгу
del vals, cuyo aire era cada vez más vivo.

      No es fácil imaginarse pareja más admirable que la formada por aquellos dos jóvenes, a quienes la Naturaleza había colmado de dones con prodigalidad, que enlazados se deslizaban a lo largo del salón con rauda ligereza como si sus pies tocasen apenas el pavimento. Magdalena, dechado de elegancia y distinción, apoyábase en su novio y éste, radiante de felicidad, olvidándose de los espectadores, del bullicio del baile, del ritmo de la música, y anegando sus miradas en los ojos entornados de Magdalena, confundiendo con ella su aliento y escuchando los latidos de sus corazones, unidos por misteriosa corriente magnética, sintiose contagiado por la embriaguez que dominaba a su novia y le trastornó el vértigo. Olvidó la recomendación del doctor y su promesa; extinguiose su memoria para dejar paso al delirio más extraño y a partir de aquel instante ni vio ni oyó nada más de cuanto le rodeaba; toda su alma la tenía concentrada en Magdalena, cuyo flexible talle oprimía con su brazo. Ya no se deslizaban; parecían volar en alas de aquel compás febril que parecía empujarlos como un huracán, y así y todo, Magdalena repetía a cada, instante:—¡Más de prisa, Amaury! ¡vayamos, más de prisa!—Y Amaury obedecía, estrechando su talle con más fuerza.

      Ya no era la pálida y desencajada Magdalena quien decía esas palabras, sino una joven vigorosa, radiante de belleza, cuyos ojos lanzaban rayos de fuego y en cuya frente brillaba el esplendor de la vida. Ya habían cesado de bailar los más resistentes y ellos seguían valsando, y aun no contentos con esto, aceleraban el compás en medio de su vértigo sin ver ni oír ya nada, ciegos de amor y ebrios de dicha. Las luces, los convidados, el salón, todo les parecía que rodaba en torno suyo. En una o dos ocasiones creyó Amaury oír la voz del doctor que le decía angustiado:

      —¡Bastante, Amaury, bastante! ¡Mira que vas a matarla!

      Pero en el acto oía también la voz de Magdalena, que con nervioso acento repetía:

      —¡Más de prisa, Amaury! ¡vayamos más de prisa!

      Los dos novios parecían no pertenecer ya a la tierra. Sentíanse arrebatados por la felicidad, envueltos en un torbellino de amor y sumidos en un sopor delicioso; sus miradas fundían en una sus dos almas; jadeantes decíanse: ¡te amo! y reavivado su vigor por estas mágicas palabras valsaban y valsaban vertiginosamente, de un modo insensato, y esperaban morir en aquel éxtasis, juzgándose lejos de este mundo, creyéndose ya en el Cielo.

      Mas, súbitamente, Amaury sintió que hacía presión sobre su brazo todo el peso del cuerpo de su amada, entonces se detuvo asustado al verla con el talle doblado hacia atrás, lívido el rostro, cerrados los ojos y entreabiertos los labios. Se había desmayado.

      Amaury no pudo contener un grito. El corazón de Magdalena no latía; hubiérase dicho que la muerte lo había paralizado.

      Sintió el joven que la sangre se helaba en sus venas y quedó un momento inmóvil, como clavado en el suelo, mudo de estupor, inconsciente de cuanto le rodeaba; luego se repuso un tanto y al volver a darse cuenta de lo que había pasado alzó a Magdalena como una pluma y la llevó en sus brazos lejos de aquel salón en el que se saboreaba una felicidad que podía costar tan cara.

      El doctor corrió en pos de ellos y cuando alcanzó a Amaury no le dirigió la menor reconvención.

      Le acompañó al tocador, tomó allí una luz y pasando delante le guió al cuarto de su hija. Amaury dejó a Magdalena sobre su lecho y el señor de Avrigny se consagró por entero a prestarla sus cuidados, tomándole el pulso con una mano mientras con la otra le hacía respirar algunas sales.

      No tardó Magdalena en recobrar sus sentidos, y aunque su padre estaba inclinado ante ella mientras que Amaury permanecía casi invisible arrodillado junto a la cama, a éste fue a quien buscó con su mirada apenas abrió los ojos.

      —¡Amaury! ¡Amaury!—exclamó.—¿Qué ha ocurrido? ¿Estamos muertos o vivos? ¿Nos encontramos en el Cielo con los ángeles o no hemos abandonado aún la tierra?

      El joven no pudo reprimir un sollozo. Entonces Magdalena le miró con sorpresa.

      —Amaury—dijo el doctor—vuelve al salón y encárgate de despedir a los invitados. Entre Antoñita y las doncellas desnudarán y acostarán a Magdalena: yo te tendré al corriente de su estado. Si no quieres alejarte de ella haré que te preparen una cama en tu antigua habitación.

      Amaury, después de besar la mano a Magdalena que sonrió y le siguió con la vista hasta la puerta, salió del aposento. Cuando llegó al salón ya se habían marchado todos los convidados. Entonces ordenó que le arreglasen su cuarto y se acercó al de Magdalena, deteniéndose junto a la puerta y procurando escuchar desde allí lo que adentro se hablaba.

      Poco rato después salió el doctor y estrechándole la mano le dijo:

      —Ya está mejor. Yo me quedo a velarla toda la noche; vete tú a descansar y mañana veremos.

      Amaury se dirigió al aposento que ocupaba cuando vivía en la casa; pero a fin de poder responder al primer llamamiento que se le hiciera, en lugar de acostarse en el lecho prefirió arrellanarse en un sillón junto al fuego que ardía en la chimenea.

      El doctor por su parte se fue a su biblioteca y allí pasó mucho rato hojeando los libros de los profesores más eminentes del mundo; pero a cada momento movía la cabeza con cierto desaliento porque nada nuevo para él encontraba en todas aquellas obras. Sólo al llegar a un reducido volumen que, encuadernado en piel de zapa y ostentando sobre la tapa una cruz de plata, ofrecía más bien todo el aspecto de un devocionario que el de una obra científica, se detuvo en sus investigaciones y tomándolo fue a sentarse junto a la cabecera de Magdalena, que a la sazón dormía.

      Aquel libro era la Imitación de Cristo.

      Nada podía esperar ya de los hombres el doctor; no le restaba otra cosa que su confianza en Dios.

      

      Capítulo 18

      Índice

      Diario del doctor avrigny 22 de mayo, por la noche.

      «Queda entablada la lucha entre el médico y la muerte. De nuevo tengo que infundir la vida en el cuerpo aniquilado de mi hija. Si Dios me ayuda confío en conseguirlo; pero, si me abandona a mis propias fuerzas, no habrá remedio para Magdalena y mi pobre hija morirá.

      »Ahora su sueño es febril y agitado, pero siquiera duerme, pronunciando sin cesar el nombre de Amaury.

      »¡Oh! ¡Yo soy culpable de todo! ¿Por qué he permitido que bailara?… Y sin embargo, si otra vez me encontrase en iguales circunstancias volvería a proceder como esta noche lo he hecho.

      »Es preciso tratar el alma de mi hija con más delicadeza y más cuidado que su cuerpo, porque la pena que a veces le causan sus pensamientos es mucho más temible que la dolencia de su pecho. Antes se habrá desmayado de celos, que de desfallecimiento físico.

      »¡Sucumbió a los celos!… ¡Dios mío! ¡Era verdad lo que yo tanto temía!… Tiene celos de su prima… ¡Pobre Antonia! Ella lo ha advertido tan pronto como yo y en todos sus actos ha mostrado toda la bondad y la abnegación de que su alma es capaz.

      »Amaury es el único que ignora todo esto; él no ha sabido ver nada. En verdad hay que convenir en que el hombre a veces es rematadamente ciego.

      »Tentaciones me han dado de enterarle de lo que pasa; pero he tenido miedo de que ahora se fijase más que antes en Antonia… No, no, vale más que no sepa una palabra.

      »¡Hija mía!

      »Me pareció que despertaba. Acaba de murmurar palabras incoherentes, que no he podido entender, y ha vuelto a dejar caer la cabeza sobre el almohadón, sumida en su sopor.

      »Estoy muy inquieto y como sobresaltado. Desearía hacer que despertase cuanto antes… Quisiera averiguar si está mejor… Pero me detiene el temor de


Скачать книгу