La Reina de los Caribes. Emilio Salgari

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La Reina de los Caribes - Emilio Salgari


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del golfo de México, la de Venezuela; pero había olvidado que aún vivían otros tres caballeros de Roccabruna, y que éstos habían solemnemente jurado por la cruz de Dios vengar la traición hecha a su hermano. Equipados tres navíos, zarparon hacia el golfo: uno de sus capitanes se llamaba el Corsario Verde; otro, el Rojo; el tercero, el Negro.

      -Conozco la historia de los tres Corsarios -dijo el señor de Ribeira-. El Rojo y el Verde cayeron en poder de mi señor, y fueron ahorcados como vulgares malhechores.

      -Y recibieron por mí honrosa sepultura en los abismos del mar Caribe -dijo el Corsario Negro-. Ahora decidme: ¿qué pena merece el hombre que hace traición a su bandera y da muerte a tres hermanos? ¡Hablad!

      -Vos matásteis a su hija, caballero.

      -¡Callad, por Dios! -gritó el Corsario-, ¡No despertéis el dolor que roe mi corazón! ¡Basta! ¿Dónde está ese hombre?

      -Está a cubierto de vuestros ataques.

      -¡Lo veremos! Decidme el sitio. El Corsario había levantado la espada.

      -¡En Veracruz! -le dijo el viejo, considerándose perdido.

      -¡Ah!… -gritó el Corsario.

      Se dirigía hacia la puerta, cuando entró Carmaux en la estancia.

      El filibustero tenía sombrío el rostro, y en sus miradas se leía una viva inquietud.

      -¡Partamos, Carmaux! -le dijo el Corsario-. ¡Sé cuanto quería saber!

      -¡Un momento, capitán! -¿Qué quieres?

      -Mucho me alegraría de volver a bordo; pero creo que por ahora no sea fácil.

      -¿Por qué?

      -La casa está sitiada. -¡Bromeas!

      -¡Ojalá! Desgraciadamente, digo la verdad.

      -¿Quién nos ha vendido? -preguntó el Corsario mirando amenazadoramente a D. Pablo.

      -¿Quién? ¡Ese maldito jorobeta a quien dejamos en libertad! -dijo Carmaux-. Hemos cometido una imprudencia que acaso nos cueste cara, capitán.

      -¿Estás seguro de que la calle está tomada por los españoles?

      -Con mis propios ojos he visto dos hombres esconderse en el portal que hay frente a esta casa.

      -¿Sólo dos? ¿Y qué pueden hacer contra nosotros?

      -¡Despacio, capitán! He visto otros dos en una ventana.

      -Que son cuatro. ¡Vaya un número para nosotros! -dijo despreciativamente el Corsario.

      -Puede haber más ocultos en las bocacalles, capitán -dijo Carmaux.

      -¡Con semejante huracán, sus mosquetes no les servirán de nada!

      -Pero cien picas y otras tantas espadas…

      El Corsario permaneció pensativo un momento, y volviéndose a D. Pablo le dijo: -¿Y no hay en esta casa ninguna salida secreta?

      -Sí, señor caballero -dijo el viejo, mientras un relámpago cruzaba sus negros ojos.

      -¿Nos facilitaréis la fuga? -Con una condición.

      -¿Cuál?

      -Abandonar vuestros proyectos de venganza contra mi señor.

      -¡Queréis bromear, señor Ribeira! -dijo con acento burlón el Corsario.

      -No, caballero.

      -¡El señor de Roccabruna no aceptará jamás tal condición!

      -¿Preferís que os hagan prisionero los españoles?

      -¡Todavía no me han cogido, querido señor!

      -Hay ciento cincuenta soldados en Puerto-Limón.

      -¡No me asustan! Yo tengo a bordo ciento veinte lobos de mar capaces de hacer frente a un regimiento entero.

      -Vuestro Rayo no está anclado frente a esta casa, caballero.

      -Iremos nosotros a su bordo, señor mío.

      -No conocéis el pasaje secreto. -Pero lo conocéis vos.

      -No os lo indicaré si antes no juráis dejar en paz al duque Wan Guld.

      -¡Pues bien; veamos! -dijo con voz estridente el Corsario.

      Y amartillando rápidamente una pistola, gritó:

      -¡O nos guiáis al pasaje secreto, o te mato! ¡Elige!

      Capítulo 3: La traición del intendente

       Índice

       Ante aquella amenaza D. Pablo de Ribeira se había tornado palidísimo: Instintivamente su diestra se volvió hacia la empuñadura de su espada. Había sido en sus tiempos un valiente guerrero; pero viendo avanzar a Carmaux, juzgó inútil toda resistencia.

      Por otra parte, temía por cierto que perdería la vida aun luchando con el Corsario solo, pues no ignoraba su destreza en el manejo de las armas.

      -¡Caballero -dijo-, estoy en vuestras manos!

      -¿Me conduciréis al pasaje secreto?

      -¡Cedo a la violencia! -¡Precedednos!

      El anciano cogió un candelabro que sobre un vargueño había, y encendiéndolo, hizo al Corsario seña de seguirle.

      Carmaux había llamado ya a sus compañeros.

      -¿A dónde vamos? -preguntó Van Stiller.

      -Parece que huimos -repuso Carmaux.

      -¿Vamos a bordo?

      -¡Si se puede! ¡Me fío poco de este viejo!

      -No le perderemos de vista. Tengo amartillada la pistola.

      -Y yo -dijo Carmaux.

      En tanto, D. Pablo había salido de la estancia y se había internado en un largo corredor.

      El Corsario le seguía, espada y pistola en mano.

      Como sus subordinados, desconfiaba del viejo administrador.

      Llegados al final de la galería D. Pablo se detuvo ante un cuadro, y apoyando un dedo en la cornisa, lo hizo correr por unas ranuras.

      El cuadro se destacó y cayó hasta el suelo dejando ver una abertura tenebrosa capaz de dar paso a dos personas juntas.

      Un soplo de viento húmedo, hizo vacilar las luces del candelabro.

      -Éste es el pasaje -dijo.

      -¿Adónde conduce? -preguntó con acento de desconfianza el Corsario.

      -Da vueltas a la casa y termina en un jardín.

      -¿Lejos?

      -A quinientos o seiscientos metros.

      -¡Pasad!

      El viejo vaciló.

      -¿Por qué queréis que os siga? -dijo-. ¿No os basta que so haya conducido hasta aquí?

      -¿Quién nos asegura que nos hayáis puesto en buen camino? Cuando lleguemos a la salida, os dejaremos libre.

      El viejo frunció las cejas mirando sospechosamente al Corsario, y se internó en el pasaje.

      Los cuatro filibusteros le siguieron en silencio y sin dejar sus armas.

      Una escalera tortuosa se encontraba más allá del pasaje.

      El viejo bajó lentamente, con una mano ante las luces para evitar que las apagara el viento y se detuvo ante una galería subterránea.

      -Estamos al nivel de la calle -dijo-. No tenéis más que seguir siempre derechos.

      -Será


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