Viejos rencores. Lilian Darcy

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Viejos rencores - Lilian Darcy


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      ¿Es que todavía después de tantos años se tomaba de forma personal no haberlo reformado como en sus tontas fantasías adolescentes?

      Pero no, no podía reírse de eso. El que un doctor tomara drogas era un asunto muy serio. Luke había sido salvaje, pero no, seguramente no del tipo de los que abusaran de su profesión de tal manera.

      Siguió hablando con cuidado de mantener un tono neutral:

      –¿No será que has hablado con la gente equivocada?

      –Quizá –su colega se encogió de hombros. No parecía interesarle aquel rumor en concreto–. Debo decir que en las dos ocasiones que nos hemos visto, no he observado ningún síntoma de nada.

      –Bueno, debo llamar o pasarme para ponerme en contacto con él –murmuró en voz alta–. Parece que hubo una cierta rivalidad entre papá y el viejo señor Wilde hace veinte años, pero ahora es una tontería. Hay suficiente sitio en la ciudad para dos médicos. Deberíamos ser amigos… o amistosos colegas, al menos. Estoy segura de que ese asunto de drogas…

      –¡Oh, sin duda! ¡Todo se exagera en un pueblo pequeño como este! No me gustaría saber lo que cuentan de mí –Preston había terminado el café y se removía inquieto–. Ahora, si no te importa, quiero irme a Nueva York esta tarde. Empezaré en una bonita consulta de dermatología de Manhattan el lunes y tengo que ponerme al tanto de la consulta.

      –Claro –asistió ella.

      Francesca veía que él ya miraba hacia el futuro borrando de su vida a Darrensberg y a sus ciudadanos.

      Aquel tiempo le había dado tres meses de empleo entre dos trabajos de verdad, así como un poco de diversión, pero eso era todo.

      Y no es que pudiera culparle por sentir aquello. En su puesto de interino, nadie se involucraría seriamente. Darrensberg contenía su futuro profesional, no el de él. Y evidentemente contenía el futuro profesional de Luke Wilde también. Seguía encontrándolo difícil de creer.

      La consulta del viejo doctor Wilde y su residencia estaban a sólo media manzana de la consulta Brady, pero la de su padre estaba más cerca del centro del pueblo, así que Francesca y Preston no tuvieron que pasar por delante al volver del restaurante. La gran casa victoriana de los Wilde estaba un poco apartada de la calle también, así que aunque miró de soslayo no pudo ver nada.

      –La única cosa que te envidio –dijo Preston al avanzar a lo largo del costado de la casa hasta la entrada de la consulta–, es esta casa. Yo estaré viviendo en un apartamento de una sola habitación de Manhattan desde esta misma noche.

      –Sí, siempre me ha encantado.

      Como la casa de los Wilde, la suya era una mansión imponente del siglo pasado cuando la madera de los magníficos bosques que cubrían las montañas Adirondach, habían hecho al pueblo próspero.

      En la actualidad, Darrensberg era menos próspero, pero mucho más habitable y el dinero provenía del turismo: esquí en invierno y naturaleza y deportes acuáticos en el río Hudson y los numerosos lagos de la región en verano.

      La mayoría de los edificios victorianos se conservaban en pie. Algunos habían sido reconvertidos en hostales y restaurantes, como el de los Gables donde acababan de comer, pero otros seguían teniendo negocios como el de su casa y por desgracia, unos cuantos, estaban a punto de desmoronarse cualquier día.

      De todas aquellas casas, la casa Brady era la favorita de Francesca, en parte porque era la suya y en parte porque sus padres la habían conservado muy bien con el transcurso de los años.

      El otoño anterior, antes del infarto de su padre, había mandado pintar toda la casa con los últimos colores de diseño, había actualizado la caldera y había remodelado por completo la cocina, lijado los suelos y reparado un par de puntos débiles del precioso tejado de pizarra. Aparentemente había habido problemas: el primer contratista se había arruinado y no había terminado el trabajo ya pagado y su padre se había sentido obligado a supervisar al segundo contratista con extremo cuidado.

      –Lo que fue demasiado para él –había comentado su madre en el hospital–. Quizá si no hubiera tenido todo ese estrés, el corazón le hubiera aguantado. Y simplemente fue incapaz de delegar. Ya lo conoces. No puede creer que los demás sean competentes y honrados a la vez y cuando pasa algo como lo de ese horrible hombre de la cocina, encima se lo confirma.

      Las manos temblorosas de su madre se habían extendido con impotencia y Francesca se había temido por la salud de su padre tanto como por la de ella.

      –¡No le dejes preocuparse por la consulta, Francesca! –había rogado la señora Brady–. Si empieza a hablar de ello, córtale. Dile que ya está todo solucionado. Y recuérdale que ahora estás más cualificada tú de lo que está él.

      Y lo había tenido que hacer. Durante los pasados meses había tenido montones de llamadas desde Florida, donde sus padres habían fijado su residencia permanente en el apartamento de vacaciones. Había sido una etapa difícil y ahora que había conocido al doctor Stock comprendía que su padre había tomado las decisiones bajo las peores circunstancias.

      «Debería haber buscado yo misma al suplente», pensó arrepentida.

      Preston y ella llegaron a la entrada de la sala de espera al mismo tiempo y los dos se quedaron indecisos. Francesca ganó y eso le pareció significativo. ¡Aquel era el momento en que definitivamente se había hecho cargo!

      Preston hojeó el cuaderno de citas y recordó a algunos pacientes más de los que debía comentarle cosas, actualizó el contenido del botiquín así como los méritos de algunos representantes farmacéuticos que acudían de forma regular y le señaló el horario de atención al público. En aquello, parecía haber seguido los procedimientos de su padre al pie de la letra, pero ella pensaba introducir algunos cambios. Quería imponer su propia estampa en la consulta.

      Entonces Preston dio:

      –Y aquí estás las llaves. Probablemente las recordarás y la forma en que abren. Esas cosas infantiles van primero.

      –¿Cómo los fantasmas? –no pudo evitar decir ella.

      –Como los fantasmas. Ahora, ya tienes mi dirección de Nueva York por si necesitas algo. ¿Te importa que me vaya ya?

      –No. Como bien has dicho, te puedo llamar si te necesito y yo también tengo que empezar a desempaquetar.

      Ella acababa de llegar esa misma mañana. Había enviado sus posesiones más pesadas el día anterior y se había llevado lo más ligero en el coche con ella.

      Preston Stock se despidió por última vez y le dijo que se mantuviera en contacto como si temiera que no fuera a dejar de llamarlo durante las dos semanas siguientes.

      Entonces desapareció dejándola enfrentarse en silencio a aquella gran casa victoriana y a la imagen de sus cosas apiladas en el imponente recibidor.

      Debería ponerse directamente a ello. Debería, pero no lo hizo. Se sentía bastante inquieta y se estuvo paseando por la casa más de media hora, admirando la nueva pintura, redescubriendo las habitaciones familiares y fijándose en los muebles que habían dejado sus padres y en los que se habían llevado a Florida.

      Preston había atendido a las citas de esa mañana y no tenía más pacientes hasta el lunes o sea que le sobraba tiempo. Y de repente se le ocurrió pensar si Luke Wilde estaría en casa.

      Podría ir a verlo. En ese mismo momento. Podría presentarse y examinar al hombre que sin razón, con un poco de suerte, atraía tan desagradables comentarios. Enterraría la antigua rivalidad profesional entre Brady y Wilde y empezaría a forjar una relación profesional positiva y productiva con su nuevo colega y su antiguo amor.

      Sonrió ante aquella idea sintiendo la fuerza de su nueva posición allí y del indulgente orgullo ante la primorosa y tímida muchacha que había sido y que se había permitido tener fantasías tan apasionadas. ¡Luke se hubiera reído a carcajadas si lo hubiera sabido! Y ella se hubiera muerto


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