Sigmund Freud: Obras Completas. Sigmund Freud

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Sigmund Freud: Obras Completas - Sigmund Freud


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un profundo dolor ante su muerte, llevan en su inconsciente deseos hostiles a ellos procedentes de épocas anteriores, y estos deseos pueden hallar en sueños su realización. Resulta especialmente interesante observar la conducta de los niños pequeños -de tres años o aún menores- con ocasión del nacimiento de un hermanito. El primogénito, que ha monopolizado hasta este momento todo el cariño y los cuidados de sus familiares, pone mala cara al oír que la cigüeña ha traído otro niño, y luego, al serle mostrado el intruso, lo examina con aire disgustado y exclama decididamente: «¡Yo quiero que la cigüeña vuelva a llevárselo!».

      A mi juicio, se da el niño perfecta cuenta de todos los inconvenientes que la presencia del hermanito le ha de traer consigo. De una señora a la que me unen lazos de parentesco y que en la actualidad se lleva a maravilla con su hermana, cuatro años más joven que ella, sé que al recibir la noticia de la llegada de otra niña exclamó, previniéndose: «Pero ¿no tendré que darle mi gorrita encarnada?» Si por azar se cumple cualquiera de estas prevenciones que en el ánimo de los niños despierta el nacimiento de un hermanito, ella constituirá el punto de partida de una duradera hostilidad. Conozco el caso de una niña de menos de tres años que intentó ahogar en su cuna a un hermanito recién nacido, de cuya existencia no esperaba, por lo visto, nada bueno. Queda así demostrado por esta y otras muchas observaciones coincidentes, que los niños de esta edad pueden experimentar ya, y muy intensamente, la pasión de los celos. Y cuando el hermanito muere y recae de nuevo sobre el primogénito toda la ternura de sus familiares, ¿no es lógico que si la cigüeña vuelve a traer otro competidor surja en el niño el deseo de que sufra igual destino para recobrar él la tranquila felicidad de que gozó antes del nacimiento y después de la muerte del primero?. Naturalmente, esta conducta del niño con respecto a sus hermanos menores no es en circunstancias normales sino una simple función de la diferencia de edad. Al cabo de un cierto espacio de tiempo despiertan ya en la niña los instintos maternales con respecto al inocente recién nacido.

      De todos modos, los sentimientos de hostilidad contra los hermanos tienen que ser durante la infancia mucho más frecuentes de lo que la poco penetrante observación de los adultos llega a comprobar.

      En mis propios hijos, que se sucedieron rápidamente, he desperdiciado la ocasión de tales observaciones, falta que ahora intento reparar atendiendo con todo interés a la tierna vida de un sobrinito mío, cuya dichosa soledad se vio perturbada al cabo de quince meses por la aparición de una competidora. Sus familiares me dicen que el pequeño se aporta muy caballerosamente con su hermanita, besándole la mano y acariciándola; pero he podido comprobar que antes de cumplir los dos años ha comenzado a utilizar su naciente facultad de expresión verbal para criticar a aquel nuevo ser, que le parece absolutamente superfluo. Siempre que se habla de la hermanita ante él interviene en la conversación, exclamando malhumorado: «¡Es muy pequeña!» Luego, cuando el espléndido desarrollo de la chiquilla desmiente ya tal crítica, ha sabido hallar el primogénito otro fundamento en que basar su juicio de que la hermanita no merece tanta atención como se le dedica, y aprovecha toda ocasión para hacer notar que «no tiene dientes». De otra sobrinita mía recordamos todos que, teniendo seis años, abrumó durante media hora a sus tías con la pregunta: «¿Verdad que Lucía no puede entender aún estas cosas?» Lucía era una hermanita suya, dos años y medio menor que ella.

      En ninguna de mis enfermas he dejado de hallar sueños de este género, correspondientes a una intensa hostilidad contra sus hermanos. Un único caso, que pareció presentarse al principio como excepción, demostró a poco no ser sino confirmación de la regla. Habiendo interrogado a una paciente sobre estos extremos, recibí, para mi asombro, la respuesta de que jamás había tenido tal sueño. Pero momentos después recordó uno que aparentemente carecía de relación con los que nos ocupan y que había soñado por primera vez a los cuatro años, siendo la menor de las hermanas, y luego repetidas veces. «Una multitud de niños, entre los que se hallaban todos sus hermanos, hermanas, primos y primas, juegan en una pradera. De repente les nacen alas, echan a volar y desaparecen.» La paciente no tenía la menor sospecha de la significación de este sueño, mas para nosotros no resulta nada difícil reconocer en él un sueño de muerte de todos los hermanos en la forma original escasamente influida por la censura. Así, creo poder construir el análisis siguiente: la sujeto vivía con sus hermanos y sus primos, con ocasión de la muerte de uno de ellos, acaecida cuando aún no había cumplido ella cuatro años, debió de preguntar a alguno de sus familiares qué era de los niños cuando morían. La respuesta debió de ser que les nacían alas y se convertían en ángeles, aclaración que el sueño aprovecha, transformando en ángeles a todos los hermanos, y lo que es más importante, haciéndolos desaparecer. Imaginemos lo que para la pequeña significaría ser la única superviviente de toda la familia caterva infantil. La imagen de los niños jugando en una pradera antes de desaparecer volando se refiere, sin duda, al revolotear de las mariposas, como si la niña hubiese seguido la misma concatenación de ideas que llevó a los antiguos a atribuir a Psiquis alas de mariposa.

      Quizá opongan aquí algunos de mis lectores la objeción de que aun aceptando los impulsos hostiles de los niños contra sus hermanos, no es posible que el espíritu infantil alcance el grado de maldad que supone desear la muerte a sus competidores, como si no hubiera más que esta máxima pena para todo delito. Pero los que así piensan no reflexionan que el concepto de «estar muerto» no tiene para el niño igual significación que para nosotros. El niño ignora por completo el horror de la putrefacción, el frío del sepulcro y el terror de la nada eterna, representaciones todas que resultan intolerables para el adulto, como nos lo demuestran todos los mitos «del más allá». Desconoce el miedo a la muerte, y de este modo juega con la terrible palabra amenazando a sus compañeros. «Si haces eso otra vez te morirás, como se murió Paquito», amenaza que la madre escucha con horror, sabiendo que más de la mitad de los nacidos no pasan de los años infantiles. De un niño de ocho años sabemos que al volver de una visita al Museo de Historia Natural dijo a su madre: «Te quiero tanto, que cuando mueras mandaré que te disequen y te tendré en mi cuarto para poder verte siempre.» ¡Tan distinta es de la nuestra la infantil representación de la muerte!.

      «Haber muerto» significa para el niño, al que se evita el espectáculo de los sufrimientos, de la agonía, tanto como «haberse ido» y no estorbar ya a los supervivientes, sin que establezca diferencia alguna entre las causas -viaje o muerte- a que la ausencia pueda obedecer. Cuando en los años prehistóricos de un niño es despedida su niñera y muere a poco su madre, quedan ambos sucesos superpuestos para su recuerdo dentro de una misma serie, circunstancia que el análisis nos descubre en gran número de casos. la poca intensidad con que los niños echan de menos a los ausentes ha sido comprobada, a sus expensas, con muchas madres, que al regresar de un viaje de algunas semanas oyen que sus hijos no han preguntado ni una sola vez por ellas. Y cuando el viaje es a «aquella tierra ignota de la que jamás retorna ningún viajero» los niños parecen, al principio, haber olvidado a su madre, y sólo posteriormente comienzan a recordarla.

      Así, pues, cuando el niño tiene motivos para desear la ausencia de otro carece de toda retención que pudiese apartarla de dar a dicho deseo la forma de la muerte de su competidor, y la reacción psíquica al sueño de deseo de muerte prueba que, no obstante las diferencias de contenido, en el niño es tal deseo idéntico al que en igual sentido puede abrigar el adulto.

      Pero si este infantil deseo de la muerte de los hermanos queda explicado por el egoísmo del niño, que no ve en ellos sino competidores, ¿cómo explicar igual optación con respecto a los padres, que significan para él una inagotable fuente de amor y cuya conservación debiera desear, aun por motivos egoístas, siendo como son los que cuidan de satisfacer sus necesidades?

      La solución de esta dificultad nos es proporcionada por la experiencia de que los sueños de este género se refieren casi siempre, en el hombre, al padre, y en la mujer, a la madre; esto es, al inmediato ascendiente de sexo igual al del sujeto. No constituye esto una regla absoluta, pero sí predomina suficientemente para impulsarnos a buscar su explicación en un factor de alcance universal. En términos generales, diríamos, pues, que sucede como si desde edad muy temprana surgiese una preferencia sexual; esto es, como si el niño viviese en el padre y la niña en la madre, rivales de su amor, cuya desaparición no pudiese serles sino ventajosa.

      Antes


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