Nínive. Henrietta Rose-Innes

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Nínive - Henrietta Rose-Innes


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Brand”, se lee en el panel: decimoquinto piso.

      –Gracias –murmura Katya.

      Cuando el ascensor alcanza el segundo piso, se le une un hombre joven y guapo, de piel satinada, que viste un elegante traje negro; en el cuarto piso se introduce una mujer escuálida con una bandeja de samosas. Nadie habla ni establece contacto visual. Katya, sin embargo, intenta emprender una breve escaramuza, un flirteo con el joven a través del metal bruñido de la pared. Trata de cruzar la mirada con él, pero el tipo es muy sagaz: no consigue descifrarlo. El sujeto tiene los ojos fijos en un rincón; no mira a nadie, ni siquiera a sí mismo. Eso parece antinatural pero también una habilidad: ¿quién, rodeado de espejos, puede no fisgar nada? Se retira en el octavo piso y la dama de las samosas en el décimo. Katya asciende sola. Imagina que es una cosmonauta en su traje de vuelo verde, recluida en una cápsula espacial. Si el artefacto continúa subiendo, podría acceder a la gravedad cero.

      Cuando las puertas lanzan un suspiro y se abren en el decimoquinto piso, se descubre en un corredor blanco, sobre una alfombra verde azulada con estampado de diamantes. Cada pocos metros dispositivos de iluminación en forma de discos, hechos de cristal ahumado, análogos a platillos voladores, penden del techo. Katya camina por el pasillo. Sólo se escucha el zumbido de algún sistema eléctrico (aire acondicionado, iluminación...). No hay ventanas; resulta imposible saber cuán lejos se halla del aire auténtico y de la luz del sol. Este panal de abejas guarda poca relación con la monolítica manzana de oficinas por la que dio vueltas previamente, buscando la entrada del estacionamiento.

      Cuenta los números de las puertas. Observa oficinas a derecha e izquierda, pero no hay rastro ostensible de sus ocupantes. ¿Es posible que los negocios vayan tan mal? Algunas muestran signos de actividad reciente y éxodo presuroso. A través de puertas entornadas columbra tarjetas postales humorísticas clavadas en pizarras de corcho, una torre de documentos impresos que se derrumbó y desperdigó en el suelo, una taza con cisuras abandonada en el fregadero de una minúscula cocineta. Es como si estuviera en el bergantín Marie Céleste.

      Al fondo del corredor, donde este se bifurca en una esquina, por fin hay una ventana. Desde allí se ven los techos de otros edificios. La banda costera: territorio usurpado al mar. Las azoteas se utilizan de diversos modos. Katya contempla jardines, sillas de plástico apiladas, montículos de chatarra metálica e incluso, en una de ellas, una glorieta y lo que parece ser un estanque. Puede distinguir peces koi en forma de gruesos torpedos, circulando por ahí, del tamaño de granos de arroz pero inconfundibles en virtud de su silueta. No tenía idea de que todo aquello ocurría en las alturas, de que todo aquello se suspendía sobre su realidad cotidiana. No obstante, la mayoría de las azoteas son cutres, emplazamientos que no deben ser vistos, como la parte superior de un refrigerador en el hogar de una mujer bajita.

      En el extremo opuesto del pasillo, justo antes de que se ramifique a partir de otra intersección, una encargada de limpieza se inclina sobre su sigilosa aspiradora y mira a través de una ventana similar. Katya se pregunta qué representan las calles de la ciudad para esta mujer, qué vestigios de humillaciones, curiosidades y placeres percibe en ellas. Ambas, únicas sobrevivientes de cualquiera que sea la plaga misteriosa que ha expulsado a todos del decimoquinto piso, otean la sórdida cúspide de la urbe.

      La mujer le echa un vistazo rápido y anodino, y se concentra en acelerar su aspiradora. Se trata de un recordatorio. No está aquí merodeando; está haciendo su labor. Katya también se encuentra en plena faena. Pasa junto a ella sin importunarla con otra mirada.

      En lo que se aproxima a la siguiente esquina, descubre indicios de vida. No es el señor Brand, sino otra figura sólida y potente, lóbrega en contraste con la luminosidad del corredor. Se dirige a ella con la mano extendida y una sonrisa centelleante.

      La mujer tiene aspecto esmerilado y es algo rolliza y fragante, cual un confite navideño. Usa un lápiz labial color manzana acaramelada y un escote profundo pero elevado. Sus piernas, al parecer carentes de rodillas, se estrechan con suavidad desde los muslos, envueltos en nailon, hasta los tacones de aguja. Su corte de pelo ovalado fulgura como seda negra y –presume Katya– posee refinadas extensiones de cabello.

      Katya la reconoce de inmediato: a ella pertenecía la voz tersa en el teléfono. En raras ocasiones, una voz concuerda tanto con la persona física que la emite. Sus labios son extravagantes, en forma de moño, perfectamente redondeados, y revelan dientes blancos y húmedos. No hay nada seco o frío o brusco en esta dama. Es todo arcos y curvas, un contorno esbozado con bolígrafo para caligrafía y relleno de intensos colores. Ofrece una mano, y Katya siente que las puntas de sus uñas esmaltadas le rozan la palma de la mano.

      –¿Señorita Grubbs? Soy Zintle.

      De pronto, Katya se convierte en una niña con las rodillas raspadas en carne viva, y ranas en los bolsillos. Con rabos de cachorros. No debió haberse puesto el uniforme: sus poderes son limitados en determinados escenarios y con determinada gente. Por si fuera poco, Zintle es alta. Vivir a escasa distancia del suelo tiene sus ventajas en lo que concierne a su oficio (agilidad, destreza para penetrar en espacios pequeños), pero ahora se siente inhibida ante esta mujer sustanciosa. Extraña la presencia de Toby, aunque el chico sea maleable y quebradizo.

      –Señorita Grubbs –dice Zintle, hallando honduras resonantes en el nombre, que Katya no sabía que existían–. Estamos muy contentos de que haya venido. El señor Brand está muy entusiasmado con su labor.

      Los ojos de Zintle, dispuestos en marcos forjados de manera delicada con sombra cobriza, se ensartan en el semblante de Katya, al acecho de datos. Sujeta su brazo y la conduce hacia una oficina: una escolta gentil y a la vez acuciante.

      –Ya ha trabajado antes para el señor Brand, según entiendo.

      –Sí –Katya desea hablar más, incluso inventar algo. La mujer parece tan solícita...

      Pero Zintle la compele a darse prisa, de manera abrupta.

      –Estupendo –dice, mientras gira sobre uno de sus tacones, bate una puerta y cautelosamente introduce a Katya en el interior. Sus movimientos se asemejan a una coreografía.

      En la oficina todo es luz y cielo. Al fondo hay un muro de cristal. Más allá, Katya puede ver la fragosa ladera de Signal Hill, las mezquitas y la frente de la montaña. El cielo se presenta inmaculado pero teñido de ese gris triste, plomizo, que se percibe a través de las ventanas de doble acristalamiento.

      –Tome asiento –dice Zintle, instalándola con pericia en un sofá de cuero. Ella también se sienta y cruza una pierna aterciopelada sobre la otra.

      –Y bien, ¿conoce el esquema del proyecto?

      –Bueno, en realidad no. No sé mucho sobre el tema. Acaso el señor Brand...

      –Está en Singapur. Aparentemente –Zintle se reclina y pasa la mano por su cabello, cuya forma se restablece a cabalidad.

      El cuero del sofá es rígido y resbaloso, y Katya siente que sus nalgas, enfundadas en el overol, se deslizan hacia el borde. Descubre que cruzar las piernas no sólo es signo de feminidad, sino que también ayuda a mantener la posición.

      –Usted se dedica... Se dedica a la exterminación, ¿no es cierto? –Zintle entrecierra los ojos y sonríe con mordacidad.

      Katya aprecia el estilo de la mujer. Tiene una manera de hablar lúdica, teatral, como si ambas estuvieran interpretando cierto papel en una obra un poco insinuante. Katya comete pifias en las líneas del libreto que corresponden, pero eso parece ser parte del juego. Zintle aún no le ha guiñado el ojo; no obstante, hay una suerte de oscilación, de parpadeo de mariposa en cada sílaba.

      Aun así, las respuestas de Katya siguen siendo entrecortadas. ¿De qué otro modo podría conversar con una persona tal, que no sea jugando a ser la piedra para su papel, la roca para las cuchillas plateadas de su tijera?

      –Así es –contesta–. Bueno, de hecho se trata de reubicación.

      –Precisamente. Entonces... –Zintle se inclina hacia delante; su postura indica que


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