¿Nos conocemos?. Caridad Bernal

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¿Nos conocemos? - Caridad Bernal


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lograrían hacerse con el control de Inglaterra, por ello la necesidad de crear ese refugio. Los combatientes responsables de aquella batería deberían mantenerse con vida a toda costa, resistiendo los durísimos bombardeos navales y aéreos que tendrían lugar allí ante un posible ataque.

      A más de veinte metros bajo tierra se llegó a crear una pequeña ciudad subterránea, una red de túneles forrados por láminas de metal y vigas de hierro donde los soldados deberían sobrevivir durante semanas, quizá meses. Comenzaron a excavar el 20 de noviembre de 1940 y tardaron solo unos cien días en terminarlos. Aquella impresionante construcción fue visitada incluso por el mismísimo primer ministro. Allí había hasta un pequeño hospital, al cual fuimos destinadas Vera y yo, convirtiéndonos a las pocas semanas en compañeras inseparables por el simple hecho de haber vivido juntas nuestra primera experiencia como voluntarias de la Cruz Roja.

      El día de la inauguración incluso se nos obsequió con algo de maquillaje. La señora Anderson, una enfermera veterana de la Gran Guerra y jefa de nuestra unidad, nos dio la orden de lucir hermosas y profesionales. Según las directrices que le habían llegado, era muy importante que nuestra presencia fuera destacable, lo que todas entendimos como que vendrían a hacernos fotos para que nos viesen en los periódicos. Aquella mujer nos hacía reír porque siempre nos hablaba rodeándonos en círculos, pasándonos revista una a una como si fuéramos soldados, obsesionándonos con sus disciplinados protocolos de desinfección e higiene. No solo debíamos ir perfectamente uniformadas, también debíamos enseñarle nuestras manos, concentrándose sobre todo en las uñas, que no debían ser largas ni estar pintadas, para poder ver la suciedad que había debajo. La cofia, elemento indispensable para ella, debía recoger todo el peinado. Algo que a mí siempre se me resistía por culpa de mi particular flequillo.

      —Recójase el cabello, señorita —me ordenaba como si fuese algo fácil de conseguir.

      —Sí, señora Anderson —respondía con voz apagada mientras Vera alargaba su brazo para darme una de sus horquillas.

      Ese día nuestra superiora estaba muy nerviosa, y nos trasladaba a todas ese estado de agitación. Llegó a revisarnos más de cuarenta veces, forzándonos a sonreír como payasos cada vez que lo hacía. Tan ridículo nos pareció todo aquello, que Vera esperó estar a sus espaldas para estirar sus labios hasta conseguir un rictus imposible. Algo que hizo que muchas de las que estábamos allí rompiésemos a reír de repente. Por supuesto, el rostro de Vera cambió de inmediato cuando la supervisora se dio media vuelta para comprobar qué era lo que nos había hecho tanta gracia.

      —¿Tiene algo que decir, señorita Adams? —le preguntó con la sospecha firme de que había sido ella la culpable de aquella distracción en el grupo.

      —Por supuesto que no, señora Anderson. Estoy impaciente por conocer a sir Winston Churchill, ¿usted no? —respondió pizpireta mientras jugaba con la falda de su uniforme gris, demostrándole con absoluta credibilidad que era del todo inocente.

      Nos dijeron que no nos pusiésemos el delantal blanco que llevábamos durante las curas, para que estuviera bien presente la cruz roja que teníamos todas cosida a la altura del pecho.

      Aunque el recuerdo de Dunkerque estaba aún muy vivo en nuestra memoria, comprobar que muchos de los soldados que habían venido con nosotras en ese barco se estaban recuperando nos dio ánimos para seguir con el día a día. Vera siempre se las ingeniaba para estar a mi lado y salir en mi ayuda cuando lo necesitaba. Solía explicarme con paciencia infinita cada una de las cosas que nos mandaban hacer. Fue una gran amiga, y actuó como una verdadera profesora conmigo, obligándome a escondidas a repetir una y otra vez el mismo vendaje en ocho hasta que me salió tan perfecto como el suyo. A veces me sorprendía la seguridad con la que se ponía a trabajar, siendo tan rigurosa como la señora Anderson en los procesos a seguir, algo que no cuadraba en absoluto con su carácter. Como en aquella novela de Stevenson, parecía haber dos mujeres completamente distintas dentro del mismo cuerpo: una enfermera de naturaleza seria y profesional cuando se vestía con el uniforme, la otra una muchacha díscola y jaranera cuando se alejaba de su puesto de trabajo.

      Vera era mayor que yo, llevaba ya cinco años ejerciendo el oficio y se notaba en sus manos expertas las horas que había dedicado a la enfermería. Admiraba sus minúsculos puntos de sutura, apenas perceptibles, que me avergonzaban cada vez que pensaba en el pobre hombro de aquel sargento en Dunkerque. También era especial su manera de tratar al paciente, sin perder la atención sobre su estado mientras los aseaba con ternura y sin recelo, algo en lo que a mí me faltaba todavía bastante soltura. Se dirigía a ellos por su nombre, siempre en un tono armonioso, que animaba a cualquiera. Incluso se atrevía a coquetear con los más diestros, pero sin olvidar de ningún modo el código moral que nos habían impuesto. Era certera hasta en la escrupulosa forma de colocar el material antes de una operación, haciéndome repetir uno por uno, hasta el aburrimiento, el nombre de todo lo que allí desplegábamos sobre la bandeja como en una exposición.

      En esos atareados días también pude conocer su historia, que no era muy diferente a la mía. Se unió a la Cruz Roja al día siguiente de saber que su prometido había fallecido, por eso odiaba tanto la guerra. Decía que había roto sus planes y los de mucha más gente. Se iba a comprar una casa, tener hijos… ¡pero ahora solo Dios sabía cuándo podría hacer todo eso!

      —Las cosas no volverán a ser como antes, Leah —dijo mi compañera después de subir los ciento veinticinco escalones que nos separaban del exterior.

      Nosotras, al no ser oficiales ni pertenecer a ninguna autoridad británica, no teníamos permiso para descansar bajo tierra. Tampoco nos entusiasmaba mucho esa idea, pues aquel sitio era un poco claustrofóbico.

      Lo primero que hacíamos al salir era mirar el cielo. Aunque estuviera plagado de nubes, nos sentíamos felices al respirar por fin aire puro, y entonces nos mirábamos y sonreíamos. Era nuestro mejor segundo en el día..

      —¡No seas tan pesimista, Vera! Pues claro que volverán a ser como antes. Y antes de lo que tú crees te verás de nuevo comprometida. Eres bonita, lista, trabajadora. Estoy segura de que pronto conocerás a tu próximo pretendiente.

      En realidad los tenía, y muchos, pero no se ajustaban a su ideal de hombre perfecto. Es decir, con dinero. El suficiente como para dejarle una buena pensión si se quedaba viuda. Así de práctica era mi amiga, para ella el amor poco importaba en tiempos de guerra.

      —Últimamente los únicos hombres interesantes que conozco están demasiado ocupados para preocuparse por esas cosas —murmuró mirando sus zapatos demasiado gastados, al igual que los míos, y pensando en algún doctor que le traía de cabeza esos días.

      Si se hubiesen casado el mismo día en que se lo pidió su prometido, me decía, habría podido salir adelante sin necesidad de seguir trabajando como enfermera. Pero él quería presentársela antes a su madre.

      —¡El muy estúpido! —maldecía por lo bajo.

      Así era Vera. También me confesó, en una de esas interminables conversaciones mientras cortábamos gasas para hacer vendas, que nunca tomó precauciones con aquel chico, ya que deseaba quedarse embarazada a toda costa. Pero eso, me aconsejaba, no era del todo correcto:

      —Puedes enfermar, ya sabes.

      Pero la verdad es que yo no sabía a qué se refería.

      De nuevo tenía que lamentar no haber prestado demasiada atención en las clases de patología. Nadie, hasta que conocí a Vera, me había hablado tan claro de ciertos temas como el sexo. Muchas chicas huérfanas, como mi amiga, confiaban en un embarazo para que la familia de él las acogiera en su casa de manera inmediata sin oponer resistencia. La sangre es la sangre, me repetía. Pero sin bebé a la vista, ni anillo en el dedo, no tenía un sitio donde caerse muerta, y por eso no tenía otra salida que seguir ejerciendo como enfermera.

      A pesar de esa frivolidad que la caracterizaba, me daba pena. Anhelaba tener una familia o formar parte de una, y ese sentimiento era algo que no podía compartir con ella. Yo, a pesar de lo que había hecho, seguía muy unida a mis padres. Incluso a mi hermano. Por eso la atraje hacia mí con el brazo para consolarla mientras nos adelantaban


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