Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka


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un vaso para beber agua, o a fin de llevar un recado de la madre. A veces, en esa actitud complicada, a un costado del aparador, escribía ella una carta, y buscaba sus inspiraciones en el rostro de Karl. A veces tenía los ojos cubiertos con una mano; ninguna palabra que le dirigiera llegaba entonces hasta ella. Otras veces permanecía arrodillada en su estrecho cuartito pegado a la cocina y dirigía sus rezos a un crucifijo de madera; Karl la observaba entonces con timidez, sólo al pasar, por la rendija de su puerta un poco entreabierta. A veces corría y saltaba por la cocina y, con risa de bruja, retrocedía de pronto sobresaltada si Karl le interceptaba el paso. A veces cerraba la puerta de la cocina después de haber entrado Karl y retenía el picaporte en la mano hasta que él pedía salir. A veces iba y traía cosas que él ni siquiera deseaba, y sin decir palabra se las ponía en las manos. Y cierta vez dijo: «Karl», y lo condujo, entre muecas y suspirando, en medio de su asombro por tan inesperada manera de apostrofarlo, a su cuartito, que cerró con llave. Estrangulándolo, se colgó de su cuello en un abrazo, y mientras le rogaba que la desnudase, en realidad lo desnudó a él y lo acostó en su cama, como si a partir de ese momento ya no quisiera dejárselo a nadie y sólo anhelase acariciarlo y cuidarlo hasta el fin del mundo.

      —¡Karl, oh Karl mío! —exclamó como si lo viese y se confirmase a sí misma su posesión, mientras que él no veía absolutamente nada, sintiéndose incómodo entre tantas sábanas y almohadas calientes que ella parecía haber amontonado expresamente para él.

      Luego se acostó también ella a su lado; quería saber de él quién sabe qué secretos, pero él no tenía ninguno que contarle y ella se disgustaba, en broma o en serio; lo sacudía, auscultaba el latido de su corazón, y ofrecía su pecho para una auscultación similar, pero no consiguió inducir a Karl a que lo hiciera; apretó su vientre desnudo contra el cuerpo del muchacho y buscó tan asquerosamente con la mano entre sus piernas que Karl, agitándose, trataba de sacar la cabeza y el cuello fuera de las almohadas; empujó luego el vientre algunas veces contra él, que se sintió invadido por la sensación de que ella formaba parte de su propio ser, y quizá fue ése el motivo del tremendo desamparo que entonces le embargó. Llorando se llegó finalmente a su propia cama, después de haber escuchado los repetidos deseos que ella manifestó de que volvieran a verse.

      Esto había sido todo y, no obstante, el tío se las arreglaba para hacer de ello una gran historia. Y por lo visto la cocinera había pensado realmente en él y le había comunicado al tío su llegada. Esto era una bella acción de su parte y seguramente algún día él se la recompensaría.

      —Y ahora —exclamó el senador— quiero que me digas tú francamente si soy o no tu tío.

      —Eres mi tío —dijo Karl besándole la mano y recibiendo en cambio un beso en la frente—. Estoy muy contento de haberte encontrado, pero te equivocas si crees que mis padres sólo dicen cosas malas de ti. Pero aun aparte de eso, algunos errores se deslizaron en tu discurso, es decir, no todo ha sucedido así en la realidad. Pero, verdaderamente, no es posible que desde aquí juzgues las cosas a la perfección, y creo además que no traerá grandes perjuicios el que los señores hayan sido informados un tanto inexactamente acerca de los pormenores de un asunto que, en verdad, no puede importarles gran cosa.

      —Bien dicho —repuso el senador; llevó a Karl ante el capitán, el cual asistía a esta escena con visible interés, y preguntó—: ¿No tengo acaso un magnífico sobrino?

      —Me siento dichoso —dijo el capitán con una de esas reverencias que sólo logran las personas educadas en la disciplina militar— de haber conocido a su sobrino, señor senador. Es un honor especial para mi barco el haber podido ser escenario de un encuentro semejante. Pero el viaje en el entrepuente ha sido seguramente muy duro. Sí, sí, ¡si pudiera uno saber a quién lleva ahí! Bien, nosotros hacemos todo lo posible por aliviar el viaje, en cuanto podemos, a la gente del entrepuente; mucho más, por ejemplo, que las empresas americanas; pero conseguir que un viaje en tales condiciones sea un placer, por cierto, aún no lo hemos logrado.

      —Pues no me ha perjudicado —dijo Karl.

      —¡No lo ha perjudicado! —repitió el senador riéndose estrepitosamente.

      —Sólo me temo que mi baúl lo haya perdi... —y al decir esto se acordó de todo lo que había sucedido y de lo que aún quedaba por hacer. Echó una mirada en su derredor y vio a todos los presentes, mudos de atención y asombro, en sus lugares de antes, fijas en él sus miradas. Sólo a los empleados portuarios se les notaba, por cuanto dejaban traslucir sus rostros severos, satisfechos, que lamentaban haber llegado en tiempo tan inoportuno, y el reloj de bolsillo que ahora tenían delante, sobre la mesa, les importaba seguramente más que todo lo que ocurría en el cuarto y, tal vez, aun de lo que estaba por suceder.

      El primero en expresar sus sentimientos, después del capitán, fue, hecho curioso, el fogonero.

      —Le felicito a usted de todo corazón —dijo dándole a Karl un fuerte apretón de manos, con lo cual quería expresar también algo así como un reconocimiento. Cuando luego quiso dirigirse, con las mismas palabras, al senador, éste retrocedió como si el fogonero se propasara en sus derechos; y en efecto, el fogonero desistió en seguida.

      Pero ya los demás se habían dado cuenta de lo que había que hacer y acto seguido rodearon desordenadamente a Karl y al senador. Así sucedió que Karl hasta fue felicitado por Schubal y recibió y agradeció esta felicitación. Los últimos en acercarse, ya restablecida la tranquilidad, fueron los empleados portuarios, quienes dijeron dos palabras en inglés, cosa que causó una impresión ridícula.

      El senador se mostró de muy buen humor y saboreó plenamente ese placer, acordándose de momentos menos importantes y evocándolos ante los demás, lo que naturalmente no sólo fue tolerado, sino hasta celebrado con interés por todos. Así hizo notar el que hubiera apuntado en su libreta, por si eventualmente las necesitara en el momento dado, las señas personales más destacadas de Karl, mencionadas en la carta de la cocinera. Ahora bien, durante la charla insoportable del fogonero él había sacado su libreta con el único fin de distraerse, y había tratado de relacionar, en una especie de juego, las observaciones de la cocinera, cuya exactitud no era precisamente como para uso policíaco con el aspecto de Karl.

      —¡Y de esta manera encuentra uno a su sobrino! —concluyó en un tono especial como si de nuevo quisiera recibir felicitaciones.

      —¿Qué le sucederá ahora al fogonero? —preguntó Karl al margen del último relato de su tío. Él creía que, en su nueva posición, podía decir abiertamente todo lo que pensaba.

      —Al fogonero le sucederá lo que se merece —dijo el senador— y lo que el señor capitán considere justo. Yo creo que ya estamos hartos y más que hartos de ese fogonero, y en esto seguramente estarán de acuerdo conmigo todos los señores aquí presentes.

      —Es que no es eso lo que importa, tratándose de una cuestión de justicia —dijo Karl. Hallábase de pie entre el tío y el capitán y, quizás influido por tal situación, creyó que ya tenía la decisión en sus manos.

      Y, sin embargo, el fogonero ya no parecía abrigar ninguna esperanza. Tenía metidas las manos, a medias, en el cinturón de los pantalones que, junto con una raya de su camisa de fantasía, se había salido a causa de sus ademanes agitados. Esto no le preocupaba en absoluto; él había contado todas sus penas, ¡que vieran, pues, ahora también esos pocos harapos que llevaba sobre su cuerpo, y luego que lo echaran afuera! A él se le ocurría que el ordenanza y Schubal, los dos de categoría inferior entre todos los presentes, tenían que hacerle este último favor. Schubal se quedaría tranquilo entonces y ya no se desesperaría, según había expresado el cajero mayor. El capitán podría contratar sólo a rumanos, en todas partes se hablaría el rumano y tal vez todo marcharía realmente mejor. Ya ningún fogonero iría con su charla a la caja principal, sólo esta última charla suya quedaría en el recuerdo, en un recuerdo bastante grato, ya que, tal como el senador lo había destacado expresamente, había sido el motivo indirecto para reconocer a su sobrino. Por otra parte, ya antes ese sobrino repetidas veces había tratado de serle útil, demostrándole así por anticipado su gratitud, más que suficiente, por el servicio que le prestó con motivo del reconocimiento; no se le ocurría


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