Nínive. Henrietta Rose-Innes

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Nínive - Henrietta Rose-Innes


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a la adolescente, apoyado en el hombro derecho de Katya. La intensidad de su mirada se traduce en la presión física que ejerce sobre ella.

      La chica se incorpora de manera abrupta; despierta de un profundo sueño musical. Se desprende los auriculares y examina a Katya y a Toby con displicencia, con la cabeza inclinada hacia atrás. Luego se columpia para bajar a la acera y estira los brazos sujetándolos por la espalda, sacando el pecho como una paloma que expone sus alas al sol. Es linda. Ahora Katya la reconoce. Se trata de la niña que acaba de mudarse a la misma calle, la que desbarató la telaraña de Derek.

      Su cuerpo es compacto y sus extremidades elásticas: una figura concebida para hacer saltos mortales y paradas de manos. Piel cobriza, pelo corto alisado detrás de las orejas, facciones planas y pómulos marcados, de relieves armoniosos. Un piercing en forma de diamante en la aleta izquierda de la nariz. Un pequeño lunar en la mejilla derecha. Ojos oscuros, más avizores que hostiles. Probablemente sea tímida y no ladina: resulta difícil sacar una conclusión.

      –¿Qué hay? –dice la adolescente.

      He ahí que no es tímida.

      –Hola.

      Katya dirige su atención a la puerta de la cochera. Mejor dejar que los jóvenes interactúen entre sí.

      –¿Viste lo que hicieron en la calle? –pregunta la colegiala.

      –Uy, sí. Imposible omitirlo –Toby ríe y la mira embobado, con dulzura. ¡Es incorregible!

      Sin embargo, la chica lo examina sin animadversión.

      –Oye, ¿ustedes tienen crack?

      –¿Crack? –dice Toby.3

      –Grietas, grietas en las paredes. Debido a las vibraciones. Debido a las máquinas.

      Toby la observa, intranquilo.

      La niña alza una ceja curvilínea.

      –Mira –señala el muro en cuyo borde reposaba hasta hace unos minutos. Sin duda hay una grieta diagonal que hiende el alquitrán. ¿Acaso no ha estado siempre allí?

      –Y mira, mira, se extiende a lo largo de la calle. Yo sé lo que te digo –la adolescente salta sobre el pavimento (salta en verdad, como una chiquilla) y muestra el alquitrán, que en efecto se ve ominosamente resquebrajado entre sus pies. Subraya la longitud de la grieta con la punta del zapato; suspende las manos en el aire para mantener el equilibrio. Los pantalones grises, remangados, exhiben sus tobillos, angostos en comparación con las pantorrillas –firmes y parabólicas– y envueltos en exiguos calcetines blancos.

      ¿Será más joven de lo que Katya creyó? ¿Será mayor? Posee uno de esos rostros acentuados, donde los huesos se afianzan desde temprano y permanecen en su sitio durante décadas.

      –¿Vives por aquí? –pregunta Toby.

      La chica asiente, moviendo la cabeza de soslayo.

      –Por ahí. ¿Y tú?

      ¡Por favor!

      Katya continúa manipulando la puerta de la cochera hasta darse por vencida. En realidad es imposible abrirla sin el picaporte. La niña curiosea la escena con los brazos cruzados a la altura del pecho. Toby se ha ubicado a su lado en una postura análoga, también con los brazos cruzados. Copiones.

      –Toby, ¿necesitas una escalera o qué? –inquiere Katya.

      –No, está bien, puedo subir a través del techo de la cochera. Es fácil.

      Katya advierte que la adolescente despliega las piernas, con mayor amplitud, sobre la grieta en el alquitrán, revelando pantorrillas inesperadamente largas. La sonrisa de Toby se agranda tanto que parece a punto de rasgarse.

      –¿Lo harás en este momento? –dice Katya, con un tono más agrio de lo que desearía.

      –Justo en este momento.

      –Ten cuidado.

      Una vez dentro de la casa, Katya va dejando huellas de fango color caqui –traído de la calle– en la alfombra. Busca la escoba y la cubeta en un rincón de la cocina, donde una nueva grieta negra serpentea hacia la parte superior del muro.

      La longeva casa se edificó sobre cimientos arenosos que han ido zozobrando durante décadas, y Katya está acostumbrada a los extraños declives y rajaduras, a que el revoque se asemeje a una pantimedia deshilachada. Como ocurre con las tenues líneas de su propio semblante, no logra recordar el instante en que surgió o se propagó cada grieta, pero conoce sus formas, sus largos sesgos trazados en itálicas, sus sismogramas. No obstante, nunca había estudiado esta grieta en particular. Renegrida, afilada, atrozmente oblicua. Parece insurrecta. Su primer pensamiento –irracional– es que la chica está, de alguna manera, detrás de esto, jugándole una broma.

      ¿Es posible que la fisura haya horadado la tierra a dentelladas, partiendo del área de demolición y cruzando la calzada? ¿Qué tan profunda es? ¿Correrá por toda la casa, desde el suelo hasta la cima? La imagina recta y fina como un haz de rayo láser; imagina que escinde sus paredes, sus cimientos, el terreno hondo bajo el pavimento, efectuando cortes transversales en los densos estratos de tierra, grava, arena y alquitrán. De nuevo coloca la escoba en el rincón, pese a que no puede ocultar la falla.

      El teléfono suena de modo tan estentóreo que parecería que va a expandir aún más las grietas. Lo toma, en un arrebato, antes de que pueda producir un daño mayor.

      – RIP.

      La pausa, del otro lado de la línea, es irónica.

      –Soy yo, Kat.

      Katya distiende la mano y baja la voz.

      –Perdón. Hola. Tu hijo está en mi techo, si es que quieres hablar con él.

      Tal suele ser el motivo de las llamadas de Alma.

      Katya asocia a su hermana, de manera inexorable, con los teléfonos. Y, ciertamente, por estos días las llamadas telefónicas –o, más a menudo, los mensajes de voz– constituyen su principal modo de comunicación. Pero dicho hábito se remonta en el tiempo.

      Cuando Alma tenía trece años y Katya diez, la primera comenzó a fugarse. En ocasiones se esfumaba durante días, en otras durante semanas. Y un día lo hizo de forma definitiva: a los diecisiete, Alma se fue para no regresar. Pero Katya siguió recibiendo noticias suyas. Alma llamaba a horas inopinadas, desde cabinas telefónicas, desde destinos ignotos, a través de inmensas distancias. De pronto, la comunicación se interrumpía por lapsos prolongados. Esto sucedió antes de que existieran los celulares y, con los traslados de papá, no siempre resultaba sencillo que las hermanas se localizaran. Sin embargo, urdieron un plan con la tía Laura, prima distante de Len, que residía invariablemente en Pinelands. Cada vez que Katya contaba con un número telefónico válido, le informaba a Laura y obtenía a cambio el número actual de Alma. Para tales efectos, debía rehusarse a que la tía le sonsacara pormenores de trágicos chismes familiares.

      De alguna u otra forma, cada pocos meses Katya escuchaba el susurro seco de su hermana en el extremo opuesto de la línea, o a veces tan sólo un silencio breve e inequívoco: una estática plateada y crepitante. La imagen de Alma comenzó a desvanecerse en la memoria de Katya. Sólo lograba entrever cierta figura minúscula y delicada flotando en una nube, en algún lugar muy elevado y gélido. Una princesa de hielo, casi ilusoria, girando, ingrávida, en torno al punto fijo de la bocina que las conectaba. “¿Dónde estás?”, preguntaba Katya, “¿A dónde has ido?”

      “Oh, Kat”, suspiraba Alma, y su respiración trascendía los diminutos orificios de la bocina, formando cristales de hielo en los oídos de su hermana menor. Cada vez que Alma finalizaba la conversación, Katya estaba segura de que se había diluido por completo, como la escarcha en la mañana.

      Tres años después volvió a ver a Alma. Toby era un recién nacido, un bebé pálido de origen misterioso. Para ese entonces, Alma había empezado


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