El hotel de cristal. Emily St. John Mandel

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El hotel de cristal - Emily St. John Mandel


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significado puede tener «Por qué no tragáis cristales rotos» excepto «¿Ojalá os muráis?»). Larry estaba de pie al lado de la puerta con los ojos entreabiertos. Walter quería acercarse y hablar con él, pero sabía que Larry destinaba las horas más tranquilas a la meditación y que, cuando tenía los ojos entreabiertos, eso quería decir que estaba contando su respiración. Walter pensó en ir a hablar con Vincent, pero no sería procedente que el encargado de noche estuviera en el bar con un cliente presente, así que se limitó a inspeccionar sin prisa el vestíbulo. Enderezó una fotografía enmarcada que había en la chimenea, pasó el dedo índice por las estanterías para comprobar si había polvo y recolocó las hojas del filodendro para que cubrieran mejor el papel pegado al cristal. Salió fuera un momento a respirar el frío aire de la noche y aguzó el oído para detectar un barco que sabía que aún no había empezado su recorrido.

      A las cuatro y media Leon Prevant se levantó y se dirigió hacia el ascensor entre bostezos. Veinte minutos más tarde llegó Jonathan Alkaitis. Walter oyó el ruido del barco mucho antes de que apareciera, como siempre, porque el motor emitía un ruido violento en el silencio de la noche, y luego las luces de popa se balancearon sobre el agua cuando el barco rodeó la península. Larry se encaminó hacia el muelle con el carrito para transportar maletas. Vincent guardó el periódico que había estado leyendo, se arregló el pelo y el pintalabios y se tomó dos sorbos rápidos de café solo. Walter exhibió su sonrisa profesional más cálida justo cuando Jonathan Alkaitis apareció caminando detrás de sus maletas.

      Años más tarde entrevistaron a Walter tres o cuatro veces a propósito de Jonathan Alkaitis, pero los periodistas siempre se iban decepcionados. En tanto que gerente del hotel, les decía, había jurado ser discreto, pero es que, además, no había demasiado que contar. Alkaitis solo era interesante en retrospectiva. Había ido al hotel Caiette con su esposa, ahora ya fallecida. Se habían enamorado de ese lugar, así que, cuando salió a la venta, compró la propiedad y se la alquiló a la empresa de gestión hotelera que lo llevaba. Vivía en Nueva York e iba al hotel unas tres o cuatro veces al año. Se comportaba con la tediosa confianza de toda la gente que tiene dinero, esa despreocupada suposición de que no le sucedería nada malo. Se vestía genéricamente bien y estaba moreno como la gente que pasa tiempo en lugares tropicales durante el invierno; estaba en forma de manera razonable, aunque nada espectacular, ordinario en todos los sentidos. En otras palabras, nada en él indicaba que moriría en prisión.

      Como siempre, le habían reservado la mejor suite. Le dijo a Walter que tenía un jet lag absurdo y también que tenía hambre. ¿Podrían prepararle un desayuno temprano? (Por supuesto. Para Alkaitis se podía preparar cualquier cosa). Aún estaba oscuro en el exterior, pero el día empezaba en la cocina mucho antes del amanecer. El turno de la mañana ya estaba a punto de llegar.

      —Me sentaré en el bar —dijo Alkaitis, y al cabo de unos minutos ya estaba enzarzado en una profunda conversación con Vincent en la que, según le parecía a Walter, esta se mostraba de lo más animada y brillante, aunque no acabó de entender de qué hablaban.

       3

      Leon Prevant se fue del vestíbulo a las cuatro y media de la madrugada, subió las escaleras hasta su habitación y se deslizó en la cama, donde su esposa estaba ya durmiendo. Marie no se despertó. Leon se había tomado un whisky de más a propósito, pues pensaba que así podría conciliar el sueño, pero fue como si el grafiti hubiera abierto una grieta en la noche a través de la cual reptaban todos sus miedos. Si lo hubieran presionado, le habría confesado a Marie que le preocupaba el dinero, pero la palabra preocupado no era lo bastante fuerte. Leon tenía miedo.

      Un colega le había dicho que ese lugar era extraordinario, así que había reservado una habitación muy cara como sorpresa de aniversario para su esposa. Había decidido de inmediato que su colega tenía razón. Había expediciones de pesca y de kayak, excursiones guiadas hacia las zonas boscosas, música en vivo en el vestíbulo, comida espectacular, un sendero de madera que daba a un claro en el bosque con un bar exterior y linternas que colgaban de los árboles y una piscina climatizada que daba a las tranquilas aguas de la península.

      —Esto es el cielo —comentó Marie la primera noche.

      —Estoy de acuerdo.

      Había elegido una habitación con jacuzzi en la terraza, y la primera noche se pasaron ahí fuera casi una hora, sorbieron champán con la fría brisa en la cara y una puesta de sol sobre el agua de postal. La besó y trató de convencerse de que debía relajarse. Pero era difícil hacerlo, porque una semana después de haber reservado la carísima habitación y de decírselo a su mujer había empezado a oír rumores de una fusión en el horizonte.

      Leon había sobrevivido a dos fusiones y a una reorganización, pero, cuando le llegaron las primeras noticias de esa última reestructuración, lo golpeó una certeza tan fuerte que prácticamente era como si ya lo supiera: iba a perder su trabajo. Tenía cincuenta y ocho años. Era lo bastante mayor para resultar costoso y estaba lo bastante cerca de la jubilación para que lo echaran sin que eso pesara demasiado en la conciencia de nadie. No había ninguna parte de su trabajo que no pudieran llevar a cabo ejecutivos más jóvenes, con salarios más bajos que el suyo. Desde que se había enterado de lo de la fusión había vivido horas enteras sin pensar en ello, pero las noches eran más difíciles que los días. Él y Marie acababan de comprar una casa en el sur de Florida, que planeaban alquilar hasta que se jubilase, con la idea de huir a la larga del invierno y de los impuestos de Nueva York. Le parecía que era un nuevo comienzo, pero se habían gastado más dinero en la casa de lo que pretendían y jamás se le había dado muy bien ahorrar. Era consciente de que tenía mucho menos dinero en sus planes de pensiones de lo que debería. Eran las seis y media de la mañana cuando por fin cayó rendido en un sueño intermitente.

       4

      Cuando Walter volvió al vestíbulo la noche siguiente, Leon Prevant cenaba en el bar con Jonathan Alkaitis. Se habían conocido un poco antes, en lo que en ese momento pareció una coincidencia y más tarde una trampa. Leon estaba en el bar y se comía una hamburguesa de salmón a solas porque Marie estaba echada en la habitación, con dolor de cabeza. Alkaitis, que bebía una pinta de Guiness a dos taburetes de distancia, trabó conversación con la camarera y luego incluyó a Leon. Hablaban de Caiette, de la cual resultó que Jonathan Alkaitis sabía algunas cosas.

      —De hecho, soy el dueño del hotel —le contó a Leon casi en una disculpa—. Es difícil llegar hasta aquí, pero es lo que me gusta de este sitio.

      —Creo que entiendo lo que quiere decir —aseguró Leon. Siempre buscaba entablar conversación, y era un placer pensar por un momento en algo más, ¡en cualquier cosa!, aparte de en su falta de solvencia financiera y en sus magras perspectivas laborales—. ¿Tiene usted más hoteles?

      —Solo este. Mi campo es más bien las finanzas. Alkaitis tenía un par de negocios más en Nueva York, le explicó, los dos relacionados con el dinero de los demás, que invertía en el mercado de valores para sus clientes. En realidad, ya no aceptaba clientes nuevos, aunque de vez en cuando hacía alguna excepción.

      «El poder de Alkaitis —escribió una mujer de Filadelfia unos años más tarde, en una declaración sobre el impacto en las víctimas que leyó en voz alta durante el veredicto del juicio de Alkaitis— es que te hacía sentir como si entraras en un club secreto». Había algo de verdad en eso, Leon tuvo que admitirlo cuando leyó la transcripción, pero la otra parte de la ecuación era el hombre en persona. Alkaitis tenía presencia. Poseía una voz hecha para la radio nocturna, cálida y tranquilizadora. Irradiaba calma. Era un hombre desprovisto de todo artificio, que exudaba confianza, pero no arrogancia, y de sonrisa fácil ante las bromas. Una persona inteligente, discreta y de confianza, más interesado en escuchar que en hablar de sí mismo. Dominaba el truco (y era un truco, como Leon comprendió más tarde) de parecer completamente indiferente a lo que alguien pensase de él y, al hacerlo, desencadenaba la reacción opuesta en los demás: «¿Qué piensa Alkaitis de mí?». Más tarde, durante los años en que se pasó revisando en su cabeza esa noche en particular, Leon recordó un cierto deseo de impresionarlo.

      —Esto


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