El hotel de cristal. Emily St. John Mandel

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El hotel de cristal - Emily St. John Mandel


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mano de Larry y siguió a su equipaje por el camino hacia la impresionante entrada del hotel, el vestíbulo y la recepción, donde Raphael esperaba con una sonrisa de conserje. Después de las presentaciones, de la cena y del papeleo, Walter por fin se encontró en una suite en la última planta del edificio destinado al personal, cuyas ventanas y terraza daban a las copas de los árboles. Cerró las cortinas contra la oscuridad y pensó en lo que había dicho Raphael acerca de que el hotel existía fuera del tiempo y del espacio. Hay tanta felicidad en una huida con éxito…

      Hacia el final de su primer año en Caiette, Walter se dio cuenta de que allí era más feliz de lo que había sido jamás, pero en las horas posteriores a la aparición del grafiti, el bosque exterior parecía oscuro de nuevo y las sombras, densas y palpitantes de amenazas. ¿Quién había salido del bosque para escribir ese mensaje en la ventana? «El mensaje estaba escrito en el vidrio al revés —anotó Walter en el informe sobre el incidente—, lo que sugiere que se hizo así para que se leyera desde el vestíbulo».

      —Me gusta lo claro que es el informe —lo felicitó Raphael cuando Walter entró en su despacho la tarde siguiente. Raphael había vivido veinte años en el Canadá inglés, pero conservaba un fuerte acento de Quebec—. Cuando les pido un informe, algunos de sus colegas me entregan un desastre lleno de erratas y de especulaciones descabelladas.

      —Gracias. —Walter valoraba ese trabajo más de lo que jamás había valorado nada y siempre se sentía muy aliviado cuando Raphael alababa su rendimiento—. El grafiti es inquietante, ¿verdad?

      —Estoy de acuerdo. Está a un paso de ser amenazador.

      —¿Se ve algo en las cámaras de vigilancia?

      —Nada demasiado útil. Se lo puedo enseñar, si quiere. Raphael giró la pantalla hacia Walter y pulsó el play en un vídeo en blanco y negro. La grabación de seguridad de la terraza delantera de noche, con el resplandor fantasmal de la cámara en modo visión nocturna: una figura aparece desde las sombras al borde de la terraza, con pantalones oscuros y una sudadera demasiado grande, con capucha. Mantiene la cabeza baja (¿es una mujer? Imposible de distinguir) y lleva algo en la mano enguantada: el rotulador de pasta de ácido con el que pintarrajea el cristal. El fantasma se sube grácilmente a un banco, escribe su mensaje y se disuelve en las sombras, sin levantar la vista ni un instante. Toda la escena transcurre en menos de diez segundos.

      —Es como si hubiera practicado —opinó Walter.

      —¿Qué quiere decir?

      —Que lo escribe muy rápido. Y lo hace al revés. Él o ella, no sabría decir.

      Raphael asintió.

      —¿Hay algo más que pueda contarme de ayer por la noche que no salga en el informe?

      —¿A qué se refiere?

      —Cualquier cosa fuera de lo corriente en el vestíbulo. Un detalle extraño. Algo que quizá crea que no es relevante.

      Walter vaciló.

      —Dígame.

      —Bueno, no me gusta hablar mal de mis compañeros —se justificó Walter—, pero me pareció que esa noche el encargado de mantenimiento nocturno se comportaba de manera extraña.

      El encargado de mantenimiento nocturno, Paul, era el hermano de Vincent (bueno, Vincent había dicho que era su medio hermano, pero Walter no estaba seguro de qué progenitor compartían) y llevaba tres meses en el hotel. Hacía cinco o seis años que vivía en Vancouver, pero había crecido en Toronto, según le había dicho a Walter. Eso debería haber creado un vínculo entre ambos, pero no fue así, en parte porque él y Paul venían de Torontos distintos. Trataron de comparar sus restaurantes y clubes nocturnos favoritos de la ciudad, pero Walter jamás había oído hablar de System Soundbar y Paul no sabía nada de Zelda’s. El Toronto de Paul era más joven, más anárquico, un Toronto que bailaba al ritmo de una música que a Walter jamás le había gustado y que tampoco comprendía, un Toronto que llevaba una moda peculiar y se metía drogas de las que Walter jamás había oído hablar. («Bueno, pero ya sabes por qué los chavales de las raves llevan bufandas en el cuello —le explicó Paul—, no es solo porque tengan un deficiente sentido de la moda, es que la ketamina te hace apretar los dientes» y Walter asintió como si lo entendiera, sin tener la menor idea de qué era la ketamina). Paul nunca sonreía. Hacía su trabajo bastante bien, pero tenía una forma de dejarse llevar por pequeñas ensoñaciones mientras limpiaba el vestíbulo por la noche, se quedaba mirando al infinito al pasar la mopa por el suelo o al limpiar las mesas. A veces era necesario repetir su nombre dos o tres veces, pero, si se hacía en un tono demasiado cortante la segunda o tercera vez, él respondía con una mirada de reproche, herida. A Walter le parecía una presencia irritante y en cierto modo deprimente.

      La noche de la aparición del grafiti, Paul volvió de su pausa para cenar a las tres y media de la madrugada. Llegó por la puerta lateral, y Walter levantó la mirada a tiempo de ver la de Paul posándose de inmediato en el filodendro situado en ese lugar tan extraño y luego en Leon Prevant, el ejecutivo de la empresa de transporte, que para ese entonces iba por su segundo whisky y leía un ejemplar de hacía dos días del Vancouver Sun.

      —¿Le ha pasado algo a la ventana? —preguntó Paul mientras dejaba atrás el mostrador de recepción. A oídos de Walter, había algo falso en su tono.

      —Me temo que sí —respondió Walter—. Un grafiti de lo más desagradable.

      Los ojos de Paul se abrieron mucho.

      —¿Lo ha visto el señor Alkaitis?

      —¿Quién?

      —Ya sabe —dijo Paul mientras señalaba con la cabeza a Leon Prevant.

      —Ese no es Alkaitis. —Walter observó a Paul con atención. Estaba acalorado y parecía aún más triste que de costumbre.

      —Pensaba que se llamaba así.

      —El vuelo del señor Alkaitis se demoró. No has visto a nadie merodeando ahí fuera, ¿verdad?

      —¿Merodeando?

      —Algo sospechoso. Esto ha pasado hace apenas una hora.

      —Oh. No. —Paul ya no lo miraba (otro rasgo que lo irritaba; ¿por qué siempre desviaba la mirada cuando Walter hablaba?), sino que tenía los ojos clavados en Leon, que a su vez miraba por la ventana—. Voy a ver si Vincent necesita que cambie los barriles de cerveza —añadió.

      —¿A qué se refiere con extraño? —preguntó Raphael.

      —Que preguntara así por los clientes. ¿Cómo iba a saber quién tenía reservas para esa noche?

      —Que el encargado de mantenimiento nocturno le eche un vistazo a la lista de reservas para familiarizarse con los clientes que han de llegar no sería lo peor. Solo hago de abogado del diablo, que conste.

      —Sí, de acuerdo. Pero luego está la manera en que miró directamente hacia ese punto del cristal, hacia la planta. No creo que el filodendro fuera tan llamativo —opinó Walter.

      —Salta a la vista que no es su lugar habitual, al menos a mí me lo parece.

      —Pero ¿es lo primero que miraría? Sobre todo de noche. Entra al vestíbulo desde la puerta lateral, está oscuro, mira hacia la doble hilera de columnas, más allá de los sillones y las mesitas, hacia la mitad de la pared de cristal…

      —Es responsable de la limpieza del vestíbulo, después de todo —observó Raphael—. Sabe mejor que nadie dónde van las macetas.

      —No lo estoy acusando de nada, que quede claro. Solo es algo que me llamó la atención.

      —Lo entiendo. Hablaré con él. ¿Algo más?

      —Nada. El resto del turno fue completamente normal.

      El resto del turno:

      Hacia las cuatro de la madrugada, Leon Prevant empezó a bostezar. Paul estaba en algún


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