Alamas muertas. Nikolai Gogol

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Alamas muertas - Nikolai Gogol


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      Cuando el carruaje entró en el patio, salió al encuentro del señor un criado de la posada (o mejor un «mozo», que es como les llaman en las posadas rusas), hasta tal punto vivaz e inquieto que resultaba casi imposible distinguir cómo era su cara. Éste se lanzó al exterior a toda prisa, con una servilleta en la mano, larguirucho y con una levita larga de demikoton que le iba desde la espalda hasta casi la nuca; se sacudió los cabellos y condujo a toda prisa al señor hacia arriba, por toda la galería de madera, para mostrarle la habitación que Dios le había concedido. La habitación era como todas las de su estilo, pues la posada era también como todas las de su estilo, es decir, ni más ni menos como son las posadas en las ciudades de provincias donde, por dos rublos al día, las gentes de paso consiguen un cuarto tranquilo con cucarachas, que aparecen como ciruelas pasas por todos los rincones y con una puerta, siempre bloqueada por una cómoda, que da al aposento de al lado, en el que se halla instalado el vecino, un hombre silencioso y tranquilo pero extraordinariamente fisgón, al que le interesa saber todos los detalles del viajero. La fachada exterior de la posada respondía a su interior: era muy alargada y tenía dos pisos. El inferior no estaba dado de yeso y quedaba con ladrillitos de un color rojo oscuro que si bien se habían oscurecido aún más a causa de los penosos cambios de tiempo, de por sí estaban ya bastante sucios. El superior se había pintado en primavera del sempiterno color amarillo; abajo había unos puestos con colleras, cuerdas y gruesas limas. En la esquina de estos puestos, o mejor, en la ventana, se alojaba un vendedor de sbitien con su samovar de roja hidromiel y con una cara tan roja como el samovar, de forma que, desde lejos, se habría podido pensar que en la ventana había dos samovares, de no haber sido porque uno de los samovares tenía una barba negra como el azabache.

      Mientras el señor que acababa de llegar inspeccionaba su habitación, le metieron sus efectos: ante todo, la maleta de piel blanca, un poco gastada, que mostraba que no era la primera vez que estaba en ruta. Metieron la maleta entre el cochero Sielifan, hombre bajito con una tulupa corta, y el lacayo Pietruska, un joven de treinta años, con una amplia levita usada que estaba claro que había pertenecido al señor; éste era un muchacho, en apariencia, un tanto rudo, de labios y nariz de grandes proporciones. Tras la maleta, trajeron un cofrecito no muy grande de caoba, forrado con piezas de abedul de Karelia, hormas para las botas y, envuelta en un papel azul, una gallina asada. Una vez metieron todo esto, Sielifan el cochero se dirigió a las caballerizas a remolonear junto a los caballos y el lacayo Pietruska empezó a instalarse en el pequeño vestíbulo, un tugurio oscurísimo, al que ya se había dado prisa en llevar a rastras su capote y, junto con él, algo de su propio olor, que ya se había transmitido a la bolsa en la que estaban los diferentes efectos del lacayo. En este tugurio, ajustó a la pared la estrecha cama de tres patas y la cubrió con algo pequeño parecido a un jergón, sin vida y vulgar, como una hojuela, y quizá también manchado de grasa como la hojuela que logró agenciarse en la casa del propietario de la posada.

      Mientras los sirvientes iban acabando a trancas y barrancas, el señor se dirigió a la sala común. Cualquier viajero sabe perfectamente cómo son estas salas comunes: las mismas paredes pintadas con pintura al óleo, oscurecidas en la parte alta a causa del humo del tabaco y bruñidas por la parte de abajo por las espaldas de los viajeros y aún más por las de los hombres de negocios del lugar, pues los comerciantes en los días de mercado llegaban hasta aquí de seis en seis o de siete en siete a beber el famoso «par de tazas de té». Igual de ennegrecido estaba el techo; igual de tiznada, la araña, de la que colgaban gran cantidad de cristalitos, que entrechocaban y tintineaban cada vez que el criado corría por el raído linóleo, agitando con viveza la bandeja en la que había posadas la misma gran cantidad de tazas de té que pájaros a la orilla del mar. Los mismos cuadros por toda la pared, pintados al óleo... en una palabra, todo igual que en todas partes. Las únicas diferencias eran que en un cuadro había representada una ninfa con unos pechos tan enormes como el lector, probablemente, no haya visto nunca. Por otro lado, un portento semejante de la naturaleza se dará no obstante en algunos cuadros históricos, traídos hasta nosotros, a Rusia, no se sabe en qué época, de dónde, ni por quién; a veces, hasta por nuestros magnates, amantes del arte, que los compraron en Italia, aconsejados por los ordenanzas que los llevaban.

      El señor se quitó la gorra y desenrolló de su cuello la bufanda de lana con los colores del arco iris, de esas que la mujer le hace a mano a su esposo para que le abrigue, mientras le da las instrucciones convenientes. Al soltero... probablemente no podré decir quién se las hace, ¡sabrá Dios!; yo nunca llevé una bufanda así. Una vez desenrollada la bufanda, el señor ordenó que le pusieran la comida. Entonces, le sirvieron algunos de los manjares habituales en las posadas, a saber: sopa de col con empanadillas hojaldradas, reservadas expresamente para los viajeros durante varias semanas, sesos con guisantes, salchichas con berza, pollo asado, pepino picante y la eterna empanadilla hojaldrada dulce, siempre lista para lo que le manden. Mientras le servían todo esto, bien recalentado, bien sencillamente frío, le obligaba al criado, o al sirviente, a contarle cualquier tontería... quién llevaba antes la posada y quién la lleva ahora, y si le renta mucho, o si su dueño es un miserable; a lo que el sirviente, por lo general, respondía: «Oh, señor, es un ratero tremendo». Igual que en la Europa culta, en la Rusia culta, hay ahora gran cantidad de gente respetable que no puede comer en una posada sin hablar con su criado y, a veces, incluso sin burlarse chuscamente de él. Por otro lado, el forastero no sólo hacía preguntas frívolas: con una extraordinaria exhaustividad, preguntaba quién era el gobernador de la ciudad; quién el presidente de la Cámara; quién el procurador... en una palabra, no dejaba pasar ni a un solo funcionario de importancia. Pero aún con mayor exhaustividad, si no ya con sumo interés, preguntaba por todos los terratenientes importantes: quién tiene almas de campesinos y cuántas son, a qué distancia vive de la ciudad, incluso qué carácter tiene y con qué frecuencia viene a la ciudad. Preguntaba con atención sobre el estado de la comarca: si había enfermedades en la provincia, y cuáles... epidemias, fiebres mortales del tipo que fuesen, viruelas y similares y todo con un detalle y una precisión tal que demostraba algo más que una simple curiosidad. En sus modales, el señor tenía algo grave y se sonaba haciendo un ruido terrible. No se sabe cómo lo hacía pero su nariz sonaba como una trompeta. Esta cualidad, en apariencia del todo inocente, le hizo adquirir no obstante una gran consideración de parte del criado de la posada, de forma que cada vez que escuchaba este sonido se sacudía los cabellos, se enderezaba en un ademán de mayor respeto e, inclinando su cabeza, pregun­taba: «¿Le hace falta algo?».

      Mientras el criado analizaba todavía por sílabas la nota, el propio Pavel Ivanovich Chichikov se fue a dar una vuelta por la ciudad, con la que, como parecía, estaba satisfecho, pues consideraba que de ningún modo era inferior a las otras ciudades de provincias: con fuerza, penetraba en los ojos el color amarillo de las casas de piedra y, con aire modesto, el gris se ofrecía oscuro en las de madera. Las casas eran de uno, de uno y medio y de dos pisos, con los sempiternos cuartos abuhardillados, muy bonitos en opinión de los arquitectos de la provincia. En algunos lugares, estas casas parecían perdidas en medio de calles, anchas como el campo, e interminables cercas de madera. En otros lugares, parecían amontonarse y era allí donde saltaba a la vista un mayor movimiento y animación de la gente. Aparecían letreros casi borrados por la lluvia, con bollos y botas o, a veces, con unos pantalones azules pintados y la firma de algún sastre arsavo; en otro lugar, había una tienda con gorras, con furaskas y con una firma: «Vasilii Fiodorov, Extranjero»; o veía pintado un billar con dos jugadores en fracs de esos que, entre nosotros, se ponen en los teatros los invitados que entran


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