Nínive. Henrietta Rose-Innes

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Nínive - Henrietta Rose-Innes


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la ha transformado en absoluto; apenas ha agregado o sustraído ciertos artículos. Ni siquiera ha movido los muebles de su ubicación, pese a que algunos la sacan de quicio. Por ejemplo, hay un viejo casillero para guardar archivos que bloquea el paso entre la cocina y el hueco de la escalera. La cama matrimonial es, por lejos, demasiado grande para el pequeño dormitorio, y excede sus necesidades. Pero si empezara a cambiar de sitio libreros y camas, tendría la sensación de que la casa entera podría averiarse, tan sólo dejaría de funcionar y se vería obligada a tratar de reensamblar un complejo artilugio que desmanteló de forma atropellada. Lo haría todo con desatino. Y, por lo demás, le gusta el hecho de que estos muebles posean una historia: un nombre rayado en el envés de la mesa, la calcomanía de un arcoíris –que formaba parte de la iconografía de los años setenta– adherida a la ventana del dormitorio. Tales elementos hacen que su propia existencia aquí se antoje más plausible: otra persona, en algún momento, se las arregló para edificar una vida en este mismo espacio.

      Resulta desalentador, entonces, advertir que una desatención respetuosa no es suficiente. Lograr que las cosas permanezcan justo como están requiere un mantenimiento arduo, del mismo modo que el césped debe cortarse o el cuerpo nutrirse de alimento. Se trata de la labor incesante que es imperioso emprender para apuntalar al mundo.

      –Qué no daría... –dice Katya en voz alta–. Qué no daría por...

      ¿Por qué? Por un poco, no precisamente de opulencia, sino de holgura, de inmutabilidad. Transitar sin fatiga de una acción a la siguiente, como imagina que hace cierta gente: la tierra discurriendo por debajo igual que una cinta transportadora, el mundo auspiciando la travesía.

      El hombre que conoció hoy... El tipo vive en un mundo semejante. Prados bien recortados serpentean bajo sus onerosos zapatos. Recuerda el aroma de su whisky. La dimensión de su cuerpo. Su apretón de manos. Ella es, prácticamente, una experta en apretones de manos masculinos, y aquel fue pertinente: seco, no como el de alguien que quiebra los huesos y tampoco el de quien ofrece un manojo endeble de falanges.

      En general, a Katya no le gusta que la toquen, pero cuando alguien lo hace, debe proceder con firmeza. Las manos del hombre la remitieron a aquellas que aparecían en los viejos anuncios publicitarios de cigarros Rothmans, presentes en las revistas de su infancia: pertenecían a pilotos de aviación, a almirantes... Eran sólidas, francas y generaban tranquilidad. Esas muñecas angulosas asomando de las mangas de uniformes navales, con uñas impecables y un tenue rocío de vello en el dorso de las manos, le extendían una cajetilla de cigarros al espectador.

      Katya saca un brazo empapado de la tina y extrae del bolsillo superior de su overol la tarjeta del hombre. Una tarjeta sofisticada, con relieves, color crema. La da vuelta. “Martin Brand, Propiedades Brand”, se lee bajo el logotipo, un dibujo de bloques de construcción. Cuando hablaron por teléfono, la señora Brand pronunció su apellido en inglés; Katya prefiere su significado en lengua afrikáans. Le gusta el modo en que el sonido rotundo del vocablo encierra una conflagración secreta. Palpa el filo de la tarjeta y se la lleva a los labios.

      Detecta una grieta nueva y escabrosa que atraviesa el revoque del techo del baño. Tiene una forma acusatoria: de devastación, de relámpago. El tipo de cosas que se envían desde arriba como castigo por algún crimen perspicuo. El tipo de cosas que uno invoca para sí mismo.

      III. GRIETAS

      La llamada se presenta una mañana, días más tarde, mientras Katya se frota el pelo después del baño y observa a Derek por la ventana del piso superior. Derek se encuentra en la acera opuesta, de espaldas a ella, entretejiendo algo –un pedazo de cinta adhesiva o un lazo– en los orificios de la valla que rodea el perímetro de construcción. La imagen es fascinante y el teléfono la sobresalta.

      La voz en el auricular es pomposa. Katya casi puede oler el almizcle en el aliento de la mujer y percibir la textura de su lápiz labial. Ventas por teléfono, piensa, o alguien realizando el seguimiento de una factura impagada.

      –¿Señorita Grubbs?

      –¿Quién habla?

      –¿Reubicación Indolora de Plagas?

      Katya rectifica su tono.

      –Así es. ¿En qué podemos servirle?

      –Espere un momento, por favor. Hablará con usted el señor Brand.

      Silencio y un tecleo furtivo.

      –¡Grubbs!

      Rememora su voz, aunque ahora ya no es gutural, ya no arrastra las palabras por obra del alcohol. Se mira a sí misma –está envuelta en una toalla– y se toma unos instantes para deslizarse mentalmente dentro del overol y abotonarlo.

      –Así me llaman.

      –Entonces yo te llamaré de la misma manera. Creo que nos conocimos en nuestra recepción en el jardín. ¿Lo recuerdas, quizás? Usabas un color verde bastante atractivo.

      Su voz es tersa como el mármol, maciza pero pulida. Le sugiere esas esferas colosales de piedra que uno ve rodando en torno a su eje en torrentes de agua, en las explanadas de oficinas corporativas. Podría transmitir confianza si no fuera por su tono un poco cáustico.

      –Camisa blanca –dice Katya–. Demasiada bebida.

      –Y hubo más antes de que concluyera el día; muchísimo, me temo.

      En la calle, Derek ha continuado su camino. El lazo que dejó atrás configura un circuito zigzagueante en la alambrada, como redes que harían las arañas en un viaje de ácido.

      –La cuestión es que ahora –prosigue la voz del señor Brand– tengo un problema, un problema persistente, y quisiera contratar tus servicios. Si estás disponible.

      –Depende –apunta Katya–. ¿De qué clase de trabajo estamos hablando?

      –¿Qué clase de trabajo? Combatir a las orugas, por supuesto. ¿De qué otra cosa podría tratarse?

      Después de colgar la bocina, Katya se sienta en calma durante unos minutos, cavilando. Afuera, una colegiala –camisa blanca, pantalones grises, zapatillas– deambula y pasa junto a la manualidad de Derek sin reparar en ella. Probablemente pertenezca a la familia que acaba de mudarse a la misma calle. En su trayecto, la niña pizca con indiferencia el extremo del lazo y, conforme avanza, el zigzag se desenreda, dando latigazos contra el alambre hasta que la cerca vuelve a estar vacía. El lazo ondea detrás de ella como una cola.

      Una pluma cae en el hombro de Katya mientras algún ave bate las alas en lo alto. Ella mira hacia arriba, hacia la tubería: un puente peatonal ennegrecido. Le parece un buen augurio: las bestias están aquí. Palomas de ciudad en el sitio apropiado.

      Siempre le han gustado los estacionamientos, su sentido de intervalo. Poco importa cuán lustrosos sean los centros comerciales que yacen por encima o por debajo, los estacionamientos siempre asemejan rudimentarias mazmorras de hormigón crudo. No son espacios agrestes, pero tampoco civilizados. Las esquinas y fisuras umbrías logran que se agucen sus sensores de plagas urbanas. Aquí uno obtiene sus ratas, en ocasiones sus palomas. No se trata de una fauna enormemente diversa, pero sí de animales tenaces, adaptados a la oscuridad.

      Este estacionamiento no posee nada peculiar, sino el habitual concreto sucio y columnas inacabadas. La vieja camioneta de RIP se ve polvorienta y descastada entre los BMW y Mercedes. Mientras se pasea en dirección a la escalera, Katya desliza las yemas de los dedos sobre los flancos brillantes de los automóviles –conchas metálicas, similares a caparazones de escarabajos gigantes.

      Un breve tramo de escalera y luego una puerta batiente transforman la atmósfera de manera abrupta. Hay un lobby alfombrado y bien iluminado, y un custodio de uniforme color canela que anota su nombre y le toma una fotografía con una cámara web idéntica a una diminuta Estrella de la Muerte de La guerra de las galaxias. A continuación, debe presionar el pulgar contra una pantalla de cristal que irradia una luz azulada. El custodio y Katya no intercambian palabra. Él le señala algo detrás de su hombro derecho, en silencio,


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