¿Nos conocemos?. Caridad Bernal

Читать онлайн книгу.

¿Nos conocemos? - Caridad Bernal


Скачать книгу
exhalación inocente se escapó de mi boca al comprender que él había seguido el recorrido de mis ojos por su propio cuerpo. Levanté la vista escandalizada por aquel desliz, encontrándome con una sonrisa ladeada y divertida. Mi rostro viró a un bermellón oscuro, y durante unos segundos dudé en salir corriendo de aquel barco para esconderme bajo las aguas más profundas del Canal. Era lógico pensar que me sucedería algo así, ya que ningún hombre (aparte de mi hermano) se había desnudado delante de mí.

      Uno, dos, hasta puede que tres segundos permaneciese en la completa inopia. Perdida en aquellas pupilas oscuras y afiladas como cuchillos que se estaban adentrando en mi interior, que no perdían detalle del espectáculo que estaba dando, hasta que le oí decir:

      —La herida está en el hombro —me chivó en un susurro casi imperceptible, como si ambos estuviéramos en un examen.

      —Gracias —llegué a decir completamente avergonzada. Y tuve que sacar algo de aire de mis pulmones para poder sobreponerme—. Puede que… —me tembló la voz al principio— puede que esto le escueza un poco.

      Quise avisar al aplicar el antiséptico, concentrándome en aquella herida como si no hubiese sucedido nada.

      El sargento Baker borró de inmediato su sonrisa y mantuvo una expresión dura en su rostro mientras yo trabajaba. Seguía dudando de lo que estaba haciendo. Seguro que le parecía demasiado joven y era más que evidente que así era, pero que llegase a dudar de mi presencia allí me incomodaba. ¿Sería capaz de descubrir mi farsa?

      Me erguí de hombros para ganar altura e inspiré hondo para infundirme valor, no quería que nadie me viese como una niña impresionable, y menos ese tipo que me alteraba tanto sin saber muy bien por qué. Empecé a lavar la herida intentando parecer lo más profesional posible mientras sentía su respiración pausada sobre mí. Había girado el rostro hacia su hombro herido, donde yo estaba trabajando, y me observaba con curiosidad, sin queja alguna a pesar de la sangre derramada. Mucha de ella, sin embargo, pude comprobar que no era suya. Tal vez fuera la de su compañero, un tipo algo mayor que él, al que el doctor Kitting le estaba haciendo un torniquete de emergencia a pocos metros de nosotros.

      —¡Vamos, George! No te quejes así. Tan solo te han disparado, ¿qué esperabas, con la suerte que tienes? —exclamó el sargento bromeando sobre esa herida, pues su amigo no hacía más que gruñir de dolor.

      George no contestó palabra alguna, rugía como un león hasta que el doctor le inyectó morfina. Al escuchar poco después un suspiro de alivio salir de sus labios, ambos nos miramos a los ojos, agradecidos por no tener que escuchar más sus lamentos. En ese instante, al comprobar que los dos habíamos reaccionado igual, sonreímos haciendo saltar esa chispa de complicidad que hizo que una extraña ola de calor me invadiese por completo.

      —¿Cuántos años tiene, enfermera? —me preguntó de repente, y su voz paralizó mis sentidos, recordándome que estábamos a muy pocos centímetros de distancia el uno del otro. Su tono no fue distante, sino mucho más agradable y familiar de lo que habría imaginado en mis pensamientos. La verdad era que, a diferencia del resto, él no parecía preocupado por sus heridas o por salir con vida de allí, como si tuviese la certeza de que todo estaba bajo control. Admiré su pasmosa tranquilidad, como si solo yo fuera importante. Algo que, por otro lado, me ponía aún más nerviosa de lo que ya estaba.

      —Veintitrés —mentí, evitando sus ojos de manera forzada, provocando que sus labios apretados por el dolor consiguieran inclinarse hacia arriba esbozando una sombra de ligera sonrisa—. Veintiuno —rectifiqué de inmediato, arrepintiéndome en seguida por seguir mintiéndole en algo tan absurdo como mi edad.

      Había algo que me perturbaba por completo en aquel oficial que seguía observándome sin recato alguno, haciendo que fuera imposible concentrarse en suturar su herida. Me inquietaban sus labios. Tenían un corte muy cerca de la comisura izquierda y estaban secos y enrojecidos. Tenía que hidratarse, como el resto de los soldados que nos rodeaban, pues llevaría horas sin beber nada de agua. Vi además las palmas de sus manos sobre la tela del pantalón, con pequeñas heridas leves que ya habían cicatrizado sin infectarse. Su pecho bajaba y subía, dando muestras de una respiración relajada, al contrario que la mía, que se aceleraba por momentos. Hasta ese oscuro mechón de pelo que rozaba su ceja me trastornaba. Esa intensidad en su mirada provocaba algo en mi interior, como si me llamase sin mover los labios. Apenas habíamos cruzado dos frases, pero había algo familiar en su trato, algo que me resultaba imposible precisar.

      —¿Está segura de que esa es su edad, señorita Johnson? —preguntó de nuevo el sargento mirándome con descaro y haciendo un gesto divertido al levantar su ceja de manera exagerada.

      Aquella manera de sonsacarme información, muy atrevida por su parte, no me resultaba desagradable. Fue una extraña y sutil forma de coquetear conmigo, con ese tono apacible en su voz, como si ya nos conociéramos de antes.

      George, su compañero, había caído en un profundo sueño, e incluso el doctor Kitting se había alejado de nosotros para ayudar a otros enfermos. Nadie parecía percatarse de nuestra conversación, como comprobé después de mirar a un lado y a otro.

      —¿Tanto miedo tiene de que la descubran? —preguntó con atrevimiento, acercándose un poco más hacia mí.

      No respondí, pero enrojecí al instante. Solo intentaba seguir trabajando, limpiando su herida con cuidado, aunque me resultase extremadamente duro concentrarme para hacerlo bien. El sargento Baker no quiso que le aplicase anestesia alguna. Decía que no quería drogas que pudieran aturdirle los sentidos, así que tuve que seguir desinfectando la zona con meticulosidad mientras rezaba para que no le provocase demasiado dolor. Sin embargo, aquel no era mi mejor día y, al intentar coger los restos de metralla con las pinzas mis manos temblaron de puro agobio, y los trozos se incrustaron aún más en su piel mientras él era testigo de todo aquel desastre. En ese momento no pude aguantar más aquella situación y el chasquido metálico de las pinzas al golpear con fuerza contra la bandeja de acero fue el sonido que despertó mi rabia. Yo podía hacer aquello, era fácil, pero no en esas condiciones. De modo que, levantando mis ojos con indignación hacia él, le confesé, siendo lo más sincera posible:

      —En realidad, señor, tengo dieciocho años y ni siquiera he terminado enfermería. De hecho, iba a especializarme para ser comadrona cuando decidí alistarme. No recuerdo en qué momento acepté subir a este barco, pero lo cierto es que aquí estoy. Hace diez minutos me han echado de una sala porque he confundido a un hombre muerto con un herido, y aún no entiendo cómo me ha podido ocurrir, si era algo más que evidente. En los libros no te preparan para esto, se lo puedo asegurar. Es la primera vez que coso a alguien que está vivo, y solo espero que se me dé bien, porque el doctor Kitting conoce a mi padre y estoy segura de que hablará con él sobre mi trabajo aquí —respondí de corrido, consciente de que me escuchaba con suma atención a pesar del ruido que había a nuestro alrededor.

      Él rodeó con sus pupilas el óvalo de mi cara, acariciándolo con su mirada lenta y analítica. Solo cuando se hubo hecho una idea mental de cuál era mi situación allí, me contestó con una sensibilidad inesperada:

      —Estoy seguro de que su padre se sentirá muy orgulloso de usted.

      Después de aquella frase, selló sus labios. Y, arrimando valiente su hombro a mis manos, se preparó mentalmente para aguantar las puntadas de una enfermera primeriza.

      Inspiré agradecida cuando por fin apartó su mirada de mí, y solo entonces logré eliminar todo resto de metal en su piel. Fue mucho más sencillo de lo que habría imaginado, solo necesitaba concentrarme en lo que estaba haciendo. Así fue como, sin perder más tiempo, empecé a coser la herida abierta que quedaba cerca de su hombro, notando cómo los músculos de su brazo se contraían soportando el dolor que seguro le estaba causando. Durante toda la operación no emitió ni un solo quejido, aunque yo era muy consciente de que no le estaba haciendo cosquillas.

      El sargento James Baker se quedó a mi lado con gesto tranquilo, y hasta me atrevería a decir que incluso feliz, a pesar de estar con la enfermera más torpe que fue a Dunkerque.

1978

Скачать книгу