Colección de Alejandro Dumas. Alejandro Dumas

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Colección de Alejandro Dumas - Alejandro Dumas


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Magdalena y a su novio, parecía decir de un modo unánime que era muy feliz aquel que se iba a unir con una joven tan encantadora.

      Amaury había cumplido su palabra con rigurosa exactitud. Sólo había bailado dos o tres veces con otras tantas damas a las que sin pecar de grosero no habría podido dejar de invitar al baile; pero en cuanto estaba libre volvía en seguida al lado de Magdalena, que estrechándole la mano con cariño le manifestaba así su gratitud mientras su muda mirada le decía elocuentemente cuán dichosa se juzgaba.

      También Antoñita se acercaba alguna vez a su prima como vasalla que rindiera homenaje a su reina, preguntándole por su salud y burlándose con ella de esas fachas ridículas que suelen verse hasta en los salones más distinguidos ni más ni menos que si fuesen allí para ofrecer un tema de conversación a los que no tienen asuntos de que hablar.

      Al alejarse Antoñita después de una de esas visitas que hacía a Magdalena, Amaury, que acompañaba a ésta, le dijo:

      —Ya que eres tan magnánima, ¿no te parece, Magdalena, que para que la reparación sea completa debo bailar con tu prima?

      —¡Naturalmente!—respondió Magdalena.—No había pensado en eso y se resentiría ella…

      —¡Cómo! ¿Que se resentiría?

      —¡Claro está! Creería que yo me opongo a que bailes tú con ella.

      —¡Qué niñería!—replicó Amaury.—¿Cómo supones que iría a ocurrírsele idea tan insensata?

      —Tienes razón—repuso Magdalena esforzándose para reír.—Sería una hipótesis absurda; pero, de todos modos, como que es cosa que entra en el terreno de la posibilidad ha sido una buena idea la que has tenido al pensar en invitarla. Ve, pues, sin perder tiempo; ya ves que la rodea una corte de adoradores.

      Amaury, sin advertir el mal humor que ligeramente se traslucía en el acento con que Magdalena pronunció las anteriores palabras, las tomó al pie de la letra y se dirigió hacia Antonia. Poco después, tras de sostener con ella un largo coloquio, volvió adonde estaba Magdalena, que no lo había perdido de vista ni un instante y así que lo vio a su lado le preguntó con la mayor indiferencia que pudo aparentar:

      —¿Qué baile te ha concedido?

      —Por lo visto—contestó Leoville—si tú eres la reina del baile, ella es la virreina y yo he llegado tarde; me ha enseñado su carnet tan atestado de nombres que ya no había manera de añadir allí ninguno.

      —¿Es decir que no hay medio posible?—repuso Magdalena con viveza.

      —Sí, pero por especial merced, pues en virtud de pedírselo yo en tu nombre va a sacrificar a uno de sus adoradores, me parece que a mi amigo Felipe Auvray, y tengo el número cinco.

      —¡El número cinco!—dijo Magdalena.—Y después de meditar un momento, añadió:

      —¡Así, bailarás un vals!

      —Puede ser—contestó Amaury en tono indiferente.

      A partir de aquel instante estuvo Magdalena distraída y visiblemente preocupada, tanto que casi no respondía a las palabras de Amaury. Seguía con la mirada a Antoñita, que habiendo recobrado con el bullicio, la luz y el movimiento, su habitual jovialidad, parecía infundir a su paso una corriente de alegría en el ambiente de aquel salón que atravesaba ligera y gentil como una sílfide.

      Felipe Auvray parecía estar enojado con Amaury. En un principio había decidido no asistir al baile por juzgarse lastimado en su dignidad; pero, más fuerza que esta consideración había hecho en su ánimo el deseo de poder decir al día siguiente que había estado en el gran baile con que el doctor Avrigny celebraba el enlace de su hija, y no pudiendo resistir a los requerimientos de su amor propio, había ido como todos.

      Ya en casa del doctor y después de lo que había pasado entre él y Amaury, dispúsose a mostrarse tan rendido y obsequioso con Antoñita como indiferente y frío con Magdalena.

      Pero, como Amaury había guardado bien el secreto, su reserva y su galantería pasaron inadvertidas para todo el mundo.

      En cierta ocasión, el señor de Avrigny, que desde lejos observaba a Magdalena, se aproximó a ella después de un baile, y le dijo:

      —Harías bien en retirarte, hija mía, pues no te conviene permanecer más tiempo en el salón.

      —¡Pero si me encuentro aquí muy bien!—respondió ella con viveza.—Me distraigo con el baile y en ningún sitio creo que estaré mejor.

      —¡Pero Magdalena!

      —No me mande usted que me retire, papá, se lo suplico; se engaña usted si cree que no estoy buena. ¡Ojalá estuviese siempre como hoy!

      Efectivamente, Magdalena, en medio de su excitación nerviosa, estaba encantadora, y todos a su alrededor lo repetían.

      A medida que el tiempo pasaba y se acercaba el vals que Antoñita había prometido a Amaury, la pobre niña miraba a Magdalena con inquietud manifiesta. Más de una vez chocaron sus miradas con las de ella y cuando esto sucedía Antonia inclinaba su cabeza al mismo tiempo que en los ojos de Magdalena brillaba el fulgor de un relámpago.

      Al terminar el baile que hacía el número cuatro, es decir, el anterior al vals que tenía comprometido con Amaury, Antonia fue a sentarse al lado de su prima para hacerle compañía hasta que la orquesta preludiase los primeros compases de la próxima danza.

      El padre de Magdalena, que con los ojos fijos en su hija observaba con inquietud reciente el extraño brillo de sus ojos y los nerviosos estremecimientos que de vez en cuando agitaban su cuerpo, no pudo contenerse por más tiempo y acercándose a ella dijole con triste acento, mientras estrechaba cariñosamente una de sus manos:

      —¿Quieres algo, Magdalena? Dime, hija mía, lo que deseas, porque todo es preferible al oculto pesar que aflige tu corazón.

      —¿Habla usted de veras, papá?—exclamó Magdalena, en cuyos ojos brilló un destello de alegría.—¿Va usted a complacerme?

      —Sí, aunque sea contra mi voluntad.

      —Así, pues, ¿me permitirá bailar un vals, uno solo, con Amaury?

      —Sí; si así lo quieres, sea—dijo el doctor.

      —Ya lo oyes, Amaury: bailaremos el próximo vals.

      —Pero recuerda, Magdalena—repuso Amaury, gozoso y turbado a un tiempo,—que precisamente ése es el vals que debía bailar con Antoñita…

      Magdalena volvió vivamente la cabeza y sin pronunciar palabra interrogó a su prima con una muda mirada. Antonia contestó en el acto:

      —Me siento tan cansada que si Magdalena quisiera sustituirme, yo muy a gusto descansaría un ratito.

      Brilló un rayo de alegría en la febril mirada de Magdalena, y como a la sazón se oyesen las primeras notas del vals, alzose de su asiento y asiendo con su mano nerviosa la de Amaury lo arrastró al centro del salón, en donde abundaban ya las parejas. Cuando Amaury pasó junto al doctor, éste le dijo en voz baja:

      —¡Ten prudencia!

      —Pierda usted cuidado—repuso Leoville;—daremos muy pocas vueltas.

      Y se lanzaron en medio del torbellino, perdiéndose muy pronto entre las otras parejas.

      Bailaban un vals de Weber cuyo compás, que al principio era lento y moderado, se animaba gradualmente hasta el final, en que terminaba de un modo vertiginoso. Ardiente y grave a la vez, como trasunto del genio de su autor, era uno de esos valses que arrebatan y a la vez invitan a meditar.

      Amaury hacía lo posible para sostener a Magdalena; pero a las pocas vueltas notó que flaqueaban sus fuerzas y le dijo con cariñoso interés:

      —¿Quieres sentarte a descansar, Magdalena?

      —¡No! ¡no!—contestó la hija del doctor.—No pases cuidado: me siento con fuerzas


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