El tulipán negro. Alejandro Dumas

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El tulipán negro - Alejandro Dumas


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sobre su buen caballo ese joven príncipe, el encarnizado rival del gran rey, ese estatúder tan poco firme todavía la víspera en su nuevo poderío, pero al que los burgueses de La Haya acababan de ponerle un estribo con los cadáveres de Jean y Corneille, dos nobles príncipes tanto delante de los hombres como ante Dios.

      V

       EL AFICIONADO A LOS TULIPANES Y SU VECINO

      Índice

      Entretanto, mientras los burgueses de La Haya troceaban los cadáveres de Jean y de Corneille, mientras Guillermo de Orange, después de haberse asegurado de que sus dos antagonistas estaban bien muertos, galopaba por el camino de Leiden seguido del coronel Van Deken, al que hallaba demasiado compasivo para continuar otorgándole la confianza con que le había honrado hasta entonces, Craeke, el fiel servidor, montado por su parte en un buen caballo, y muy lejos de imaginarse los terribles sucesos que habían acontecido desde su partida, galopó sobre las calzadas bordeadas de árboles hasta que estuvo fuera de la ciudad y de los pueblos vecinos.

      Una vez en seguridad, para no despertar sospechas, dejó su caballo en una cuadra y continuó tranquilamente su viaje en barcos que por etapas le condujeran a Dordrecht pasando con habilidad por los caminos más cortos de esos brazos sinuosos del río los cuales estrechan bajo sus caricias húmedas aquellas islas encantadoras bordeadas de sauces, juncos y hierbas floridas, en las que ramoneaban indolentemente los gordos rebaños reluciendo al sol.

      Craeke reconoció desde lejos a Dordrecht, la ciudad alegre, al pie de su colina sembrada de molinos. Vio las bellas casas rojas con líneas blancas, bañando en el agua sus pies de ladrillos, y dejando flotar por los balcones abiertos sobre el río sus tapices de seda salpicados de flores de oro, maravillas de India y China, y al lado de aquellos tapices, esos grandes sedales, trampas permanentes para coger las voraces anguilas atraídas ante las viviendas por los desperdicios cotidianos que las cocinas lanzan al agua por sus ventanas.

      Craeke, desde el puente de la barca, a través de todos aquellos molinos de aspas giratorias, percibía en el declive de la colina la casa blanca y rosa, final de su misión. Los caballetes del tejado se perdían en el follaje amarillento de una cortina de álamos, destacando sobre el fondo sombrío que le proporcionaba un bosque de olmos gigantescos. Se hallaba situada de tal modo que el sol, cayendo sobre ella como en un embudo, venía a secar, templar a incluso fecundar las últimas neblinas que la barrera de vegetación no podía impedir al viento del río que llevara cada mañana y cada noche.

      Desembarcado en medio del tumulto ordinario de la ciudad, Craeke se dirigió enseguida hacia la casa de la que vamos a ofrecer a nuestros lectores una indispensable descripción.

      Blanca, limpia, reluciente, más propiamente lavada, más cuidadosamente encerada en los lugares ocultos que lo estaba en los sitios visibles, aquella casa encerraba un feliz mortal.

      Este feliz mortal, rara avis, como dice Juvenal, era el doctor Van Baerle, ahijado de Corneille. Habitaba en la casa que acabamos de describir, desde su infancia; porque aquélla era la casa natal de su padre y de su abuelo, antiguos mercaderes nobles de la noble ciudad de Dordrecht.

      El señor Van Baerle, el padre, había amasado en el comercio de las Indias de tres a cuatrocientos mil florines que Van Baerle, hijo, había hallado completamente nuevos, en 1668, a la muerte de sus buenos y queridos padres, aunque aquellos florines estuvieran grabados con las milésimas de 1640 unos, y 1610 otros; lo que probaba que había florines del padre Van Baer- le y florines del abuelo Van Baerle esos cuatrocientos mil florines, apresurémonos a decirlo, no eran más que el efectivo, el dinero de bolsillo de Cornelius van Baerle, el héroe de esta historia ya que sus propiedades en la provincia le proporcionaban unos intereses de alrededor de los diez mil florines.

      Cuando el digno ciudadano que era el padre de Cornelius pasó a mejor vida, tres meses después de los funerales de su mujer, que parecía haber partido la primera para hacerle más fácil el camino de la muerte, como le había hecho más fácil el camino de la vida, díjole a su hijo abrazándole por última vez:

      -Bebe, come y gasta si quieres vivir en realidad, porque no es vivir el trabajar todo el día en una silla de madera o en un sillón de cuero, en un laboratorio o en un almacén. Morirás a tu vez y, si no tienes la dicha de tener un hijo, se extinguirá nuestro nombre, y mis florines se asombrarán al hallarse con un amo desconocido, esos florines nuevos que nadie ha pesado nunca más que mi padre, yo y el fundidor. Sobre todo, no imites a tu padrino, Corneille de Witt, que se ha lanzado a la política, la más ingrata de las carreras y que seguramente acabará mal.

      Luego, el digno señor Van Baerle murió, dejando completamente desolado a su hijo Cornelius, el cual amaba muy pocó los florines y mucho a su padre.

      Cornelius se quedó, pues, solo en la gran casa.

      En vano su padrino Corneille le ofreció un empleo en los servicios públicos; en vano quiso hacerle gustar de la gloria cúando Cornelius, por obedecer a su padrino, se embarcó con De Ruyter en el navío Les Sept Provinces, que mandaba a los ciento treinta y nueve barcos con los cuales el ilustre almirante iba a liquidar solo las fortunas de Francia y de Inglaterra reunidas. Cuando, conducido por el piloto Léger, llegó al alcance de mosquete del navío Le Prince, sobre el que se hallaba el duque de York, hermano del rey de Inglaterra, el ataque de De Ruyter, su jefe, fue realizado tan brusca y hábilmente que, sintiendo su barco a punto de ser destruido, el duque de York no tuvo tiempo más que para retirarse a bordo del Saint-Michel; cuando vio al Saint-Michel, roto, triturado bajo las balas holandesas, salirse de la línea; cuando vio saltar un navío, Le Comte de Sanwick, y perecer en las olas o en el fuego a cuatrocientos marineros; cuando vio que al final de todo aquello, después de ser destrozados veinte barcos, muertos tres mil hombres, heridos cinco mil, nada se había decidido ni a favor ni en contra, que cada uno se atribuía la victoria, que había que comenzar de nuevo, y que solamente un nombre más, la batalla de Southwood-Bay, se había añadido al catálogo de las batallas; cuando hubo calculado el tiempo que pierde tapándose los ojos y los oídos un hombre que quiere reflexionar incluso cuando sus semejantes se cañonean entre sí, Cornelius dijo adiós a De Ruy- ter, al Ruart de Pulten y a la gloria, besó las rodillas del gran pensionario, por el que sentía una profunda veneración, y regresó a su casa de Dordrecht, rico por su descanso adquirido, por sus veintiocho años, por una salud de hierro, por una vista aguda y más que por sus cuatrocientos mil florines de capital y sus diez mil florines de renta, por la convicción de que un hombre ha recibido siempre del cielo mucho para ser feliz, bastante para no serlo.

      En consecuencia, y para labrarse una felicidad a su modo, Cornelius se puso a estudiar las plantas y los insectos, recogió y clasificó toda la flora de las islas, pinchó a toda la entomología de su provincia, sobre la que compuso un tratado manuscrito con dibujos realizados por su mano, y finalmente, no sabiendo ya qué hacer con su tiempo y, sobre todo, con su dinero, que iba aumentando de una forma espantosa, escogió entre todas las locuras de su país y de su época una de las más elegantes y de las más costosas.

      Se dedicó al cultivo de los tulipanes.

      Aquél era el momento, como se sabe, en que los flamencos y los portugueses, explotando a cual más este género de horticultura, habían llegado a divinizar el tulipán y a hacer de esta flor venida de Oriente lo que jamás naturalista alguno se había atrevido a hacer con la raza humana, por miedo de dar celos a Dios.

      Muy pronto, desde Dordrecht a Mons, no se habló más que de los tulipanes de Mynheer Van Baerle; y sus parterres, sus fosos, sus cámaras de secado, sus cuadernos de bulbos fueron visitados como antiguamente lo fueron las galerías y las bibliotecas de Alejandría por los ilustres viajeros romanos.

      Van Baerle comenzó por gastar sus rentas del año en establecer su colección, luego mermó sus florines nuevos en perfeccionarla; así, su trabajo fue recompensado con un magnífico resultado: halló cinco especies diferentes a las que llamó la Jeanne, por el nombre de su madre, la Baerle, por el nombre de su padre, la Corneille, por el nombre de su padrino… los otros nombres no los sabemos,


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