¿Nos conocemos?. Caridad Bernal

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¿Nos conocemos? - Caridad Bernal


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de guerra. A Vera le habría gustado que al menos en ese momento se quitase la máscara y se convirtiera en una madre de verdad. Siempre había echado en falta esa ternura que parecían haberle extirpado a base de cañonazos, y nunca mejor dicho. Aquella mujer que ella había conocido siempre había tenido muy claro lo que había que hacer en cada momento, nunca se había permitido dudar. Ni siquiera cuando su marido amaneció muerto después de una larga enfermedad dio tregua a su diligencia. Avisó a la funeraria, llamó a la familia, y apenas hubo tiempo para consolarla. Nunca pareció necesitarlo. Así había visto siempre a su madre, siempre dispuesta a afrontar el dolor como si fuera un muro de hierro insondable.

      Vera recordó entonces un día en concreto en el que Samantha apenas tendría cuatro años, ni siquiera había nacido Bonnie, y se cayó por un terraplén dándose de bruces contra una roca. A los dos segundos todo estaba manchado de sangre: las ropas de la niña, su cara, las manos de ambas. Si no llega a estar su abuela presente ese día, su hija se habría desangrado. En seguida tomó el control de la situación y se puso a taponar la herida con su chaqueta, acunándola y diciéndole que no era nada mientras cogía el coche para llevarla al hospital. A veces, por momentos como ese, su madre daba la impresión de ser alguien muy frío y cerebral. Pero quizás a través de esa historia pudiera descubrir más cosas sobre ella. Sus miedos, sus anhelos. Todo cuanto había decidido callar hasta ese momento.

      —Buenos días. —Escucharon al otro lado de la puerta de la cocina. El vecino de Leah era un hombre de unos sesenta años, viudo como ella, que parecía siempre dispuesto a animarle el día.

      —Buenos días —se adelantó Vera a responder mientras le abría la puerta, porque conociendo los toscos modales de su madre, sabía que ella jamás lo haría.

      —¡Oh, vaya! Tiene usted visita. Vuelvo otro día entonces —comentó el hombre algo decepcionado, regresando sobre sus pasos con rapidez después de dejar un bonito ramo de pequeñas margaritas en las manos de Vera.

      —¡No, por favor! —se apresuró a decir su hija para tratar de salvar la situación—. Yo ya me iba, señor Dumbrell. Las flores son preciosas, yo misma las pondré en agua. Precisamente ahora me estaba diciendo mi madre que hacía una mañana preciosa, que le encantaría dar un paseo por el vecindario y tomar un poco el sol. —La mirada mortífera de Leah no dio lugar a dudas, algo que no pasó desapercibido para su vecino.

      —Mejor en otro momento, gracias, de verdad. ¡Que tengan buena tarde!

      —Lo mismo digo, señor Dumbrell —murmuró Vera decepcionada mientras veía cómo su madre bajaba los párpados sentenciándola a muerte por ser tan amable con ese tipo. Ella, sin embargo, no sabía por qué odiaba tanto a su vecino—. Mamá, ¡eres una maleducada! —le espetó su hija nada más cerrar la puerta de casa.

      —¿Yo soy una maleducada? ¡¿Y él?! A su edad debería darle vergüenza estar flirteando como un veinteañero —farfulló ofendida, como si agasajar con flores a una vecina fuera un delito.

      —Por lo menos deberías saludarle, está teniendo mucha paciencia contigo. Siempre viene por aquí con algún detalle, te invita a ver películas en la filmoteca, o a tomar el té en su casa y tú eres incapaz de agradecérselo. Piensa que él también está solo y no puede evitar fijarse en ti. Después de todo, mamá, sigues estando muy bien. Reconócelo.

      —Deja de decir tonterías, ¿quieres? ¡Y ayúdame a poner la mesa!

      De pronto sus ojos volvieron a toparse con la máquina de escribir y todos sus músculos se tensaron de nuevo. Había olvidado por completo que estaba allí.

      —¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué te has parado de repente? —quiso saber su hija acercándose a ella, acariciándole los hombros al verla tan pálida.

      —Nada, cariño. Solo he recordado algo.

      —¿Algo que sucedió en Dunkerque? —preguntó Vera con rapidez, para que no dejara de hablar ahora que parecía dispuesta a ello.

      —No. Me temo que ese capítulo es demasiado violento y oscuro para iniciar cualquier historia, hija. La verdad es que debería haber elegido otro momento para hablar de todo aquello. —Leah tomó asiento de nuevo, pensativa, mientras acariciaba con los dedos esa máquina de escribir. Era como si aquellas teclas estuvieran hablándole. Necesitaba desprenderse de todos esos fantasmas del pasado y, sin darse cuenta, continuó con su historia de manera inconsciente—. Después del shock que supuso para Inglaterra la fulminante derrota en Francia, debíamos recuperarnos de aquella desagradable sensación de la manera más rápida posible. Los meses siguientes a ese desembarco estuvimos en Dover, cuidando de esos mismos soldados que habíamos traído de vuelta a casa. Muchos de ellos sufrían estrés postraumático, aunque todavía por aquel entonces no se conocía como tal. Algunos tenían la mirada vacía, perdida. La llamaban “la mirada de las mil yardas”, porque solían decir que esa era la distancia a la que se encontraba el enemigo.

      Vera guardó silencio y se sentó al lado de su madre sin hacer mucho ruido. No podía hacer otra cosa que escucharla. Le parecía tan extraño oírla hablar de la guerra, que era como si de repente se hubiese convertido en otra persona. En esa jovencísima enfermera llamada Leah Johnson.

      —¿Cuándo dices estuvimos, te refieres a papá y a ti?

      —No. A tu padre no lo volví a ver. La llegada a puerto fue algo caótico, había un tropel de gente esperándonos y un sinfín de hombres deseando salir de allí. En realidad, ni siquiera nos despedimos. En cuanto terminé de coser la herida de su hombro, el doctor Kitting volvió a necesitar mi ayuda.

      —¿Entonces?

      —Me refería a Vera y a mí. A mi amiga Vera Adams, la que también conocí en aquel barco.

      —Yo me llamo así por ella, ¿verdad? —Leah desvió la mirada, reconociendo a su hija, y asintió con la cabeza de manera ceremoniosa.

      —Tu padre estuvo de acuerdo conmigo cuando decidí ponerte ese nombre, fue una gran amiga, cariño. Para los dos significó mucho.

      —Me lo imaginaba. —Vera tragó saliva e, incorporándose un poco, decidió preguntarle—: ¿Por qué nunca me has hablado de ella? ¿Por qué no querías hablar de todo esto cuando yo era más pequeña y no hacía más que preguntarte? —Un largo silencio le indicó a Vera que el dolor estaba aún muy presente, más de lo que ella nunca podría imaginar—. Está bien, mamá. Déjalo. Volvamos entonces al Dover de 1940. ¿Qué pasó después? —preguntó con entusiasmo, esperando volver a adentrarse en las vivencias de aquella joven enfermera que acababa de conocer.

      —En realidad, estábamos entrando en 1941. Era Nochevieja y fuimos a un baile para celebrarlo.

      —Espera, espera. ¿Estabais en guerra y fuisteis a un baile para celebrar la Nochevieja? —repitió atónita su hija.

      —La vida seguía a pesar de estar en guerra, cariño. Los jóvenes de antes no eran muy diferentes a los de ahora. Seguían queriendo hacer lo mismo que vosotros con la misma edad: bailar, beber y conocer chicas. Y no precisamente por ese orden. A los soldados se les concedían días de permiso que intercalaban a lo largo de muchos meses para poder descansar y ver a sus familias. Era una manera de que volvieran a sus vidas de antes y se olvidasen un poco del infierno que estaban viviendo. Recuerda que fue una guerra que duró años, y a veces era preciso normalizar lo que estaba sucediendo para no volvernos todos locos.

      —Entiendo —respondió Vera, tratando de hacerse una idea de lo que habría tenido que ser vivir una juventud como la de su madre en aquellos días—, pues cuéntame entonces qué pasó en aquella fiesta de Nochevieja…

1940-1941

      Capítulo III

      Frenesí (Artie Shaw)

      En Dover se construyó un gigantesco refugio subterráneo en la zona de los acantilados, donde se alojarían casi doscientos soldados que debían hacerse cargo de un grupo de cañones situados allí para su defensa. Churchill


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