Hilos que tejen la RED. Isabel Sanfeliu

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Hilos que tejen la RED - Isabel Sanfeliu


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comunes no importa el lugar o época a que hagamos referencia: de la inicial fusión y dependencia absoluta del otro a la costosa conquista de autonomía modulada inevitablemente por frustraciones.

      Cierto grado de acatamiento es requisito para incorporarse al grupo social; el niño se somete desde la necesidad y el miedo —las emociones preceden a la cognición—, luego, la idealización acude en su ayuda. La potencia del objeto ideal permite confiar en el exterior, defiende tanto de lo persecutorio como de la envidia. Pero lo idealizado no perdura, el desengaño detiene lo maníaco y el acceso a la realidad conlleva ceder espacio al afuera a expensas de lo interior; hay que doblegarse a las normas para autoafirmarse de modo adecuado al principio de realidad. Claro que la norma es histórica, por tanto, un proceso no fijado definitivamente. Entonces, ¿qué ley y al servicio de quién? Ley divina, ley humana… Podríamos decir que la ley es transgresora en cuanto pone coto a la libertad, limita al individuo que azarosamente nace en un tramo histórico, en una zona geográfica.

      Tras refrescar estos lugares comunes en el tránsito del humano para consolidarse como sujeto —capaz tanto de implicarse con el afuera como de permanecer en sí mismo—, volvamos al inicio de este apartado: ¿cómo sesga el narcisismo de un sujeto nuestro contexto actual?, ¿acaso ayuda esta cuestión a entender el exhibicionismo observado en las redes sociales?, ¿qué carencias iniciales llevan a buscar reconocimiento en las mismas?

      Hablamos de compartir lo íntimo y de narcisismo. Del exhibicionismo y de los voyeristas sin los que el anterior no tendría sentido. La apariencia autosuficiente de personajes narcisistas que desfilan por las redes esconde la avidez con la que recolectan miradas para mantener una placentera excitación, son predadores cuyas carencias en origen dificultan el sosiego en soledad.

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      El narcisista no desconfía de su presa, cuanto menos da, más atrapa; el objeto se le ofrece sin siquiera ser deseado. La crueldad proviene de la pulsión de apoderamiento, no hay relación con un objeto al que no puede o no quiere desear.

      Parece evidente que el narcisismo de una persona despliega un gran atractivo en todos aquellos que se han desasido de todo su narcisismo y están entregados al amor de objeto; el encanto del niño reposa en buena medida en su propio narcisismo, el hecho de que se autoabastezca, su inaccesibilidad (Freud, Introducción al narcisismo, 1914).

      Cualquier zona del cuerpo puede convertirse en zona erógena, Freud, al escribir sobre pulsiones parciales alude a cómo, tanto en el placer de contemplación como en el de exhibirse, el ojo —sentido frontera destinado a entrar en relación con el otro— se transforma en zona erógena. Es la calidad del estímulo y no las propiedades específicas de la región del cuerpo lo que determina su función.

      Una vez alcanzada cierta popularidad, el afán de ser admirado crece sin mesura; los faraones construían pirámides y los influencers acumulan seguidores en un nuevo y efímero anhelo de inmortalidad. La admiración atrae y desconcierta, recuerda Perniola (2004); amamos a quienes nos admiran, dicta un proverbio de La Rochefoucauld.

      Lo que resulta curioso por imprevisible es lo que se venera en la Red; la vergüenza no parece ya ser reguladora de vínculos sociales, la confusión de valores pone en manos del azar el ideal de moda, es difícil anticipar escenarios. Claro que «todo cuanto vive responde a un orden, y los desórdenes aparentes no son sino cambios de equilibrio en el medio viviente» (E. Pinel, matemático y biólogo, citado en Brosse, 1978, p. 164).

      Entonces, ¿acaso una de las razones para compartir intimidades sin pudor es la pretensión de lograr un rédito narcisista de los seguidores? La realidad se diluye, tanto el perfil del exhibicionista como el del voyeur se establecen en el imaginario del interlocutor. ¿Puede considerarse comunicación esa suerte de monólogo? En realidad, deslizarse entre masas sin escuchar ni ser escuchado más que aparentemente no nutrirá ningún narcisismo, es una jungla que se devora sin nunca saciar.

      Los derroteros por los que cada cual logrará abastecer su autoestima vienen insinuados por la experiencia de las primeras etapas de la infancia y las emociones más primitivas son violentas, van de la mano de la curiosidad y la pulsión de apoderamiento. Las posteriores derivaciones (agresión, crueldad, envidia…) traducen el eterno conflicto que enfrenta narcisismo y objetalidad, placer y realidad.

      ¿Por qué mudará con tanta facilidad el objetivo inicial de las nuevas tecnologías de la comunicación —contactar, contrastar…— poniéndose al servicio de la violencia tanto hacia uno mismo como con el afuera? Suele dejarse muy poco espacio para escudriñar el significado simbólico de un mensaje, para teñirlo de emociones; el contenido manifiesto se impone sobre el aspecto relacional, aunque no siempre lo parezca.

      Así la palabra se volverá hacia lo que parece ser su contrario y aun enemigo: el silencio. Querrá unirse a él, en lugar de destruirle. Es «música callada», «soledad sonora», bodas de la palabra y el silencio (María Zambrano, Hacia un saber sobre el alma, 1950).

      ¿Cabe comunicación en el silencio? Para responder conviene brindar antes algunos matices. Decodificar lo que se escucha en el silencio estuvo —¿está?— al servicio de la supervivencia; el silencio repentino alerta; no importa si es en el cuarto de los niños o en plena selva, pero anuncia un giro inesperado que no se sabe qué puede acarrear.

      Es conocida la sentencia de Maurice Maeterlik: la palabra es tiempo y el silencio eternidad. O también «Silencio, placenta de sombra, oscuridad que envuelve a la palabra», de nuevo en el decir de María Zambrano (en Unamuno). El concepto se presta a ser modelado en manos de poetas, filósofos, físicos… y, ¡cómo no!, psicoanalistas. En el análisis es camino a la frustración que permite rememorar emociones, un espacio disponible para recorrer. En el silencio, las emociones se escuchan a sí mismas.

      Se limpian de ruido los mensajes encriptados, monjes y melómanos le dan densidad. Silencio vivo, compartido, opresor, forzado, inquietante… le caben todos los adjetivos.

      El silencio puede anunciar muerte, muerte de un sujeto o de una relación… eso al menos hay quien intuye cuando la respuesta al chat de turno se retrasa. El silencio es heraldo de la pulsión de muerte que describe el psicoanálisis. Pero un diálogo exige silencio de uno de los interlocutores, los mensajes atropellados de las redes parecen estar esperando la oportunidad de lanzarse. La escucha es frenar la impaciencia de la clasificación, que fija con demasiada premura conceptos que son y deben seguir siendo vacilantes.

      Nos detenemos en lo que resulta necesario o accesible en un momento determinado. Por ejemplo, la capacidad de apreciar un color como cualidad independiente de un material solo pudo desarrollarse al mismo tiempo que la capacidad de manipular los tintes artificiales (Gladstone, citado por Deutscher, 2010, p. 51). Con anterioridad, los distintos colores se percibían sin nombrarse de diferente forma… colores silentes, aletargados en su obviedad.

      Acostumbrados a la voz sin imagen (teléfono) y a la imagen sin voz (fotos), el chateo puede prescindir de ambas. Se dirá que así era en los intercambios epistolares, pero ya apuntamos antes aspectos que distancian un tipo de contacto del otro; el mapa en el que se intercambian los mensajes creció sin mesura, ya no es posible controlar el número de interlocutores, la incertidumbre gana terreno.

      El cerebro se las ingenia para ofrecernos una imagen relativamente estable del mundo: ruidoso, en silencio, con luz o en la oscuridad, conocido o imaginado, un mapa trazado con interpretaciones subjetivas nos acompaña con pequeñas modificaciones a lo largo de nuestra existencia. Creencias y prejuicios armados desde la infancia tiñen la percepción del adulto.

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      Armas sutiles cuando se trata de palabras que ocupan el silencio, mensajes que encubren más de lo que desvelan. «Las lenguas difieren básicamente en lo que deben transmitir, no en lo que pueden transmitir» señala Guy Deutscher (2010, p. 168) citando


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