Hilos que tejen la RED. Isabel Sanfeliu

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Hilos que tejen la RED - Isabel Sanfeliu


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un momento en estos conceptos emparentados pero disparejos. Pensando en el proceso del desarrollo como guía, lo que envuelve al bebé es la musicalidad de una lengua, siluetas que se acompasan y se concretan con el tiempo. Cuando, tras el placentero retozo del balbuceo, logran articularse vocablos estructurando un pensamiento más complejo, el símbolo permite tolerar la ausencia de quienes todavía son esenciales en la vida del pequeño. Es el acceso a la temporalidad. Son también los primeros garabatos con sentido, la alfabetización, el trofeo de la lectura…

      Enigmas desentrañados, mundo adulto por conquistar inmerso en la ambivalencia que implica el proceso de individuación. Vértigo ante la ausencia, elaboración de la pérdida, placer de crear una realidad a su medida.

      Para leer es necesario prescindir de la imagen visual, es necesario perder la antropomorfización de las letras (la be tiene pancita…). Para que la letra sea del sujeto tiene que acontecer la represión como posibilidad de enlace entre estas. Así se podrán formar palabras. Es una determinada letra con otra la que forma un sonido que se puede decir. Es necesario articular aquello que es de la prohibición y aquello que es del goce. No hay una cosa sin la otra, ya que para poder hablar y tener poder de uso sobre el lenguaje y sus derivados, es necesaria la articulación entre la falta de imagen sonora que hay en la imagen escrita y la falta de imagen escrita de la imagen sonora (E. Palma y S. Tapia, 2006, p. 108).

      El primer garabato legible que suele escribir un niño es su propio nombre. El narcisismo impregna desde el primer momento esta nueva adquisición. Se me ocurre que es una segunda versión de la analidad: sentir control sobre la propia producción. Ofrecer (expulsar) versus retener. Pulsión epistemofílica a través de la lectura, pulsión de dominio al decidir si dibuja la grafía con la que colmar el deseo de esos otros que le gratificarán.

      Con el tiempo, lo narcisista se abre paso en la ambición del autor de que lo escrito lo mantenga vivo más allá de la muerte, claro que en el interregno puede convertirse en incómodo testimonio del que no poderse desembarazar.

      La palabra es instrumento del pensamiento, forma de expresión individual, medio de comunicación.

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      El ojo del otro, en su profunda ambivalencia, juega un rol indispensable en el funcionamiento de lo inconsciente, donde constituye un polo particular, irreductible, que, en su oposición dialéctica al rol de la censura, crea una zona de connivencia en la que el sujeto logra articular sus deseos reprimidos con los actuales, en un ir y venir incesante que le permite construirse (Bonnet, 1981, p. 120).

      El omnipresente ojo divino que todo lo ve no solo acompañaba el catecismo de nuestra infancia, es un símbolo esotérico del que han gustado masones y todo tipo de cultos. Hamsa, Horus, Shiva, Nazar, el Gran Ojo de la Naturaleza en la Grecia Antigua o la Santísima Trinidad son ahora encarnados por criaturas terrenales —también inasibles— en lo que se ha dado en llamar el imperio de la vigilancia. De la vigilancia, de la imagen, de la hipervelocidad, del hedonismo, de la globalización, del todo positivo… ¡Cuánto alias para apenas unos pocos años transcurridos en nuestra centuria!

      El gesto acompaña, refuerza o desmiente un discurso hablado. Pero ya no nos conformamos con la expresión fugaz que permite ser desdibujada en la memoria, un selfi espera agazapado en cada esquina. Corren malos tiempos para retratistas y fotógrafos…

      Durante siglos fue un arte para pocos. Después se transformó en una artesanía para muchos que lo hacían cada tanto. Ahora parece ser una tarea de todos, todo el tiempo: posamos, nos ponemos. Es el paso más reciente de la sociedad del espectáculo (Martín Caparrós, «El registro continuo de la sonrisa», El País, 10/2/2015).

      Como reza el título de su artículo, en nuestra cultura de hedonismo «no sonreímos porque estemos contentos; sonreímos para que parezca que estamos contentos, o sea: para estar contentos». El gusto por la fotografía puede dar paso a un cierto hartazgo ante la avalancha de cámaras o móviles danzantes en curiosos artilugios.

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      Existe una importante diferencia entre la acariciada imagen que se atrapa impregnada de una emoción y la retahíla de fotos tipo «estuve ahí». Una es intimista, la otra, una nueva versión de exhibicionismo.

      Gesto, lenguaje, habla, gramática, literatura…, conceptos que aluden al vínculo, a la comunicación y al contacto con el otro, pero cuyo campo estructural transcurre por distintos derroteros. La lengua comporta un hecho social, un idioma se va pergeñando en grupo, refuerza la identidad del mismo, pero es un sujeto el que habla una parcela de ese lenguaje; la jerga, la forma de articularla, incluso los errores ortográficos (de concordancia, laísmos, leísmos, etc.) permiten atisbar la singularidad de quien emite el mensaje. Así mismo, de quien lo emite y del grupo social al que pertenece; de hecho, que la escritura se origine en distintos momentos y de manera independiente en distintos lugares lleva a Damasio a confirmar que la evolución cultural humana se produce de manera autónoma a lo largo de la historia.

      Un sugerente interrogante en torno al origen del lenguaje: «¿Necesidad de comunicación o forma de expresión individual —palabras sueltas para expresar sensaciones que posteriormente se adaptan a la comunicación entre individuos estableciendo un código sonoro y gestual para cada sentimiento—?» (Fernández-Armesto, p. 152).

      Y ya que aludimos a la creación de un idioma, ¿cómo podríamos catalogar al lenguaje cifrado que se fragua en las diversas redes de Internet? En su génesis, los campos reducidos de escritura de Twitter, luego la rapidez que uno mismo se impone, la clandestinidad adolescente o la impostura del anglicismo… Más o menos sofisticados acrónimos, del DIY (do it yourself) al NTP (no te preocupes) o WTF (what the fack!) y, siempre, ASAP (as soon as possible)… ¡hasta el FBI ha creado un catálogo de estas siglas! Un paso más y la frontera se hace más estrecha, solo cierta élite maneja el leet speak (aunque se encuentren —¡cómo no!— traductores en Google), con caracteres alfanuméricos y a medio camino entre la telefonía y la informática.

      Menos sofisticadas, abreviaturas del tipo «pq, tmb, tqm, ks…» deforman el lenguaje y, por tanto y de alguna manera, la forma de estructurar el pensamiento. Internet ya tiene un alfabeto alternativo y, además, con un aditamento: los famosos emoticonos, la imagen en la Red. ¡Regresamos al lenguaje jeroglífico! El infructuoso intento de implantar el esperanto como lenguaje universal está siendo suplantado por un batallón de monigotes que cada cual interpreta como buenamente puede o quiere.

      Pero BTW (back to work), tornemos un momento a la tradición.

      Cuando en 1997 Nicolás Caparrós pone en marcha su edición de la correspondencia de Freud, hace una serie de reflexiones que vienen ahora al caso:

      La carta remite al documento biográfico, al apunte psicológico; en muchos casos recala en la narrativa, una intención, la expresión inconsciente de quien la escribe; un mensaje y también fuente de reflexiones y emociones para aquel que la lee insumido en los horizontes de su propia vida, ajeno ya a la época que evoca y a sus sensaciones, libre de algunos prejuicios y lastrado, sin saberlo, por otros diferentes. En suma, es un escrito polisémico, un desafío a la reflexión cada vez más profunda y al mismo tiempo, si no se observa la debida cautela, una incitación a la esterilidad de la repetición canónica.

      Una correspondencia debe servir más de clave para la inspiración, de contraste con las propias experiencias, que de simple documento objetivo; y no es que desde esa vertiente carezca de valor, pero, por mucho que nos obstinemos en anotar un escrito de esta índole, y debemos hacerlo, escapará como el pájaro a su hábitat natural, más propio de la emoción que de la afirmación suficiente. La epístola es un género literario que se pierde.

      El propio Freud avisaba a Silberstein de que con el telégrafo corría el riesgo de no ver su letra en diez años; nunca


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