Obras de Jack London. Jack London

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Obras de Jack London - Jack London


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la risa de éste, aquella risa, me irritaba, me enloquecía, me ponía furioso, fuera de mí... Era una pesadilla constante, a la que no podía sustraerme, un demonio maldito, cuyo abrazo infernal me ahogaba. ¡Qué risa! Estentórea, homérica, gargantuana; despierto o dormido, su vibrante sonar me arañaba el corazón como con las púas de un peine gigantesco. La oía al despuntar el alba, a través de los campos, y sus ecos me robaban las delicias de un plácido despertar; la oía bajo el cielo clarísimo del mediodía, cuando la Naturaleza entera parecía dormir borracha de luz y de calor, y sus “¡ja! ¡ja!” se elevaban sonoros en el silencio de los valles; y la oía en medio de la noche, en que me despertaba el irritante chasquido de aquella risa diabólica, haciéndome dar vueltas en la cama y clavarme las uñas en las palmas de las manos, en un paroxismo de rabia impotente.

      Más de una madrugada me levanté con el único objeto de desparramar sus rebaños por las campiñas sembradas, y sólo conseguí escuchar otra vez, por la mañana, su eterna risa, mientras los congregaba de nuevo en sus rediles.

      -Pobres bestezuelas -decía-. ¡No tienen culpa, al ir donde su instinto las lleva, buscando mejores pastos!...

      Tenía Claverhouse un perro que atendía por Marte , un hermoso animal, mezcla de mastín y galgo, con rasgos característicos de ambas especies. Marte, más que su perro favorito, era casi un amigo para él, y siempre se les veía juntos.

      Después de una paciente espera, llegó el día y la hora de poner en práctica mi maquinación. Con halagos atraje al animal, y un pedazo de carne con estricnina hizo el resto, aunque perdí mi tiempo y mi habilidad de una manera lastimosa, pues la risa de Juan siguió siendo tan frecuente como antes y su cara se parecía cada vez más a la luna llena.

      Entonces prendí fuego a sus trojes y a sus graneros, y a la mañana del día siguiente, que era domingo, lo encontré tan alegre como de costumbre.

      -¿Adónde va? -le pregunté cuando nos cruzamos.

      -A pescar truchas -me dijo contentísimo-; me entusiasma la pesca.

      ¿Ha existido jamás un hombre semejante? Sus trojes y sus hórreos no estaban asegurados -lo sabía-, y el incendio había convertido en humo su fortuna; pero allá iba, lleno de regocijo, en busca de una cesta de truchas, simplemente porque “le entusiasmaba la pesca”.

      Si en aquel momento hubiera visto en su cara la expresión de la pena, por poca, por ligera que ésta hubiera sido; si la cara se le hubiese alargado, perdiendo aquel aspecto de luna llena, quizá le habría perdonado el crimen de existir; pero, por el contrario, la desgracia parecía aumentar su alegría.

      Lo insulté a propio intento, y no vi en su cara signo alguno de despecho; todo lo más, un gesto de sorpresa bondadosa.

      -¿Pelearnos?... ¿Y por qué? -me preguntó con lentitud, y añadió, echándose a reír-. ¡Ja,ja! ¡Qué gracioso es usted! ¡Ja, ja!... De verdad, me hace usted muchísima gracia.

      ¿Qué hacer? La cosa era horrible, inverosímil, inaguantable... ¡Cómo lo odiaba, Dios poderoso!...

      Luego, aquel nombre: Claverhouse. ¿Por qué Claverhouse? Me hacía la pregunta mil veces. No me hubiera importado que se llamara Smith, Brown, Jones; pero... ¡Claverhouse!... ¿Es posible que exista alguien con semejante nombre? “No”, me responderán ustedes, y “no", me respondía yo mismo.

      Pensé en su hipoteca y en la imposibilidad de que la pagara, cuando sus cosechas se encontraban destruidas. Bien pronto encontré un prestamista astuto e inhumano que se quedó con todos los créditos, y aunque yo no figuré para nada en la transacción, pude, por medio de este agente, forzar el vencimiento, para tener el gusto de avisar a Claverhouse de los pocos días (ni uno más de los que marca la ley) que le restaban para abandonar la casa y la finca donde había vivido durante veinte años.

      Después fui a verlo, esperando leer, al fin, la desesperación en sus ojos; pero ¡ca!; lo encontré sonriente, con su eterna cara de contento y... ¡más parecida que nunca a la luna llena!

      Me recibió riendo a carcajadas.

      -¡Ja, ja, ja!... ¡Pero qué gracioso es este chiquillo mío! Figúrese usted que estaba jugando en la orilla del río, cuando un trozo del ribazo cayó al agua y lo salpicó, y me dice: “¡Oye, papá! ¡Un charco se ha levantado y me ha dado en la cabeza!..."

      Y se detuvo, aguardando, sin duda, a que yo me echara a reír.

      -Pues no veo la gracia -le contesté con brusquedad y sintiendo que la cara se me agriaba por momentos.

      Me miró con asombro, y luego empezó a extenderse por la suya el resplandor suave de que les he hablado, y que la tornaba casi luminosa:

      De nuevo empezó a reír:

      -¡Ja, ja!... ¡Esto sí que está bueno!... ¡Que no le ve la gracia!... ¡Ja, ja, ja!... ¡Que no se la ve!... Pero, venga usted acá, venga usted acá; usted ya sabe que los charcos...

      No lo dejé terminar; di media vuelta y me marché. ¡Era el colmo! ¡Ya no podía resistirlo! Se hacía indispensable acabar de una vez; era preciso libertar al mundo de semejante monstruo...

      Y mientras subía lentamente la colina, su risa maldita me perseguía, resonante siempre, siempre...

      R

      Me precio de hacer las cosas bien, y cuando resolví matar a Claverhouse estaba dispuesto a hacerlo en forma tal y con tal habilidad, que el recuerdo de mi acción no pudiera avergonzarme nunca. Declaro que aborrezco la torpeza y que siempre me inspiró antipatía la violencia y la fuerza bruta. Matar a un hombre a puñetazos, por ejemplo, tiene todos los caracteres del vandalismo, y me repugna hasta pensar en ello; de modo que la idea de disparar un tiro, clavar un puñal o asestar un golpe ni siquiera entró en mis cálculos; además, no sólo era cuestión de hacerlo bien, científicamente: quedaba por resolver la indispensable forma de evitar que pudieran recaer sospechas sobre mí.

      Pensé mucho en ello, y por fin, tras una semana de trabajo mental, encontré lo que buscaba, y me dispuse a poner en obra mi pensamiento.

      Empecé por comprar una perra de aguas de cinco meses, y me dediqué en cuerpo y alma a inculcarle la educación necesaria. Si alguien me hubiera observado con atención, pronto se hubiera dado cuenta de que sólo la adiestraba en devolverme las cosas que yo arrojaba lejos de mí.

      La perra, a la que di el nombre de Belona, me traía los palos que le tiraba al agua, y no solamente me los traía, sino que lo efectuaba en seguida, sin vacilar, morderlos ni jugar con ellos. Le enseñé a correr detrás de mí con un objeto en la boca, hasta alcanzarme, y como se trataba de un animal listo y despierto, pronto tuve el gusto de ver que mis lecciones fueron bien aprovechadas.

      En la primera ocasión favorable regalé el animal a mi enemigo, y al hacerlo, como se comprenderá, llevaba mi idea, pues de antiguo conocía su flaqueza y su hábito inveterado de infringir cierta ley de pesca.

      -No -me dijo cuando le puse la traílla en la mano-, no, esto no es en serio, ¿verdad? -y se reía, con su risa ridícula, que le retozaba por toda la cara mofletuda y reluciente-. Yo... yo... pensaba... Vamos, creía, creía que... no le era a usted muy simpático -continuó el imbécil-. ¿Verdad que tiene gracia que haya vivido equivocado, eh?

      Y reía, reía hasta desternillarse. ¡Canalla!

      -¿Cómo se llama? -me preguntó.

      -Belona.

      -¿Belona? ¡Ja, ja! ¡Qué nombre más raro!

      Rechinando los dientes, que su estúpida alegría me ponía de punta, le contesté:

      -Belona era la esposa de Marte.

      -¡Ah, ya comprendo, comprendo! Sí, claro, Marte se llamaba mi perro. Bueno, pues... ¡se ha quedado viuda esta Belona!

      Ya estaba bien lejos de la cuesta, y todavía llegaban a mí sus carcajadas.

      Pasó la semana, y el sábado le dije:

      -Se marcha usted el lunes, ¿no?

      -Sí


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