Heartsong. La canción del corazón. TJ Klune

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Heartsong. La canción del corazón - TJ Klune


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      aúlla y canta y déjalos que oigan

      hay

      (robbie)

      (robbie)

      (ROBBIE)

      ???

      qué es

      qué es eso

      otro lobo

      es eso otro lobo

      quién eres

      no estás aquí

      dónde estás

      no te encuentro

      PERO TE HUELO

      TE HUELO

      (robbie robbie robbie)

      por qué estás aquí

      por qué estás conmigo

      (te veo)

      (te veo)

      qué es

      quién es

      quién soy

      quién soy yo

      soy

      lobo

      soy

      soy

      yo

      Ahogué un grito cuando volví a mi forma humana y caí al suelo, resbalándome sobre las hojas y las agujas de pino. Aterricé de espaldas y me quedé contemplando el follaje encima mío, agitado. Se veían destellos del cielo azul entre las hojas verdes.

      Pero lo único que sentía era el azul.

      –¿Qué demonios? –susurré.

      Me levanté. Hice una mueca cuando un tajo que tenía en el hombro comenzó a sanarse. Sacudí la cabeza e intenté aclarar mis ideas.

      Me paré despacio, con la cabeza ladeada.

      Escuchando.

      Hubiera jurado que había otro lobo en la reserva.

      Uno que yo no conocía.

      Me quedé inmóvil.

      Esperando algo. Cualquier cosa.

      No pasó nada.

      Miré a mi alrededor.

      Solo árboles.

      Estaba solo.

      Sentí frío.

      –Genial –murmuré–. Ahora estás escuchando cosas. Maldición.

      Decidí volver a casa.

      No le conté a Ezra lo que me había parecido escuchar.

      Teníamos otras cosas de que preocuparnos.

      PROTÉGEME/ CONFÍO EN TI

      –Santo cielo –gemí–. ¿Llamas a esto música?

      Ezra sonrió.

      –Siéntete libre de sacar la cabeza por la ventana como un buen lobo si piensas que estarás mejor así.

      –Eso es especismo. Deberías sentirte muy mal y pedir disculpas.

      Pero bajé la ventanilla de todos modos. Hacía más calor que en Maine. Me sentía rígido y dolorido, listo para largarme del coche, especialmente porque habíamos estado escuchando a una mujer ulular en italiano durante la última hora. Ezra pensaba que escuchar ópera me enseñaría a ser más culto, pero era una tortura la mayor parte del tiempo. No ayudaba estar atascados en el tráfico cerca de Fredericksburg, una ciudad pequeña a las afueras de Washington D. C. El aire estaba cargado del humo de los caños de escape, y sentía, con bastante convicción, que nos envenenaría y moriríamos.

      –Me siento muy mal y pido disculpas –recitó Ezra, obediente.

      –No te creo.

      –Ah. Bueno. Por lo menos lo intenté –pero, porque no era un completo imbécil, le bajó el volumen a la mujer que chillaba acerca de su amor perdido, tallarines o algo por el estilo–. Ya casi llegamos.

      –Eso has estado diciendo durante las últimas dos horas.

      –¿Cómo es que no sabía que eras así? –se preguntó, echándome un vistazo.

      Dejé caer la mano fuera de la ventanilla, y le di golpecitos al costado del vehículo.

      –Porque nunca hemos tenido que viajar tanto antes.

      –Podríamos haber tomado un avión.

      Puse los ojos en blanco.

      –Sí. Porque un hombre lobo en un tubo de metal cerrado con un montón de desconocidos y niños que gritan es siempre una buena idea.

      –No has volado jamás.

      –Nunca fue necesario –me encogí de hombros–. Y no me gusta la idea de estar… tan arriba. Me gusta tener los pies sobre la tierra.

      El auto avanzó milimétricamente.

      –No es tan malo como crees.

      –Creo que es bastante malo, así que… –un letrero más adelante indicaba que nuestra salida estaba a unos pocos kilómetros. Sentí alivio. Llegaríamos a la manada antes del anochecer–. ¿Saben que vamos?

      –Han sido notificados, sí. No respondieron, pero hemos cumplido con el protocolo.

      –¿Y qué hacemos si no están?

      Sentí que me miraba.

      –¿Dónde podrían estar?

      –No lo sé. Pero si cortaron la comunicación con Michelle, ¿qué te hace pensar que querrán vernos?

      –Porque no son estúpidos –explicó Ezra, pacientemente–. Saben que las reglas existen por una razón. Si no están, los esperaremos. Tienen que volver, en algún momento. Es su hogar. No lo abandonarían. El territorio es importante para los lobos, en particular para un Alfa.

      –¿Y si nos atacan?

      –¿Por qué lo harían? –parecía sorprendido.

      –Quizá no quieren vernos. Quizá hay una razón por la que dejaron de comunicarse.

      –Puede ser, pero sea la razón que sea, nuestro trabajo es asegurarnos de que entiendan las reglas y que las sigan.

      Nunca nos habíamos enfrentado a una manada que continuara siendo verdaderamente desafiante una vez que le hubiéramos recordado su lugar. Los desacuerdos eran inevitables, pero Michelle no era tan rígida como para no prestarle atención a los problemas de los lobos.

      Éramos sus emisarios, una extensión de ella, y a algunas de las manadas yo les caía mal a primera vista por eso. Siempre les explicaba que entendía lo que estaban haciendo y que yo era un mediador. Un conciliador. Trasladaba sus preocupaciones a la Alfa de todos, y si ella consideraba que sus inquietudes eran válidas y que su intervención era requerida, se encontraba con ellos cara a cara. Todo el mundo sentía que había sido oído. A veces se hacían cambios.

      A veces, no.

      Como sea. Esto se sentía un poco distinto

      –Si pasa algo raro, te quedas detrás de mí –le dije a Ezra,

      Se rio.

      –¿Me protagerás?

      –Sí.


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