Nínive. Henrietta Rose-Innes
Читать онлайн книгу.aprieta y rechina los dientes.
–Ese es mi padre.
–La misma pandilla, ¿no?
–No, yo soy diferente: empresa diferente, enfoque diferente.
–¿Cómo?
–Yo doy un trato humano, compasivo. Indoloro. Diferente.
Él golpetea los nudillos de sus dedos con el filo de la tarjeta.
–Bah. Bueno, más te vale que lo seas. Porque tu papá me estafó de modo espectacular, ¿lo sabías? Len Grubbs. Tomó mi dinero, anduvo jodiendo por ahí y se fue a la verga. Puedes contarle que dije eso.
Katya siente que está de pie en una posición extraña, inerte y tensa. La magia del uniforme comienza a fallar. Se encoge de hombros impasiblemente, con aire forzado.
–No tengo nada que ver con eso. No he visto a mi padre en años.
Él la mira, asiente e introduce la tarjeta en el bolsillo de la camisa. El aspecto de su camisa es terso pese al clima caluroso: algodón fino, sin duda alguna. Está transpirando la bebida alcohólica, pero sus prendas resisten. Y ahora se presenta la anfitriona, similar a un jacinto silvestre, en la esquina de la casa, gesticulando con su vaso. El rostro del hombre denota irritación en su momentánea parálisis, pero se levanta y aún sonríe de modo cordial. Sus movimientos son más contundentes y enérgicos de los que, por derecho, ejecutaría cualquier borracho.
–Bueno, te vamos a dar una oportunidad, supongo. Quizá pronto haya algo más de trabajo.
A continuación se inclina hacia delante y desliza su propia tarjeta –que aparece como por arte de magia en su palma: un truco– en el bolsillo de Katya. Ella percibe el cartón resbalando a través de la tela.
–En verdad creo que prefiero a mis combatientes de orugas. Sin embargo, ah... –la observa de arriba abajo; esboza un guiño– tratamiento indoloro.
En tanto la camioneta de RIP brega para subir por el escarpado sendero que conduce hacia la entrada, Toby se halla inusitadamente inmóvil. Posee una caja llena de orugas en el regazo, sus dedos largos descansan sobre la cubierta y cada cierto tiempo tamborilea en la madera con el índice y el dedo medio: un ritmo íntimo, que genera sosiego. Pobres criaturas, arrancadas a la fuerza, negándoseles su peregrinaje.
–¿Qué fue eso? –inquiere Toby con bastante acritud–. Ese tipo.
–Nada. Sólo el patrón.
Katya cambia a primera velocidad para eludir una conversación más pormenorizada. No obstante, alrededor de la curva del sendero se estaciona a un costado, saca la cajetilla de cigarros y la destapa despacio.
–¿Para qué son esos bichos?
Ella gira la manivela de la ventana y arroja las orugas entre los arbustos.
–Alguna garantía. Nos da un motivo para volver una vez más.
–¡Tía Katya! –ríe Toby– ¡Malvada! ¿Dónde lo aprendiste?
Se toma un segundo para responder.
–Mi papá –dice–. Mi papá me enseñó esa artimaña.
Notas al pie
1 Serpiente venenosa cuyo nombre significa “serpiente de árbol” en afrikáans y neerlandés. [N. de la T.]
2 Grub significa “larva” y, entre otros verbos, “cavar” y “desmalezar”. Por otro lado, el adjetivo grubby significa “sucio”, “asqueroso”, “sórdido” y “gusaniento”. [N. de la T.]
II. DESPRENDIMIENTO
Resulta extraño lo que le repugna a la gente. ¿Quién desdeñaría la amistad de un gecko, por ejemplo? Un gecko de ojos dorados, piel traslúcida y dedos extendidos en el muro de una granja. ¿Quién podría resentirse ante una araña de patas largas que teje su entramado de plata en el ángulo de una habitación? Pero las personas lo hacen: pagarán para que los maten, los envenenen, los destruyan.
Katya no destruye. Ese es su talento y su campo de acción. De manera que reubicará un nido de avispas, desviará una invasión de orugas, despejará un tejado repleto de palomas que anidan en sus rincones, batallará con un tropel de gatos sarnosos. No respinga cuando debe hacer frente a infestaciones de cucarachas, cúmulos de ratones, migraciones anómalas de abejas y puercoespines. Ha lidiado con babuinos, aunque dicha labor es inusualmente ardua. Por lo general, prefiere las bestias más pequeñas. Alienta a las arañas y es amiga de las palomas, a quienes otros llaman, sin piedad, ratas del aire. Su filosofía consiste en respetar a cualquier criatura que se las arregle para subsistir en la ciudad: criaturas que realizan todo tipo de actividades clandestinas, roban bocados de comida y día tras día negocian nuevos armisticios con los humanos entre los cuales viven. Sobrevivientes, ocupantes ilegales e invasores. Seres díscolos y tenaces. Ellos tienen su lugar.
En su mayoría, no hacen ningún daño real. Son objetables sólo porque han errado el camino y se han apartado de las zonas a las que pertenecen, o porque les provocan escalofríos a los humanos. Pero Katya no se estremece. Nunca. Es capaz de colgarse una serpiente alrededor del cuello, cual si fuera una bufanda, y sentir las escamas áridas, fluidas como el agua, en sus palmas envueltas en látex: no hay problema.
Tal es su tarea: auxiliar a esos pequeños residentes temporales en una tierra ajena. Llevar la naturaleza de regreso a la naturaleza, mantener amansada a la mansedumbre. Patrullar las fronteras. En ocasiones, una parte de sí misma quisiera revertir la circulación, enmarañarla. Tomar esta caja de orugas, por ejemplo, y vaciarla en aquel palacio de Constantia que acaban de abandonar, aun cuando eso signifique caos, alaridos, vestidos arruinados y cuerpos esponjosos estrujados contra el césped.
Pero he ahí la voz de su padre. Su sentido del humor iracundo.
Len Grubbs: hombre dedicado a la fumigación de plagas durante toda su vida. Un exterminador. Jamás se molestó demasiado en hacer las cosas de forma correcta o en volver a situar las cosas en el lugar debido.
Trampas y veneno: sólo sabía de eso. Con frecuencia recibía mordeduras. Una vez lo mordió una víbora bufadora. E incluso mientras padecía esa agonía, se aseguró de moler a palos a la bestia hasta matarla. Un combate cuerpo a cuerpo: así es como Len Grubbs desempeñaba su oficio.
En contraste, el trabajo de Katya se funda en un procedimiento relativamente amable, centrado en el rescate y la limpieza. Con todo, saca a la luz su temple malicioso, inicuo. Quizá por la clase de animales a los que tiene que enfrentarse, y que su padre enfrentó antes que ella: los indeseados. Los indeseables.
En el Bosque de Newlands, Katya y Toby ascienden a través de los pinos y transportan las cajas hasta un sector de árboles autóctonos. Ella está contenta de recorrer este tramo desolado en compañía de Toby. Internarse sola en el bosque puede resultar angustiante, aunque le gusta pensar que una mujer con una caja de aborrecibles orugas presionada contra su pecho se encuentra a salvo de la mayoría de los posibles embates.
Se hallan en una zona distante del itinerario habitual, en un territorio que Katya no visita a menudo. Ha sido idea de Toby. El chico divisó un árbol que parece inmejorable para las orugas. Ella advierte, con interés, otro aspecto de su sobrino que desconocía: su predisposición a vagar por los bosques.
Toby se quitó los zapatos en la camioneta y sus enormes pies, que han tomado la delantera, franquean con confianza el lecho de agujas de pino. En tanto Katya lo observa moviéndose contra las ramas –algunas resplandecen, blanquecinas, en la incipiente oscuridad del aire–, piensa de nuevo que es como un joven árbol. Pese a su complexión delgada, su cabello liso y frágil, y sus ojos líquidos, Toby no es un chico mustio. De hecho, posee una suerte de resistencia elástica, semejante a la de la madera recién cortada. Y he ahí el verdor vegetal que corre por sus venas, bajo la piel, y el aroma de su cuerpo, ligeramente parecido al de la savia.