La Reina de los Caribes. Emilio Salgari
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Emilio Salgari
La Reina de los Caribes
e-artnow, 2021
EAN 4064066444747
Índice
Capítulo 3: La traición del intendente
Capítulo 4: Sitiados en el torreón
Capítulo 6: La llegada de los filibusteros
Capítulo 8: Un combate terrible
Capítulo 10: Las costas de Yucatán
Capítulo 11: La escuadra de los filibusteros
Capítulo 12: Un terrible abordaje
Capítulo 13: La rendición de la fragata
Capítulo 14: La laguna de Tamihaua
Capítulo 16: La caza del Lamantino
Capítulo 1: El Corsario Negro
El mar Caribe, en plena tormenta, mugía furioso lanzando verdaderas montañas de agua contra los muelles de Puerto-Limón y las playas de Nicaragua y de Costa Rica.
El astro del día, rojo como un disco de cobre, sólo proyectaba pálidos rayos.
No llovía; pero las cataratas del cielo no debían de tardar en abrirse.
Tan sólo algunos pescadores y algunos soldados de la pequeña guarnición española se habían atrevido a permanecer en la playa.
Un motivo, sin duda muy grave, los obligaba a estar en acecho. Hacía algunas horas que había sido señalada una nave en la línea del horizonte, y por la dirección de su velamen, parecía tener intención de buscar un refugio en la pequeña bahía.
Cualquier nave que viniese de alta mar producía una viva emoción en las poblaciones españolas de las colonias del golfo de México.
Bastaba que se notase algo sospechoso en las maniobras de las naves que arribaban, para que las mujeres y los niños corrieran a encerrarse en sus casas y los hombres se armaran precipitadamente.
Si la bandera era española, la saludaban con estrepitosas vivas, celebrando el raro caso de haber esquivado los cruceros de los corsarios.
Los desmanes y saqueos llevados a cabo por Pedro el Grande, Brazo de Hierro, John Davis, Montbar, el Corsario Negro y sus hermanos el Rojo y el Verde y el Olonés, habían sembrado el pánico en todas las colonias del golfo.
Viendo aparecer aquella nave, los pocos habitantes que se habían detenido en la playa a contemplar la furia del mar habían renunciado a la idea de volver a sus casas, no sabiendo aún si tenían que habérselas con algún velero español o con algún osado filibustero.
Viva inquietud se reflejaba en el rostro de todos, tanto pescadores como soldados.
-¡Nuestra Señora del Pilar nos proteja-decía un viejo marinero, moreno como un mestizo y asaz barbudo-; pero, os digo, amigos, que esa nave no es de las nuestras! ¿Quién se atrevería con semejante tormenta a empeñar tal lucha a tanta distancia del puerto, si no fuese tripulada por los hijos del Diablo, esos bandidos de las Tortugas?
-¿Estáis seguro de que se dirige hacia aquí? -preguntó un sargento que estaba en un grupo de soldados.
-Segurísimo, señor Vasco. ¡Mirad! Ha dado una bordada hacia el Cabo Blanco, y ahora se prepara a volver sobre sus pasos.
-Es un brik; ¿no es cierto, Alonso?
-Sí, señor Vasco. Un magnífico leño, a fe mía, que lucha ventajosamente contra el mar, y que antes de una hora dará frente a Puerto-Limón.
-¿Y qué os induce a creer que no sea una nave de las nuestras?
-¿El qué? Si ese leño fuese español, en vez de venir a buscar un refugio en nuestra bahía que es poco segura, hubiera ido a la Chiriqui.
-Tendréis razón; pero yo dudo mucho que ésa esté tripulada por corsarios. Puerto-Limón no puede excitar sus ambiciones.
-¿Sabéis lo que pienso, señor Vasco? -dijo un joven marinero que se había destacado del grupo.
-Decid, Diego.
-Que esa nave es El Rayo, del Corsario Negro.
Al oír tan inesperada salida un estremecimiento de terror sobrecogió a todos los presentes.
-¡El Corsario Negro aquí! -exclamó con acentuado temblor.
-¡Estás loco!
-Pues bien; voy a demostraros lo contrario -dijo el marinero-. Hace dos días, mientras yo estaba pescando cerca de las islas de Chiriqui, vi pasar una nave a menos de un tiro de arcabuz de mi velero. Aquella nave se llamaba El Rayo.
-¡Caramba! -exclamó el sargento con tono airado-. ¡Y no has dicho nada!
-No quería asustar a la población -dijo el joven.
-Si lo hubieras advertido, se habría enviado a alguien para pedir socorro a San Juan.
-¿Para qué? -preguntaron en son de burla los pescadores.
-¡Para rechazar a esos hijos de Satanás! -repuso el sargento.
-¡Hum! -dijo un pescador alto como un granadero y fuerte como un toro-. Yo he combatido contra esa gente, y sé lo que vale. Son invencibles.
-¿Creéis eso, Cárdenas?
-Ya os convenceréis pronto, señor Vasco. ¡Fijaos! Aquella nave ha puesto la proa hacia el puerto. Dentro de media hora estará aquí: intentad oponer resistencia si os atrevéis.
-¿Y dejaréis que invadan la ciudadela? -preguntó indignado el sargento.
-Cuando no se puede defender una fortaleza, se abandona -repuso el gigante.
Los pescadores que se hallaban en la playa parecían inclinados a retirarse, cuando un hombre, ya de alguna edad, que hasta entonces había permanecido silencioso, los detuvo con un gesto.
Tenía en la mano un catalejo, con el que había estado explorando el mar.
¡Deteneos!