Castillos en la arena - La caricia del viento. Sherryl Woods

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Castillos en la arena - La caricia del viento - Sherryl Woods


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allí plantado, luchando con la frustración que sentía. Emily tenía la culpa de lo que estaba pasando, eso estaba claro como el agua. No habían vuelto a saber nada de ella después de aquella primera llamada, y, aunque no se había comprometido a estar en contacto con B.J., era obvio que el niño la echaba de menos y tenía la esperanza de que ella le volviera a llamar.

      El partido de fútbol era al día siguiente, y él no sabía si dejarle ir o castigarle con quedarse en casa por cómo se había comportado durante los últimos días. Al final se decidió por la primera opción. El pobre ya estaba lo bastante triste como para hacer que se perdiera un partido que estaba esperando con tanta ilusión. A lo mejor se animaba al jugar.

      El partido empezaba temprano, así que, cuando llegó el sábado, Boone despertó al niño a las siete de la mañana.

      –No voy a ir, papá.

      –Llevas toda la semana hablando de este partido, es el primero que jugáis después del huracán.

      –Yo quería que Emily me viera jugar.

      –Ni siquiera está en el pueblo –dijo, rezando para que fuera cierto.

      –¿Cómo lo sabes?, ¿te lo ha dicho la señora Cora Jane?

      –No, pero Emily te advirtió que seguramente no volvería a tiempo.

      –¡Pero puede que sí! Podríamos llamar para asegurarnos, tú tienes su número de teléfono.

      Boone flaqueó un poco al verle tan esperanzado, pero no cejó en su intento de hacerle cambiar de opinión.

      –Si hubiera vuelto, seguro que la señora Cora Jane nos lo habría dicho.

      –No, a lo mejor cree que estás enfadado con Emily; además, apuesto a que no vendrá a ver el partido si tú no le das permiso.

      Estaba claro que su hijo era demasiado listo y se enteraba de todo, así que no tuvo más remedio que claudicar.

      –Vale, voy a llamarla, pero no te sorprendas cuando resulte que aún está en California, o Colorado, o donde sea que haya ido.

      Buscó el número en el directorio del teléfono, la llamó, y ella contestó casi de inmediato. El sonido de su voz despertó en su interior sentimientos que, después de aquella última decepción, él esperaba que estuvieran muertos y enterrados.

      –Hola, soy Boone –la saludó con rigidez.

      –Sí, ya lo sé.

      –A B.J. le gustaría saber cuándo vas a volver –quiso dejar muy claro que a él le daba igual si volvía o no.

      –Llegué anoche. La abuela me ha dicho que no te ha visto en los últimos días, ¿es que no quieres que B.J. se relacione con nadie de mi familia?

      –No es eso. He estado muy ocupado con mi restaurante.

      –Claro, demasiado ocupado como para traer al niño y correr el riesgo de que vuelva a tratar conmigo, ¿no?

      –Vale, sí, lo admito.

      –¿Para qué me has llamado?

      –El partido de fútbol de B.J. es esta mañana.

      –Ya lo sé.

      –Quiere que vayas a verle jugar.

      –¿Y qué es lo que quieres tú?

      Él bajó la voz al admitir:

      –Que mi hijo vuelva a ser feliz –sabía que era una respuesta demasiado reveladora, que estaba dándole demasiado poder a Emily.

      –¿Estás de acuerdo en que vaya? –le preguntó ella, para que quedara claro.

      –Sí, pero…

      –Sí, no hace falta que lo digas. Me esforzaré por no volver a ser tan desconsiderada con sus sentimientos; además, le tengo preparada una gran noticia.

      –¿Qué noticia?

      –A mis clientes les encanta la tapicería que él eligió para ellos; de hecho, os han invitado a pasar unos días en su hotel de Aspen.

      A Boone le costó creer lo que acababa de oír.

      –Será broma, ¿no? ¿Siguieron los consejos de un niño de ocho años? ¿Sabían la edad que tiene?

      –Sí, y la invitación va en serio. Debo admitir que el rojo no me convencía tanto como a B.J.

      Boone recordó el día en que el niño había hecho la sugerencia, el día en que había estado hablando con Emily acerca de cuánto le gustaba a su mamá el color rojo. Era increíble que, en cierta forma, el interior de un elegante hotel de montaña acabara siendo una especie de homenaje a Jenny gracias a su hijo.

      –Va a ponerse muy contento –se limitó a decir.

      Lo cierto era que el niño iba a ponerse como loco de contento por el mero hecho de que Emily fuera a verle jugar. Su inesperado éxito como diseñador de interiores tan solo iba a ser la guinda del pastel.

      Emily llegó al campo de fútbol cuando el partido acababa de empezar y fue hacia las gradas procurando no llamar la atención, pero justo entonces hubo una pausa en el juego y B.J. la vio desde el campo. El niño echó a correr hacia ella a toda velocidad, y la abrazó con tanto ímpetu que estuvo a punto de tirarla al suelo.

      –¡Papá me ha dicho que ibas a venir! ¿Has visto esa última jugada?, ¡por poco marco un gol!

      –¿Ah, sí? –Emily sonrió al ver que estaba tan entusiasmado a pesar de no haber marcado–. Ojalá lo hubiera visto, pero debe de haber sido justo cuando venía del aparcamiento.

      –Pero vas a quedarte a ver el resto del partido, ¿verdad?

      –Sí, claro que sí.

      Él miró hacia el campo, y se dio cuenta de que estaban a punto de retomar el juego.

      –Me tengo que ir, ¡hasta luego!

      –Hasta luego.

      Justo cuando acababa de sentarse, Boone apareció desde alguna de las gradas superiores y se sentó a su lado.

      –Cuando ha empezado el partido y he visto que aún no habías llegado, me he imaginado que al final no ibas a poder venir.

      –Te he dicho que vendría –frunció el ceño al ver que se limitaba a enarcar una ceja en un gesto burlón. Le dolía que no tuviera ninguna fe en ella–. No me tienes ninguna confianza, ¿verdad?

      –¿Cómo quieres que te la tenga? –se limitó a contestar él.

      Emily le sostuvo la mirada sin amilanarse, y esperó a verle vacilar un poco antes de decir:

      –Vale, vamos a dejar las cosas claras de una vez. Voy a esforzarme al máximo por no volver a fallaros ni a B.J. ni a ti. Cuando hago una promesa, la cumplo. Si por la razón que sea veo que no puedo cumplirla, os avisaré antes para que no os llevéis una decepción. La verdad, no sé qué más puedo hacer. La vida es impredecible. Sabes tan bien como yo que a veces surgen imprevistos, eres un hombre de negocios.

      –Sí, pero la diferencia está en que yo siempre antepongo a B.J.

      –Lo sé, y lo respeto. Es tu hijo, y se merece que su padre piense en él por encima de todo.

      Boone la miró ceñudo.

      –¿Qué quieres decir? ¿Que, como no es pariente tuyo, no tienes la obligación de pensar en él?

      –¡No tergiverses mis palabras!, ¡claro que pienso en él!

      –Pero tu trabajo siempre tendrá prioridad, ¿no?

      Ella se sintió frustrada al ver que parecía empeñado en malinterpretarla.

      –No siempre, pero a veces sí. ¿Puedes asegurar que nunca, ni una sola vez, has


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