Justificación. N.T. Wright

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Justificación - N.T. Wright


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con sospecha. Cuanto más he leído las otras epístolas, tanto más Efesios y Colosenses me parecen absoluta y completamente paulinas. Por supuesto, el problema es que, dentro del protestantismo liberal que ha dominado la erudición del Nuevo Testamento por tantos años, Efesios y Colosenses fueron vistas como peligrosas al punto de que se hicieron inaceptables, sobre todo debido a su “alta” perspectiva de la iglesia. Sin duda, hay cuestiones de estilo literario, pero, al ser el corpus paulino tan pequeño —pequeño en comparación, digamos, con las obras sobrevivientes de Platón o Filón—, es difícil estar seguros de que podamos establecer criterios estilísticos apropiados para juzgar la autenticidad de un texto específico. Pero el asunto es este: al menos en Estados Unidos (las cosas son diferentes en Alemania), los lectores paulinos “conservadores” que se oponen a la “nueva perspectiva” están más o menos a favor de la autoría paulina de esas cartas por razones (presumiblemente) relacionadas con su perspectiva de las sagradas escrituras. Sin embargo, la misma crítica implícita de Efesios y Colosenses también domina sus lecturas. Las epístolas a los romanos y a los gálatas nos dan el marco de lo que Pablo realmente quería decir; las otras cartas rellenan los detalles por aquí y por allá.

      Realicemos un experimento mental: supongamos que decidimos leer Romanos, Gálatas y el resto de las cartas a la luz de Efesios y Colosenses, en lugar de hacerlo por la ruta contraria. Lo que vamos a encontrar, justo desde el principio, no es nada menos que una soteriología cósmica (muy judía). El plan de Dios es “unir todas las cosas en Cristo, las cosas en el cielo y las cosas en la tierra” (Ef 1: 10; compáralo con Col 1: 15-20). Encontraremos, como medio para realizar ese plan, el rescate tanto de judíos como de gentiles (Ef 1: 11-12; 1: 13-14) en y a través de la redención provista en Cristo y por el Espíritu, de tal manera que la iglesia judía más la gentil, igualmente rescatada por gracia a través de la fe (2: 1-10) y ahora reunida en una sola familia (2: 11-22), es el cuerpo de Cristo para el mundo (1: 15-23), la señal a los principados y a las potestades de la “sabiduría esplendorosa de Dios” (3:10). Suponiendo que esa fue la visión que cautivó la imaginación de los Reformadores en el siglo XVI. Suponiendo que ellos tenían, esculpida en sus corazones, esa combinación cercana e íntima de: a) gracia salvadora que logra la redención en la muerte definitiva del Mesías y que entra en funcionamiento a través de la fe, sin obras; y b) la unidad de toda la humanidad en Cristo, unidad que anticipa el futuro como el signo del reinado por venir de Dios en el mundo. Y suponiendo que, en ese punto y solo entonces, ellos hubieran vuelto su mirada hacia Romanos y Gálatas... toda la historia de la iglesia occidental y, con ella, la del mundo, podría haber sido diferente. No habría ruptura entre Romanos 3: 28 y 3: 29. No se marginaría Romanos 9-11. No se acomodarían los argumentos sutiles e importantes sobre la unidad judío-gentil en Gálatas 3 en el lecho de Procusto de una antítesis abstracta entre “fe” y “obras”. En ninguna de las cartas se insistiría en que “la ley” era solo un “sistema” que aplicaba a todos y que las “obras de la ley” eran los requisitos morales que alentaban a las personas a ganar su salvación por sus esfuerzos morales. En resumen, la “nueva perspectiva” hubiera podido tener su comienzo allí. O, tal vez, deberíamos decir que la “nueva perspectiva” comenzó cuando se escribió Efesios. No es de extrañar que los estudiosos luteranos hayan sospechado eso. Pero, ¿por qué habríamos de aplicarlo tan solo a los lectores conservadores para quienes esas epístolas son tan Escrito Sagrado, tal como Romanos o Gálatas?

      Lo que se necesita —lo admito, es un requisito pretencioso y voluminoso— es lo que Tony Thiselton describió recientemente como “una hermenéutica de la doctrina” (Thiselton, 2007). Necesitamos entender las “doctrinas”, sus declaraciones, desarrollos, refutaciones, re-expresiones, etc., dentro de los múltiples aspectos sociales, culturales, políticos y, por supuesto, escenarios eclesiales y teológicos de su tiempo. Así, por ejemplo, ya es bien sabido —y muy relacionado con este libro— que Anselmo de Canterbury, quien le dio un impulso monumental al pensamiento occidental sobre la persona y obra de Jesús, el significado de su muerte y la noción de justificación en sí, trabajó dentro de un contexto altamente “judicial”. Anselmo se basó en conceptos latinos de derecho y “lo justo”, y los aplicó a las fuentes bíblicas de una manera que, como podemos ver ahora, estaba destinada a distorsionar tanto las formas de pensamiento esencialmente hebraicas en las que el material bíblico estaba arraigado, y las formas de pensamiento griegas del siglo I dentro de las cuales el Nuevo Testamento hizo oír su voz. Esta no es una objeción robusta a Anselmo; ciertamente, no es un argumento demoledor. Todos los teólogos y exegetas están involucrados en el mismo tipo de círculo hermenéutico, pero, al enfrentarnos con las formulaciones particulares que se han adoptado a lo largo de los siglos, debemos siempre preguntar: ¿Por qué enfatizaron ese punto de esa manera? ¿Qué tanto querían salvaguardar o evitar, y por qué? ¿Qué tenían miedo de perder? ¿Qué aspecto de la misión de la iglesia estaban dispuestos a llevar a cabo, y por qué? Y en particular: ¿A qué escrituras apelaron y cuáles parecen haber ignorado? ¿Qué partes del rompecabezas —accidentalmente o

      adrede— arrojaron al suelo? En los pasajes que destacaron, ¿introdujeron distorsiones? ¿Estaban prestando atención a lo que los escritores en realidad estaban diciendo? Y si no, ¿qué hay con eso?

      Después de todo, las grandes confesiones de los siglos XVI y XVII no fueron el producto de académicos ociosos que rezaban sus oraciones y reflexionaban sobre los problemas de una manera abstracta, sin preocuparse por el mundo. Los suyos fueron tiempos turbulentos, peligrosos y violentos. La Confesión de Westminster, por un lado, y los 39 Artículos de mi propia iglesia, por el otro —y muchos más—, surgieron de una lucha titánica por predicar el evangelio, organizar la iglesia y lograr que los dos impactaran debidamente en el mundo social y político de la época, evitando los errores demasiado obvios de una gran parte del catolicismo medieval (igualmente obvios, la verdad sea dicha, para muchos católicos romanos entonces y ahora). Cuando las personas en esa situación están ansiosas por expresar su punto de vista, es probable que exageren, tal como nosotros lo hacemos hoy. Sabios lectores posteriores los van a honrar, pero no a canonizar, cuando retomen sus declaraciones bajo una nueva luz de la escritura misma.


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