Obras de Jack London. Jack London

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Obras de Jack London - Jack London


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se llevaría a cabo en la orilla del río, donde una gran pícea se alzaba solitaria. Slackwater Charley hizo un nudo de reo en el extremo de una soga de arrastre, y tras deslizar el nudo sobre la cabeza de Leclère, se lo ajustó fuerte al cuello. Con las manos atadas a la espalda, lo subieron sobre una caja de galletas. Después, pasaron el cabo de la cuerda corrediza sobre una rama que colgaba, dejándola tensa y firme. Al dar una patada en la parte baja de la caja, se quedaría colgando en el aire.

      -Ahora vamos con el perro -dijo Webster Shaw, en otro tiempo ingeniero de minas-. Tendrás que ponerle la cuerda, Slackwater.

      Leclère sonrió. Slackwater mascó un poco de tabaco, hizo un nudo corredizo y con calma enrolló unas cuantas vueltas en su mano. Se detuvo un par de veces para sacudirse unos mosquitos muy molestos de la cara. Todos se quitaban mosquitos menos Leclère, alrededor de cuya cabeza se podía ver una pequeña nube. Incluso Bâtard, que yacía completamente extendido en el suelo, podía apartar los insectos de sus ojos y de su boca frotando con las patas delanteras.

      Pero mientras Slackwater esperaba a que Bâtard levantara la cabeza, se oyó un ligero grito en el silencio del aire y se divisó a un hombre que venía corriendo por la meseta desde Sunrise y agitaba las manos. Era el tendero.

      -¡Déjenlo, muchachos! -dijo, jadeando al acercarse a ellos.

      -El pequeño Sandy y Bemardotte acaban de llegar -explicó mientras recuperaba la respiración-. Desembarcaron abajo y subieron por el atajo. Han traído a Beaver con ellos. Lo recogieron de su canoa, que estaba atrancada en un pequeño canal, con un par de agujeros de bala. El otro tipo era Klok-Kutz, el que dio una paliza de muerte a su mujer y se quitó del medio.

      -¿Lo ven? ¡Lo que les dije! -gritó Leclère, entusiasmado-. Ése es sin lugar a duda. Lo sé. Les dije la verdad.

      -Lo que hay que hacer es enseñarles modales a estos malditos indios -dijo Webster Shaw-. Se están haciendo gordos y descarados y vamos a tener que bajarles los humos. Reúne a todos los muchachos y a colgar a Beaver para que sirva de escarmiento. Ése va a ser el programa. Vayamos a ver lo que tiene que decir en su defensa.

      -¡Eh, M'sieu! -gritó Leclère cuando el grupo comenzó a desaparecer a la luz de crepúsculo en dirección a Sunrise-. Me gustaría mucho poder ver la función.

      -¡Te soltaremos cuando volvamos! -gritó Webster por encima del hombro-. Entre tanto, recapacita sobre tus pecados y los caminos de la providencia. Te hará bien, así que agradécelo.

      Y como sucede con los hombres que están acostumbrados a correr grandes riesgos, que tienen los nervios templados y mucha dosis de paciencia, así ocurría a Leclère, que se dispuso a la larga espera, es decir, que se preparó mentalmente para ello. El cuerpo no podía tener ningún alivio, porque la cuerda tirante lo obligaba a permanecer rígido y erguido. La más mínima relajación en los músculos de las piernas le incrustaban en el cuello el nudo de la tosca soga, mientras que la posición erguida le producía mucho dolor en el hombro herido. Sacaba el labio superior hacia afuera y soplaba hacia arriba de la cara para quitarse los mosquitos de los ojos. Pero la situación compensaba, después de todo, pues bien valía la pena padecer un poco físicamente a cambio de haber sido arrancado de las fauces de la muerte; lo que sí era mala suerte era que se iba a perder el ahorcamiento de Beaver.

      Y así estaba él meditando, hasta que sus ojos se tropezaron con Bâtard, dormido sobre el suelo, despatarrado y con la cabeza entre las patas delanteras. Y entonces Leclère dejó de meditar. Estudió al animal detalladamente, esforzándose por apreciar si el sueño era real o fingido. Los costados de Bâtard latían regularmente, pero a Leclère le parecía que el aire entraba y salía una pizca demasiado deprisa; también le parecía que todos sus pelos estaban en un estado de alerta y vigilancia que desmentían ese aparente sueño a pierna suelta. Habría dado su concesión de Sunrise por estar seguro de que el perro no estaba despierto, y una vez, cuando una de sus patas crujió, miró rápido y temeroso a Bâtard para ver si se alzaba. No se levantó entonces, pero más tarde lo hizo, lenta y perezosamente, se estiró y miró a su alrededor con cuidado.

      -Sacredam -dijo Leclère sin aliento.

      Tras asegurarse de que nadie lo podía ver ni oír, Bâtard se sentó, sonrió con el labio superior, levantó la vista hacia Leclère y se lamió los labios.

      -Ya ha llegado mi hora -dijo el hombre con una fuerte y sardónica carcajada.

      Bâtard se acercó, la oreja inútil colgando; la soga, agarrada hacia delante, dando muestras de una comprensión diabólica. Echó la cabeza hacia un lado burlonamente, avanzando con pasos afectados y juguetones. Frotó su cuerpo suavemente contra la caja hasta que se tambaleó una y otra vez. Leclère se balanceó con cuidado, tratando de mantener el equilibrio.

      -Bâtard -dijo despacio-. Ten cuidado. Te mataré.

      Bâtard gruñó al oír estas palabras y movió la caja con más fuerza. Después se alzó sobre las patas traseras y con las delanteras lanzó todo su peso contra la parte más alta de la caja. Leclère dio una patada, pero la soga le mordió el cuello, frenándole tan bruscamente que casi pierde el equilibrio.

      -¡Eh, tú! ¡Fuera, largo de aquí! -gritó Leclère.

      Bâtard retrocedió unos veinte pies con ligereza diabólica en su porte, que era inconfundible para Leclère. Recordó cómo el perro a menudo rompía la costra de hielo en el agujero de agua, izándose y lanzando sobre él toda la fuerza de su cuerpo, y al recordarlo comprendió lo que estaba pasando por su cabeza. Bâtard miró a su alrededor y se detuvo. Hizo una mueca, mostrando sus blancos dientes, a la que contestó Leclère, y a continuación lanzó su cuerpo con todas sus fuerzas contra la caja.

      Quince minutos más tarde, Slackwater Charley y Webster Shaw, al regresar, pudieron ver a través de la tenue luz cómo se balanceaba un péndulo fantasmagórico hacia adelante y hacia atrás. Cuando rápidamente se acercaron, reconocieron el cuerpo inerte del hombre y algo vivo que, aferrado a él, no dejaba de sacudirlo y daba lugar al balanceo.

      -¡Oye, tú! ¡Largo de ahí, «Hijo del Infierno»! -gritó Webster Shaw.

      Pero Bâtard le dirigió la mirada y le ladró amenazador, sin abrir sus mandíbulas.

      Slackwater Charley sacó el revólver, pero la mano le temblaba como si tuviera escalofríos y se le caía.

      -Toma, cógela tú -dijo, pasándole el arma.

      Webster Shaw soltó una risa seca, fijó el blanco entre los ardientes ojos y apretó el gatillo. El cuerpo de Bâtard se retorció con el impacto, golpeó el suelo espasmódicamente durante un momento, y de repente se quedó inerte. Pero sus mandíbulas continuaron apretadas con fuerza.

      (

      La cara de Juan Claverhouse era un fiel trasunto de la luna llena; ya conocen ustedes el tipo: los pómulos muy separados, la barbilla y la frente redondas, hasta confundirse con los rubicundos mofletes, y la nariz ancha y corta, como una pelota de pan aplastada en la pared, ocupando el centro de la circunferencia.

      Quizá fuera ésta la razón del odio que sentía por él; su presencia me resultaba insoportable, y lo conceptuaba como una especie de mancha sobre la tierra. He llegado a creer que mi madre, durante el embarazo, tuvo algún antojo, algún motivo de resentimiento con la luna; qué sé yo...

      Sea por lo que fuere, lo cierto es que yo lo odiaba, y no debe creerse que él, por su parte, me había dado motivo alguno, por lo menos a los ojos del mundo; pero la razón existía, no cabe duda, aunque tan oculta, tan sutil, que no encuentro palabras con que poder expresarla. Todos conocemos esta clase de antipatías instintivas; vemos por primera vez a un desconocido, a una persona cuya existencia ignorábamos y, sin embargo, en el momento de verla decimos: “No me gusta ese hombre o esa mujer”. ¿Por qué no nos gusta? ¡Ah! Lo ignoramos; no sabemos sino que es así, que nos cae antipático; eso es todo. Tal fue mi caso con Juan Claverhouse.

      ¿Con qué derecho era dichoso un hombre semejante? Nunca vi optimismo como el suyo; siempre risueño, siempre


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