El hotel de cristal. Emily St. John Mandel

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El hotel de cristal - Emily St. John Mandel


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¿Una ciudad sin luces? No, gracias.

      —Sería un poco extraño —comentó Paul.

      —Tío, sí que eres extraño —repuso Melissa. Él le arrojó una patata frita y entonces los echaron a todos. Se quedaron temblando y deshidratados de pie en la calle durante unos minutos, mientras debatían adónde ir, y luego Melissa recordó otra discoteca donde pensaba que quizá a Vincent no le impedirían entrar, otra en un sótano, no muy lejos de ahí, así que salieron a buscarla, se perdieron dos veces y finalmente se encontraron frente a una puerta sin cartel a través de la cual un bajo latía levemente desde abajo. De algún modo, aún era 1999. Bajaron otras escaleras hacia otra noche permanente y Paul escuchó la letra cuando abrieron la puerta:

      «Siempre vengo hacia ti, vengo hacia ti, vengo hacia ti…».

      Y por un segundo no pudo respirar. La canción estaba remezclada en una melodía dance, la voz de Annika por encima de un profundo beat de música house, pero la reconoció de inmediato, porque la habría reconocido en cualquier lugar.

      —¿Estás bien? —gritó Melissa en la oreja de Paul.

      —¡Sí! —respondió a gritos él—. ¡Estoy bien!

      Se quitaron los abrigos y la pista de baile los absorbió mientras la canción de Baltica se metamorfoseaba en otra, una acerca de estar triste que se oía en todas las pistas de baile de 1999, del cual solo quedaban unos minutos. «La última canción del siglo xx», pensó Paul, que trataba de bailar, pero algo lo preocupaba, una sensación de que algo se movía en su visión periférica, como si alguien lo observara. Miró a su alrededor como un animal salvaje, pero solo vio un mar de rostros anónimos, y ninguno lo miraba a él.

      —¿Seguro que estás bien? —gritó Melissa.

      Las luces empezaron a parpadear, y solo durante un instante Charlie Wu estaba ahí, en medio del gentío, con las manos en los bolsillos, observando a Paul, y luego ya no estaba.

      —¡Estupendo! —gritó Paul—. ¡Estoy bien!

      Porque en realidad era la única opción, estar bien a pesar de la horrible certeza de que Charlie Wu se encontraba ahí en cierto modo. Paul cerró los ojos durante un instante y luego se obligó a bailar de nuevo, a fingir desesperadamente. Las luces no se apagaron cuando 1999 se transformó en 2000, las horas siguieron avanzando hacia el amanecer cuando emergieron a la fría calle y al nuevo siglo y se amontonaron en el coche destrozado de Melissa, helados y sudados, Paul en el asiento del pasajero y Vincent acurrucada como un gato en el de atrás.

      —Superamos el fin del mundo —dijo ella, pero, cuando Paul miró por encima del hombro, ya estaba dormida, y se preguntó si lo había imaginado. Melissa tenía los ojos rojos y muy abiertos, estaba acelerada, conducía demasiado deprisa, hablaba de su nuevo trabajo como dependienta de ropa en Le Château mientras Paul la escuchaba, pero solo a medias, y en algún punto del trayecto de regreso al apartamento se apoderó de él una oleada extraña y maníaca de esperanza. Era un nuevo siglo. Si podía sobrevivir al fantasma de Charlie Wu, podía superarlo todo. Había llovido durante la noche en algún momento y las aceras resplandecían. El agua reflejaba la primera luz del amanecer.

      «No —le dijo Paul al psicólogo—. Esa solo fue la primera vez que lo vi».

      3. El hotel

       Primavera de 2005

       1

      «Por qué no tragáis cristales rotos». Las palabras estaban garabateadas en pasta ácida sobre la pared oriental de vidrio del hotel Caiette y goteaban rastros blancos de varias letras.

      —¿Quién escribiría algo así?

      El único cliente que había visto el acto de vandalismo, un insomne ejecutivo de una empresa de envíos que había llegado el día antes, estaba sentado en uno de los sillones de cuero con un whisky que el encargado nocturno le había traído. Eran un poco pasadas las dos y media de la madrugada.

      —No será un adulto, seguro —respondió el encargado nocturno. Su nombre era Walter, y era el primer grafiti que había visto en los tres años que llevaba en el hotel. El mensaje estaba escrito en la parte exterior del cristal. Walter había pegado con celo varias hojas de papel por encima de la frase y ahora se disponía a mover una maceta con un rododendro para cubrir los papeles con la ayuda de Larry, el portero de noche. La camarera que estaba de servicio, Vincent, limpiaba las copas de vino mientras observaba lo que hacían desde detrás de la barra, en el otro extremo del vestíbulo. Walter se había planteado reclutarla para que los ayudase a mover la maceta, porque siempre iban bien otro par de manos y era la hora de cenar del encargado de mantenimiento, pero no le pareció una persona especialmente robusta.

      —Es algo inquietante, ¿no? —comentó el cliente.

      —No le digo que no. Pero creo —dijo Walter, que exhibía más confianza de la que sentía en realidad— que esto solo puede haber sido obra de un adolescente aburrido.

      La verdad era que estaba profundamente perturbado por el incidente y que se refugiaba en la eficiencia. Dio un paso atrás para ver cómo quedaba el rododendro. Las hojas lograban cubrir, aunque no por entero, el papel pegado al cristal. Miró a Larry, que le devolvió la mirada con una expresión de «esto es lo mejor que podemos hacer», se encogió de hombros y salió fuera con una bolsa de basura y un poco de celo para tapar el mensaje por el otro lado.

      —Es la especificidad de la frase —repuso el cliente—. Desconcertante, ¿verdad?

      —Siento mucho que tuviera que verlo, señor Prevant.

      —Nadie debería ver un mensaje como ese.

      Hubo un temblor de angustia en la voz de Leon Prevant, que disimuló con un rápido sorbo de whisky. Al otro lado del cristal, Larry había doblado la bolsa de basura en una tira recta y la pegaba por encima del mensaje.

      —Estoy completamente de acuerdo. —Walter lanzó una mirada a su reloj. Las tres de la mañana, tres horas más en su turno. Larry volvía a estar apostado en su lugar en la puerta. Vincent seguía limpiando las copas. Fue a hablar con ella y, cuando lo hizo, vio que tenía lágrimas en los ojos.

      —¿Estás bien? —preguntó con suavidad.

      —Es tan horrible… —dijo ella sin levantar la mirada—. No imagino qué tipo de persona escribiría algo así.

      —Lo sé —asintió él—. Pero sigo pensando que mi teoría del adolescente aburrido es la correcta.

      —¿De verdad lo crees?

      —No me costaría nada estar convencido de eso —aseguró.

      Walter fue a ver si el señor Prevant necesitaba algo, pero no era así, y luego volvió a inspeccionar la pared de cristal. Solo esperaban a otro cliente esa noche, un vip, cuyo vuelo se había retrasado. Walter se quedó frente al cristal durante unos minutos más y miró el reflejo del vestíbulo superpuesto en la oscuridad antes de regresar a su escritorio para redactar un informe del incidente.

       2

      —El hotel está en medio de la nada —le había explicado el gerente a Walter en su primer encuentro en Toronto hacía tres años—, pero precisamente de eso se trata.

      La primera reunión fue en una cafetería cerca del lago; de hecho, estaba construida en el muelle y los barcos se balanceaban a los lados. Raphael, el gerente, vivía en el mismo hotel, junto con casi todos los demás que trabajaban en el Caiette, pero había ido a Toronto para asistir a una conferencia sobre el sector de la hostelería y también para fichar a los empleados que le interesaban de los hoteles de la competencia. El hotel Caiette llevaba abierto desde mediados de los años noventa, pero lo habían reformado recientemente en lo que Raphael llamaba el estilo Gran Costa Oeste, que incluía vigas de cedro a la vista y enormes paneles de cristal. Walter estudiaba las


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