Nínive. Henrietta Rose-Innes

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Nínive - Henrietta Rose-Innes


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de un niño robusto y rubio en un adolescente espigado. No es guapo. Su rostro es demasiado amplio a la altura de la frente y puntiagudo en el mentón; la nariz, prolongada en exceso. Pero tiene esos ojos luminosos en las profundidades, tras extensas pestañas, y la delgadez de los labios se compensa en virtud de su encanto, del modo en que los junta y los presiona entre cada sonrisa, mientras reprime pensamientos indefinidos. ¿No es cierto que las chicas desearían algo así? Además, una vez que haya ganado volumen, tendrá la estatura a su favor. Hombros anchos. Piernas interminables. Dedos estilizados, idóneos para rasgar las cuerdas de una guitarra en torno a fogatas. Sin duda, alto como su padre, piensa Katya. Al contrario que nosotros. El pelo también atestigua la herencia de ese hombre: el padre lívido a quien ella jamás conoció, pero que parece revelarse a sí mismo, en diversas etapas, a través del cuerpo de su hijo, a partir de desplegar las extremidades del adolescente, de flexionar sus dedos esbeltos, disímiles a los de los Grubbs.

      Los Grubbs son bajos pero con músculos bien desarrollados, de piernas cortas y brazos demasiado largos. Gente análoga a los monos. Rostros simiescos, narices chatas. A su hermana Alma, de cabello largo y claro, dichos rasgos la hacen verse bonita. Katya siempre usó el pelo corto y es más oscuro, como el de papá. Todos tienen el mismo porte: se conducen con celeridad y la espalda recta.

      Las orejas de Katya, misteriosamente pequeñas, deben provenir de su madre, igual que sus senos grandes. Pero en todos los demás aspectos, la influencia de Sylvie, como su memoria, es difusa y va atenuándose de manera paulatina. Hay muchas otras partes del cuerpo en las que Katya puede identificar, sin asomo de duda, la vigorosa estirpe de su padre. Las manos, por ejemplo. En los viejos tiempos, cuando solían comer juntos, se descubría analizando los dedos ínfimos de Len, unidos a unas palmas cuadrangulares, útiles. Al dirigir la mirada hacia la mesa, ahí estaban las mismas manos, si bien más pequeñas y en una versión menos deteriorada, asidas a sus propios cuchillo y tenedor. Siempre temió desarrollar los nudillos protuberantes de Len, nudillos que hacía restallar en los oídos de sus hijas para despertarlas cada mañana.

      Alma también había heredado esas manos, aunque ella las usaba con delicadeza, manipulando los cubiertos con precisión neurótica. Las puntas de sus dedos índices oprimían el acero de modo inofensivo, en tanto diseccionaba la comida en bocados más y más diminutos. En respuesta, Katya emitía ruidos al comer y masticaba con la boca abierta –igual que papá–, mostrándole a Alma sus dientes y su desprecio.

      Katya se pregunta cómo habrá cambiado Len con la edad. Acaso esté calvo. La última vez que lo vio, su cabello empezaba a volverse ralo. Su semblante parecía menos simétrico, las facciones más acentuadas; los ojos y la nariz destacaban en la cabeza pequeña y redonda. No obstante, su expresión, en esencia, seguía siendo la misma: imperturbable, despectivamente risueña. Con frecuencia atisba esa expresión, pese a que no se ha encontrado con su padre en años. La percibe en el espejo casi todas las mañanas.

      Toby se detiene, de súbito, en un pequeño claro bajo un árbol ensortijado. Alrededor de la base del tronco hay algunas tablas y rocas homogéneas, dispuestas en círculo. Sobre las rocas, cera derretida de velas.

      –¿Cómo hallaste este lugar, sea lo que sea?

      Él se encoge de hombros: un movimiento desorbitado, dada su incipiente amplitud.

      –A veces vengo aquí con amigos –dice.

      –¿Eh? –se desconcierta Katya– Vaya, pues.

      Se trata, sin discusión, de un sitio al que uno acudiría para fumar mariguana; ella también fue adolescente en alguna época. Otra cosa que ignoraba acerca de Toby.

      Katya toca un tegumento duro y velloso. Le pertenece a un almendro salvaje, la especie que Jan van Riebeeck utilizó en su famoso seto vivo, destinado a mantener a los khoisan fuera del antiguo asentamiento holandés. ¿Podría ser este uno de los árboles originales?

      Seguro papá me enseñó eso, reflexiona.

      Las ramas gruñen y tiemblan. Toby está en las alturas, por encima de su cabeza; sus grandes pies se aferran al tronco.

      –Oye, baja de ahí. No hay tiempo para travesuras.

      El chico cae al suelo, a su lado, en medio de un alboroto de vástagos que se dispersan.

      Niño insolente. Niño de caricatura. Siempre ha experimentado instantes repentinos de energía y extenuación. Retoza durante un minuto y al siguiente se desmorona y toma una siesta, esté donde esté. Galopa u holgazanea o se pasea sin rumbo; baila, zumba y da brincos. Katya lo imagina levantándose de la cama durante una bella mañana y saltando con ambas piernas para introducirse en sus jeans. Cuando descansa, yace inerte; en estado de vigilia, se ve naturalmente alerta, radiante y perspicaz. No existe una fase de transición. Katya jamás ha vislumbrado turbiedad o apatía en sus ojos.

      Toby se acuclilla junto a las cajas y la mira, expectante.

      –Hazlo, Tobes. Tú sabes cómo.

      Katya lo escudriña mientras descorre el pestillo de una de las tapas, saca una oruga con sus largos dedos y la coloca en la corteza del árbol. Toby ha adquirido confianza en su labor. Ella lo sabe por la manera en que suele acariciar o alzar en brazos a algún pequeño y triste viajero. Cierto gato sarnoso o cierta cucaracha desventurada. El toque familiar.

      –¿No es esto genial? –susurra al tiempo que las criaturas reanudan su marcha.

      Arrodillados uno junto al otro, Katya y Toby contemplan la tortuosa urdimbre de cuerpos de oruga. Él ha elegido bien el árbol; las bestias lo aprueban.

      –Ya está hecho –dice; su voz se ha suavizado y es más honda en el crepúsculo.

      Una visión memoriosa surge, de modo inexacto, a partir de la escena. Seguro fue aquí o cerca de aquí, años atrás y al anochecer... Katya había emprendido una caminata... No. Eso no es certero. Era una niña y no andaba por cuenta propia. Iban ambos. Ella y papá. Katya podía oler su tabaco liado. Habían tomado una senda durante el ocaso, cuando ya casi oscurecía. Los árboles se cerraban en un túnel sobre ellos. Estaban trabajando.

      Presta atención. Papá se hallaba agachado, resuelto; su cuerpo entero se dirigía hacia un punto en el terreno. Ella se postró junto a él, cautelosa y taciturna. Orgullosa de sus pasos sutiles, de sus acercamientos sigilosos.

      Una silueta negra se crispaba en la arena. Al principio, pensó que se trataba de cierto tipo de insecto, de una mariposa aletargada batiendo sus alas. Pero, al apoyarse en el suelo, vio que era un mamífero: una musaraña, del tamaño de la coyuntura de su dedo pulgar, absorta en alguna actividad vehemente. Tan absorta que hizo caso omiso de quienes la investigaban, aun cuando Katya aproximó el rostro. Su pelaje era algo más oscuro que el color de la hojarasca; sus garras, delicadas y virulentas. Katya comprendió por primera vez por qué las musarañas son emblemas de ferocidad: esta minúscula criatura estaba sumida en una carnicería. Sujetaba a una lombriz de tierra que intentaba huir hacia un hoyo. Arrastraba el cuerpo baboso, rosado y grisáceo fuera del suelo, con una mano sobre la otra –como un marinero que maniobra una soga gruesa–, y simultáneamente lo embutía entre sus fauces, abiertas de par en par a fin de dar cabida al tubo convulsionado. Un espectáculo ridículo, obsceno, imponente.

      Estuvieron allí sentados durante largo rato, curioseando aquel salvajismo en miniatura, hasta que la luz se desvaneció. Su padre se puso de pie sin necesidad de impulsarse con las manos. Ella admiraba su fuerza nervuda, su entendimiento instintivo del bosque. Imitó su movimiento, tambaleándose un poco para mantener el equilibrio. En otro momento, él habría concluido la aventura con un aullido o, peor aún, con un zapateo. Pero esa noche guardó silencio. No muy a menudo permanecía tan estático.

      El silencio de aquella noche lejana, los troncos de los árboles, ennegrecidos en oposición al cielo fulgurante... En su memoria, la escena entraña un sentimiento místico. ¿Es posible que Len la haya tomado de la mano para conducirla a través de los árboles? Seguro que no.

      –Ey –dice Toby–. No está funcionando.

      La luz es lánguida bajo el árbol en el que liberó a las orugas. Algunas


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