Franz Kafka: Obras completas. Franz Kafka

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Franz Kafka: Obras completas - Franz Kafka


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la mirada a Karl, pero por desgracia no quedaba en aquel cuarto, lleno de enemigos, otro sitio donde pudieran reposar sus ojos.

      —No entiendas mal la situación —dijo el senador a Karl—, tal vez se trate de una cuestión de justicia; pero al mismo tiempo es una cuestión de disciplina. Ambas cosas, y especialmente esta última, quedan sometidas en este caso al criterio del señor capitán.

      —Así es —murmuró el fogonero. Los que lo notaron y lo conocían sonrieron extrañados.

      —Y por otra parte, de seguro ya hemos molestado tanto al señor capitán en sus negocios, los cuales precisamente con la llegada a Nueva York se acumulan sin duda de manera increíble, que ya es hora, y más que hora, de que abandonemos el barco, a fin de no convertir, para colmo, con nuestra intromisión del todo innecesaria, esta riña insignificante entre dos maquinistas en un acontecimiento. Por lo demás, entiendo plenamente tu manera de obrar, querido sobrino; pero precisamente esta comprensión me confiere el derecho de apartarte con premura de este lugar.

      —En seguida pondré a su disposición una lancha —dijo el capitán, sin hacer la menor objeción (cosa que desconcertó a Karl) a las palabras del tío que, sin duda, podían interpretarse como un menoscabo de sí mismo.

      El cajero mayor se precipitó presuroso sobre el escritorio donde estaba el teléfono y transmitió la orden del capitán al contramaestre.

      «El tiempo apremia —díjose Karl—, pero no puedo hacer nada sin ofender a todo el mundo. No puedo abandonar ahora a mi tío, cuando éste apenas ha vuelto a encontrarme. El capitán es cortés, es cierto; pero eso es todo. Tratándose de la disciplina, su cortesía se acaba, y seguramente mi tío ha hablado a gusto del capitán. A Schubal no quiero hablarle; hasta siento haberle dado la mano. Y todos los demás que aquí se encuentran no son sino cáscaras vacías.»

      Y lentamente, sumido en tales pensamientos, fue hacia el fogonero, le sacó la mano derecha del cinturón y la mantuvo, jugando, con la suya.

      —¿Por qué no dices nada? —preguntó—. ¿Por qué toleras esto?

      El fogonero sólo frunció el ceño, como si buscara la expresión adecuada para lo que tenía que decir. Por toda respuesta, bajó la mirada hacia la mano de Karl y la suya.

      —Has sido víctima de una injusticia como ningún otro del barco; de esto no me cabe la menor duda.

      Y Karl hacía pasar sus dedos, una y otra vez, por entre los del fogonero, y éste miraba en torno suyo con los ojos brillantes, como si experimentase un gozo que a pesar de todo, nadie tenía el derecho de tomarlo a mal.

      —Pero debes defenderte, decir sí o no; pues de otra manera la gente no tendrá ninguna idea de la verdad. Tienes que prometerme que me obedecerás, pues yo mismo (sobrados motivos tengo para temerlo) ya no podré ayudarte en nada. —Y entonces Karl lloró, besando la mano del fogonero, y cogió esa mano agrietada, casi sin vida, y la apretó contra su mejilla como si fuese un tesoro al que era necesario renunciar. Pero ya se hallaba junto a él su tío el senador y, si bien forzándolo sólo muy suavemente, lo quitó de allí.

      —El fogonero parece haberte hechizado —dijo mirando por encima de la cabeza de Karl, lleno de comprensión, hacia el capitán—. Te sentías abandonado, encontraste al fogonero y ahora sientes gratitud para con él: esto es muy loable. Pero, aunque sólo sea por mí, no extremes estas cosas y aprende a comprender tu posición.

      Delante de la puerta prodújose un tumulto, oyéronse exclamaciones y hasta parecía que alguien fuera brutalmente empujado contra la puerta. Entró un marinero de aspecto un tanto salvaje que tenía puesto un delantal de muchacha.

      —Hay gente afuera —exclamó dando un empujón con el codo, como si todavía se hallara en medio del gentío. Finalmente se recobró y quiso hacer el saludo militar ante el capitán; reparó entonces en el delantal de muchacha, se lo arrancó de un tirón, lo arrojó al suelo y exclamó—: Pero esto es asqueroso, me han atado un delantal de muchacha.

      Luego, no obstante, juntó los talones e hizo el saludo militar. Alguien intentó reírse, pero el capitán dijo severamente:

      —Esto sí que se llama buen humor. ¿Y quién está afuera?

      —Son mis testigos —dijo Schubal adelantándose—; le ruego con toda humildad perdone usted su conducta indebida. Éstos, en cuanto tienen la travesía del mar a sus espaldas, se comportan a veces como locos.

      —¡Llámelos usted inmediatamente! —ordenó el capitán y, volviéndose acto seguido hacia el senador, dijo en tono amable aunque rápido—: Ahora tenga usted la bondad, estimado señor senador, de seguir con su señor sobrino a este marinero, quien los conducirá hasta la lancha. Sin duda no es necesario que exprese yo verbalmente qué grande ha sido el placer y el honor de conocerle personalmente a usted, señor senador. Sólo deseo tener bien pronto la oportunidad de reanudar con usted, señor senador, nuestra conversación interrumpida acerca de las condiciones de la escuadra norteamericana, y que entonces, ¡ojalá!, seamos interrumpidos una vez más de manera tan agradable como hoy.

      —Por el momento me basta con este sobrino— dijo el tío riendo. Y ahora quiero expresarle a usted mi sincero agradecimiento por su amabilidad; y que lo pase usted bien. Y ciertamente no sería imposible que nosotros —y atrajo a Karl cordialmente contra sí—, con motivo de nuestro próximo viaje a Europa, nos encontráramos por más tiempo con usted.

      —Pues me alegraría muchísimo —dijo el capitán.

      Ambos señores se estrecharon las manos; Karl apenas tuvo tiempo de estrechar la del capitán, fugaz y mudamente, pues éste ya se ocupaba de la gente (serían unos quince) que conducida por Schubal entraba en el salón con bastante alboroto, aunque embargada por cierta turbación. Parecía que esa gente, de carácter por otra parte más bien manso, viera una broma en la riña de Schubal con el fogonero, una broma cuya ridiculez no cesaba siquiera ante el mismo capitán. Karl vio entre ellos también a la ayudanta de cocina Line, la cual, guiñándole un ojo alegremente, se ataba el delantal arrojado por el marinero, pues era el suyo.

      Siguiendo siempre al marinero abandonaron la oficina y doblaron hacia un pequeño pasillo que a los pocos pasos los llevó hasta una puertecilla, desde la cual una escalera corta conducía a la lancha preparada para ellos. Su conductor bajó inmediatamente, y de un salto, a la lancha; y los marineros que había en ella se levantaron e hicieron el saludo militar. Precisamente estaba el senador indicando a Karl que bajara con cuidado cuando éste hallándose todavía en el más alto de los escalones, prorrumpió en violento llanto. El senador puso su mano derecha bajo el mentón de Karl, y estrechándolo contra sí, lo acarició con la mano izquierda. Así descendieron con lentitud escalón por escalón y entraron estrechamente enlazados en la lancha, donde el senador eligió un buen sitio para Karl, justo frente al suyo.

      A una señal del senador, los marineros se apartaron del barco, con un empujón, y entraron inmediatamente en plena labor. Apenas se hubieron alejado del barco unos metros, descubrió Karl, en forma inesperada, que se hallaban precisamente de aquel costado del barco al que daban las ventanas de la caja principal. Esas tres ventanas estaban por completo ocupadas por los testigos de Schubal, que saludaban y hacían señas muy amablemente; el propio tío agradeció su saludo, y uno de los marineros dio muestras de gran habilidad arrojando con la punta de los dedos un beso hacia arriba, sin interrumpir realmente el ritmo uniforme de los golpes de remo. Era, en verdad, como si ya no existiese fogonero alguno. Karl se puso a contemplar más detenidamente a su tío con cuyas rodillas casi se rozaban las suyas, y le acometieron dudas sobre si este hombre podría alguna vez llegar a reemplazar, para él, al fogonero. Pero el tío esquivó su mirada y se quedó mirando las olas que se mecían en torno a la lancha.

      R

      El tío

      Bien pronto se acostumbró Karl, en casa del tío, a las nuevas condiciones. Mas era cierto también que el tío, aun en las cosas más insignificantes, acudía siempre amablemente en su ayuda, y jamás tuvo Karl que pasar por el escarmiento


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