Castillos en la arena - La caricia del viento. Sherryl Woods

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Castillos en la arena - La caricia del viento - Sherryl Woods


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soltó un sonoro suspiro antes de admitir con pesar:

      –Sí, antepuse el trabajo demasiadas veces, pero ahora solo me tiene a mí. Las cosas son distintas, tienen que serlo.

      Emily le puso una mano en el brazo en un gesto de consuelo.

      –Lo entiendo, de verdad que sí. No sabes cuánto admiro la abnegación con la que cuidas a tu hijo, es un niño increíblemente afortunado por tenerte como padre. Sé por experiencia propia lo que es tener un padre para el que sus hijos no son lo primero, ni siquiera lo segundo, y te aseguro que tú no eres así.

      –Pero podría haberlo sido –dijo él, con voz queda y mirada distante. La miró a los ojos por un instante al admitir–: Estuve a punto de convertirme en alguien así.

      Al ver el arrepentimiento que había en sus ojos, al oír el dolor que reflejaban sus palabras, ella entendió de repente lo que pasaba. Boone no era un padre fantástico porque fuera algo innato en él, sino que, al menos en parte, estaba intentando expiar errores que había cometido en el pasado.

      Cuando la veía equivocarse a ella, en cierta medida se veía reflejado a sí mismo, y recordaba una época que estaba desesperado por olvidar.

      Boone sabía que había dejado al descubierto más información de la debida acerca de su comportamiento en el pasado. Sí, se había dejado arrastrar por la ambición y le había dedicado demasiado tiempo a sus negocios, pero en parte lo había hecho porque mantenerse ocupado a todas horas le ayudaba a mantener a Emily apartada de sus pensamientos.

      Le consolaba saber que, aunque había admitido los errores que había cometido con su hijo, al menos no se le había escapado nada acerca de los que había cometido con su matrimonio. No quería que Emily se enterara jamás de la distancia, quizás inevitable, que había existido siempre entre Jenny y él. Era una distancia que no había podido salvar por mucho que quisiera, ya que le faltaba un pedazo del corazón. Esa era una culpa que iba a acarrear por el resto de su vida… y, en caso de que se le olvidara, los Farmer siempre estarían ahí, dispuestos a recordársela.

      Lo que había confesado ya era lo bastante reprobable, y Emily tenía razón en una cosa: ella sabía de primera mano lo que era tener un padre tan metido en su propio mundo que descuidaba a todos los que le rodeaban.

      A pesar de la estrecha relación que había mantenido con los Castle durante todos aquellos años, lo cierto era que apenas conocía a Sam, el padre de Emily. Podía contar con los dedos de una mano las veces que aquel tipo había ido al pueblo, siempre era la madre la que llevaba a las tres hermanas a casa de Cora Jane para que pasaran allí el verano, la que iba a verlas, la que iba con ellas a comer con los abuelos en fiestas señaladas.

      Cuando la pobre había fallecido, él mismo había hecho novillos, se había subido a su coche, y había cruzado el estado para estar junto a Emily en el funeral, pero Sam Castle había estado medio ausente. Estaba allí en persona, pero tenía la mente en otro sitio. Había sido Cora Jane quien había consolado a las tres hermanas, y la que se había encargado del velatorio.

      Samantha mencionaba a su padre en contadas ocasiones, Emily hablaba de él con desdén, y Gabi era la única que parecía adorarle. Esta última estaba labrándose una vida centrada en el trabajo en Raleigh con el claro propósito de que Sam le prestara algo de atención, pero daba la impresión de que era un esfuerzo inútil.

      Sam Castle era el ejemplo perfecto de un mal padre, pero Boone era consciente de que había estado a punto de ser como él.

      La muerte de Jenny había sido el catalizador que le había impulsado a reflexionar sobre la clase de hombre en que se había convertido. Las conclusiones a las que había llegado no le habían gustado nada, pero en el fondo también le había echado la culpa de eso a Emily a pesar de que ella llevaba mucho tiempo fuera de su vida; al fin y al cabo, no habría puesto el trabajo por delante de su familia una y otra vez si hubiera podido entregarse en cuerpo y alma a su matrimonio.

      El regreso de Emily había hecho resurgir toda esa maraña de emociones, se había sentido muy culpable al darse cuenta de que ella seguía atrayéndole. No había estado a la altura ni con su mujer ni con su hijo, se había volcado de lleno en el trabajo, y todo para nada. Detestaba el hecho de que Emily siguiera siendo la dueña de parte de su corazón, y detestaba aún más que también hubiera conseguido conquistar a su hijo.

      Se dio cuenta de repente de que Emily se había puesto de pie y estaba sacudiéndole el brazo, y de que todo el mundo estaba gritando y aplaudiendo.

      La miró desconcertado, pero se puso de pie de forma instintiva y le preguntó:

      –¿Qué ha pasado?

      –¡B.J. acaba de marcar!

      Boone miró hacia el campo de juego y vio a su hijo rodeado de sus entusiasmados compañeros de equipo; al cabo de unos segundos, el pequeño miró hacia las gradas con una sonrisa de oreja a oreja y dijo, marcando bien las palabras para que pudiera leerle los labios:

      –¿Me has visto?

      Aunque era imposible oírle, la pregunta estaba clara. Boone alzó el pulgar mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa tan enorme como la del pequeño.

      Cuando se reinició el partido, Emily le miró y le preguntó con curiosidad:

      –¿Dónde estabas hace unos minutos?

      –Aquí.

      –Sí, físicamente sí, pero no estabas prestando atención al partido.

      –Me he distraído por un momento, nada más.

      Dio la impresión de que quería seguir interrogándole, y Boone se sintió aliviado al ver que, al menos por una vez, optaba por quedarse callada. Si admitía ante Emily no solo los errores que había cometido, sino también el papel que ella había jugado en el asunto, iba a causar unas complicaciones que era preferible evitar.

      El equipo de B.J. ganó por dos a uno, su gol había sido el que había sellado la victoria. Todo el mundo iba a ir a comer a un restaurante de Manteo, una población cercana, después del partido, y el pequeño estaba deseando que Emily se uniera al grupo.

      –Vas a venir, ¿verdad? –le preguntó, implorante, mientras daba saltitos delante de ella–. ¿A que puede venir, papá?

      Como era obvio que a Boone no le hacía ninguna gracia la idea, Emily contestó con voz suave:

      –Cielo, tengo que ir al Castle’s para ver qué tal va todo.

      –¡Pero es que tienes que venir a la celebración!

      –Ya la has oído, campeón. Tiene otras obligaciones –adujo Boone.

      –¡Porfa!, ¡media hora!

      Estaba claro que el niño estaba acostumbrado a salirse con la suya y que se sabía de memoria todas las tácticas de persuasión que había que usar… pedir, suplicar… Emily tenía la sensación de que la siguiente era enfurruñarse.

      –Solo media hora –insistió el pequeño–. Van a darme un trofeo por marcar un gol, ¿no quieres verlo?

      Emily miró a Boone y, al ver que se limitaba a encogerse de hombros en señal de rendición, supo que el niño había conseguido salirse de nuevo con la suya; lamentablemente, ella era igual de blandengue que él, así que también acabó por ceder.

      –Media hora, me iré después de que recibas el trofeo. Cuando te lo entreguen, haré una foto con el móvil para que la vea Cora Jane.

      –¡Ven en nuestro coche! –le dijo, antes de tomarla de la mano para conducirla hacia el vehículo en cuestión.

      –Será mejor que vaya en mi coche de alquiler, así podré marcharme cuando quiera –protestó ella.

      –Yo te traeré en mi el coche cuando me digas –se ofreció Boone, resignado.

      B.J. fue a sentarse con sus compañeros de equipo en cuanto llegaron al restaurante. Emily miró a Boone, que se había quedado plantado en


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