La Reina de los Caribes. Emilio Salgari

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La Reina de los Caribes - Emilio Salgari


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sargento.

      -Yo conozco al Corsario Negro.

      -¿Y creéis que esa nave sea la suya?

      -Sí; esa nave es El Rayo.

      Nadie se movió. Pescadores y soldados continuaron en la playa mirando con espanto el velero, que luchaba penosamente contra la tempestad.

      Parecía qué el temor los había petrificado.

      Entretanto, la nave seguía aproximándose, a pesar del huracón. Parecía un inmenso pájaro marino volteando sobre el mar tempestuoso. Salvaba intrépidamente la cresta de las olas, desapareciendo casi por completo, para volver a mostrarse a la incierta luz crepuscular.

      Los rayos caían en torno de sus palos, y la lívida luz de los relámpagos se reflejaba en sus velas, enormemente henchidas. Las olas la asaltaban por todas partes, lamiendo sus flancos y barriendo a veces la cubierta; pero la nave no cedía. Había renunciado a las bordadas, y marchaba enfilando al puerto, como si hubiera estado cierta de encontrar un asilo seguro y amigo. ¿Quién podía ser el audaz que tan intrépidamente desafiaba el furor del mar Caribe? Sólo un marinero de las Tortugas, uno de aquellos condenados corsarios, podía atreverse a tanto.

      Los pescadores y soldados se miraban unos a otros viendo a la nave llegar al antepuerto después de un último bandazo.

      -¡Está llegando! -exclamó uno de ellos-. ¡A bordo preparan las anclas!

      Los pescadores, sin esperar a más, partieron corriendo desaparecieron por las calles de la pequeña ciudad.

      El sargento y sus soldados, después de una breve vacilación, siguieron el ejemplo de los pescadores, dirigiéndose hacia el fortín, que se encontraba en la opuesta extremidad del muelle, en la cima de una roca dominando la bahía.

      Puerto-Limón contaba con una guarnición de ciento cincuenta hombres y dos piezas de artillería, siéndoles, por tanto, imposible empeñar una lucha contra aquella nave, que debía de poseer numerosa y potente artillería.

      La nave, en tanto, a pesar de la furia del viento y del mar, había entrado audazmente en el puerto, y había echado anclas a cincuenta metros del muelle.

      En sus costados, cinco a babor y cinco a estribor, asomaban la boca otras tantas piezas de artillería, dignas compañeras de las dos que se veían en la cubierta.

      En la popa ondeaba una bandera negra con una V dorada en el centro, y encima de ella, una corona gentilicia.

      En el castillo de proa, en la toldilla y en los costados se veían multitud de marineros armados, mientras a popa algunos artilleros apuntaban las dos piezas hacia el fortín, dispuestos a desencadenar contra él un huracán de hierro.

      Plegadas las velas y echadas otras dos anclas, una chalupa que fue arriada por sotavento se dirigió hacia el muelle.

      A pesar del incesante movimiento del mar, la chalupa, hábilmente piloteada, tocó junto a un viejo barco español que acababa de destrozarse sobre un banco de arena, y que con su mole oponía una barrera a la furia de las aguas, y, salvando algunas escolleras, arribó felizmente al muelle.

      La pequeña guarnición permanecía en el fortín, juzgando inoportuno intervenir, en consideración especialmente a aquellos doce imponentes calmes, suficientes para barrer la playa en un momento.

      Mientras algunos hombres, aguantando con los remos, tenían quieta la chalupa, un hombre que iba a proa, de un salto extraordinario, digno de un tigre, se lanzó al muelle.

      Aquel audaz que se atrevía a desembarcar solo en una población de dos mil habitantes, tal vez resueltos a atacarle como a una bestia feroz, era un arrogante tipo de hombre de unos treinta y cinco años, más bien alto, y de porte aristocrático.

      Las líneas de su rostro eran bellas y varoniles a pesar de su palidez cadavérica.

      Si su rostro era triste y fúnebre, el vestido no era más alegre. Iba vestido de negro de pies a cabeza, pero con desusada elegancia entre los corsarios.

      La casaca era de seda negra, adornada con encajes de igual color: los calzones, la faja que sostenía la espada, las botas, y hasta el sombrero eran negros también.

      Hasta la gran pluma que le caía sobre los hombros era negra, como asimismo las armas.

      Aquel extraño personaje se detuvo para mirar las casas de la ciudad, cuyas ventanas estaban todas cerradas.

      Una sonrisa burlona asomó a sus labios.

      Se volvió hacia los hombres que permanecían en la chalupa, y dijo:

      - ¡Carmaux, Van Stiller, Moko! ¡Seguidme!

      Un negro de estatura gigantesca, un verdadero Hércules, saltó a tierra, y tras él, dos hombres blancos. Éstos, que frisaban en los cuarenta años, tenían la tez bronceada y líneas duras y angulosas.

      Estaban armados de mosquetes y sables.

      - Henos aquí, capitán -dijo el negro.

      -Seguidme.

      -¿Y la chalupa?

      -Que vuelva a bordo.

      -Perdonad, capitán -dijo uno de los dos marineros-; no me parece prudente aventurarnos tan pocos en la ciudad.

      -El Corsario Negro no ha tenido nunca miedo, Carmaux.

      -¡Si alguien se atreviera a sostener lo contrario, le cortaría la lengua, capitán!

      Se volvió hacia la chalupa, gritando a los que la tripulaban:

      -¡Volved a bordo, y decid a Morgan que esté pronto a zarpar!

      Cuando vio alejarse la chalupa se volvió hacia sus tres compañeros diciendo:

      -Vamos en busca del administrador del Duque.

      -No sabemos dónde vive ese excelente administrador, Capitán.

      -¿Y qué importa? Le buscaremos.

      -He visto por allá un fortín -repuso el Corsario Negro-. Si nadie puede decirnos por aquí dónde podemos encontrar al administrador, iremos a preguntárselo a la guarnición.

      -¡Por los cuernos de Belcebú! ¿Ir a preguntárselo a la guarnición? ¡No somos más que cuatro, señor!

      -¿Y los doce cañones del Rayo? ¿No los cuentas? Vamos, ante todo, a explorar esas calles.

      -¡Oh, Van Stiller! ¿Acaso los hamburgueses se han vuelto cobardes de algún tiempo a esta parte? ¡Cargad los mosquetes y vamos!

      -¡Adelante, hombres del mar! ¡Yo os guío!

      La noche había cerrado, y el huracán, en vez de calmarse, parecía aumentar.

      La ciudad continuaba pareciendo desierta. No se veía ni una luz en sus calles, y menos a través de las persianas que cubrían las ventanas.

      La noticia de la llegada de los corsarios de las Tortugas debía de haber corrido entre los habitantes.

      El Corsario Negro, tras una breve vacilación, se internó en una calle que parecía la más larga de la ciudad.

      Habían llegado ya a la mitad de la calle cuando el Corsario Negro se detuvo bruscamente gritando:

      -¿Quién vive?

      Una forma humana había aparecido en el ángulo de una esquina, y, viendo a aquellos cuatro hombres, se había rápidamente ocultado tras un carro de heno abandonado en aquel lugar.

      -¿Una emboscada? -preguntó

      Carmaux, acercándose al Capitán.

      -¡O un espía! -dijo éste. -¿Era un hombre solo?

      -Sí, Carmaux.

      -Ve a prender a ese hombre, y tráelo aquí.

      -¡Yo me encargo de eso! -dijo el negro empuñando su pesado espadón.

      -¡Eh, compadre Saco de Carbón! -exclamó Carmaux-. ¡Primero


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