¿Nos conocemos?. Caridad Bernal

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¿Nos conocemos? - Caridad Bernal


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la mano inquieta—. Este lugar es perfecto para observar sin ser visto.

      —Yo la he visto —añadió con una provocadora sonrisa—. Mis ojos han ido directos hacia la muchacha más bonita de este salón.

      No le contesté, aunque puede que me sonrojara. Me pareció uno de esos piropos fáciles con los que solían agasajarnos los soldados en el hospital. En ese momento los músicos empezaron a tocar Sing, sing, sing y solo con los primeros acordes de aquella conocidísima canción, todos los allí presentes saltaron de sus asientos para llamar nuestra atención. Nunca había visto nada parecido, y hasta James se percató de mi parpadeo ante esa reacción generalizada. Me asusté un poco. De nuevo quedaba claro que no estaba nada acostumbrada a ese tipo de bailes. Salieron parejas frenéticas por todos lados para bailar como hechizados por esa música. Busqué a Vera entre ellas, pero no la encontré. De modo que estaba sola frente al peligro. No había nadie para protegerme de la mirada insolente del sargento Baker.

      —Y dígame, señorita, ¿es de las que solo mira o también baila? —me preguntó inclinándose ligeramente, hasta rozar mi pie con el suyo. Al aparecer, todo aquello le resultaba muy divertido.

      Estaba vestida para la ocasión, frente al espejo me había visto convertida en toda una mujer adulta, así que ya era hora de que me comportara como tal. Tenía que creérmelo un poco, solo un poquito, así que pensé en actuar como lo haría Vera en aquella situación. Para empezar, estaría bien que hablase más a menudo. Debería aceptar esa especie de invitación y bailar con él, como estaban haciendo a mi alrededor todas esas chicas que estaban allí. Enfermeras o no, ninguna se escondía de los hombres.

      «Va a ser divertido, Leah, no hay nada que temer», me repetía mientras la música nos envolvía cada vez más. Debía mostrarme segura de cuanto hiciese en aquel momento para que el sargento no se burlase más de mí, como si fuese una niña pequeña jugando a ser mayor. Me toqué el aplique de flores de Vera que lucía en el escote, para asegurarme de que seguía allí, vigilado de forma impasible bajo su atenta mirada. Era mi amuleto de la buena suerte, y deseé con todas mis fuerzas que me ayudase con el sargento. Quería que le gustase lo que estaba viendo, deslumbrarle de tal manera que no quisiera hablar con ninguna otra chica en toda la noche, demostrarle que podía seducirle con mis encantos. Aunque ni yo misma sabía qué encantos eran esos. Necesitaba ese aire de suficiencia que mi amiga desprendía por cada poro de su piel, el mismo con el que conseguía embobar a todos los jóvenes que la rodeaban.

      —Perdone, pero… ¿nos conocemos? —conseguí preguntarle al fin, girando en redondo hacia él y levantando la ceja como habría hecho la mismísima Lauren Bacall.

      El sargento me petrificó con su mirada durante un breve segundo, pero después dejó escapar una sonora carcajada, algo que me hizo sentir muy violenta. Entonces, al comprender en seguida que me había molestado su actuación, trató de disculparse sin mucha seriedad:

      —Creo que mi hombro nunca podrá olvidarla —insinuó poniendo su mano sobre la zona afectada y fingiendo mucho dolor—. Cada vez que me quito la camisa me es imposible no recordarla. En serio, usted sí que sabe dejar huella en un hombre.

      Intuí que estaba quedándose conmigo desde el principio, pero aquel comentario me hizo sentir muy culpable.

      —No sabe cuánto lo siento, la cicatriz debe de ser horrible —añadí, avergonzada por mi torpeza.

      James manoteó en el aire para que no me preocupase más, cogió al vuelo un par de copas de champán y al segundo me ofreció una muy atento. Al parecer, esa noche habían acabado con las últimas botellas que se escondían en la bodega del local. El camarero, al reconocerlo, se cuadró con nerviosismo y nos ofreció también algo de comer. Después de recordar mi pésima actuación como enfermera, tuve que sonreír agradecida. Era innegable el esfuerzo que el sargento estaba haciendo para que me sintiera cómoda en esa fiesta, a pesar de que nosotros no hubiéramos salido todavía de aquel rincón.

      —Si le soy sincero, aquel fue el mejor recuerdo que tengo de ese día —susurró con una deliciosa entonación, acercándose a mi oído sin darme cuenta, dejando tras de sí el olor a su colonia.

      Elevé mi rostro hacia el suyo al escuchar aquello, y nuestras pupilas se encontraron. El calor que desprendía su cuerpo llegó a invadir el interior de mi corazón hasta abrasarlo.

      —Mis padres nunca han visto con agrado que las mujeres beban o fumen en las fiestas —recordé de repente en voz alta al verme agarrada a esa copa. Fue como un impulso, debía decir algo, lo que fuese, si no quería desmayarme.

      —Será nuestro pequeño secreto. No se preocupe, no diré nada —respondió James con sigilo, fingiendo esconderme con su chaqueta de alguien que nos estuviera mirando.

      Mojé mis labios, sonriente, y él me acompañó en el gesto. Noté las burbujas salpicando mi nariz y, al tragar, quise disimular el desagradable sabor de aquella bebida con una sonrisa forzada. No podía entender que todo el mundo estuviera bebiendo lo mismo que yo.

      —No le ha gustado —sentenció el sargento nada sorprendido, atento a la expresión de mi cara desde el principio.

      —Pues… —iba a negarlo cuando él me quitó la copa de la mano y la abandonó junto a la suya en una mesa cercana.

      —Tiene razón, no es el mejor champán que he probado —contestó sin más, dejándome perpleja.

      Entonces el sargento Baker aprovechó mi sorpresa para coger mi mano y tirar de mí, abriéndose paso hacia la pista de baile, con esa seguridad que había mostrado tener en Dunkerque y que yo aún recordaba con admiración. Nunca había mantenido más de dos frases seguidas con un hombre joven que no fuera mi hermano, y mucho menos había bailado con uno. Observé con atención la mano de James apretando la mía mientras andábamos, para poder asimilar lo que estaba pasando. Su contacto siempre me hacía estremecer. Algo me decía que él sabía leer en mis ojos, que era consciente de que estaba pasando un mal trago, y quería ayudarme a que me divirtiese un poco en aquella fiesta de fin de año. Me iba a dar ese último empujoncito que me faltaba. Mejor empezar esta fiesta bailando con él que con un completo desconocido. «Después de lo que le hice en el hombro, un par de pisotones no creo que vayan a importarle mucho», pensé en un intento de animarme.

      Seguramente le había dado pena al verme oculta tras unos cortinajes y por eso bromeaba conmigo, como hacía Frank a veces, riéndose de mi extremada timidez. Obligándome a salir de mi agujero.

      —Perdone mi curiosidad, pero ¿su acompañante sabe que usted está aquí, o debería esconderme de él yo también después de este baile? —sugirió después de tomar mi cintura, acercándome a él en un solo movimiento.

      De repente, estábamos muy cerca el uno del otro, tanto que perdí el aliento y no pude responderle, solo negué y agaché mi cabeza.

      Había cambiado la música. Le tocaba el turno a una dulce melodía que recordaba haber escuchado hacía muy poco en la radio, y sin saber cómo me encontré bailando con él muy lento. Imité los movimientos de una chica que estaba a mi izquierda y le puse una de mis manos en el hombro, que casi me ardía al notar la firmeza de sus músculos, mientras la otra seguía junto a la suya, guiándome en todo momento. Después de unos minutos así, me sorprendió lo fácil que era, ¡estaba bailando! Jamás pensé que pudiera hacerlo. Estábamos en el centro de la pista y aún no me había tropezado ni le había pisado, así que ya podía volver a respirar. Sin embargo, no me atrevía a dejar de mirar sus pies. En parte porque su mirada era como una bala que intentaba esquivar para que no me hiriera por completo, y también porque dudaba de que mis piernas pudieran seguirle mucho más tiempo.

      —¿Ha perdido algo? —preguntó después de pararse para mirar el suelo conmigo.

      —¡No! —exclamé tras levantar de inmediato la cabeza.

      No quería parecer una novata. Crucé los dedos mentalmente y deseé que mis pasos dejaran de ser titubeantes junto a los suyos, poder dar vueltas alrededor de la pista sin ningún miedo a caerme o hacerle tropezar.

      Sus ojos grises me estudiaban


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