El tulipán negro. Alejandro Dumas

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El tulipán negro - Alejandro Dumas


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      Jean, con lágrimas en los ojos, enjugó una gota de aquella noble sangre que había manchado la hoja, la entregó a Craeke con una última recomendación y se volvió hacia Corneille, a quien el sufrimiento le había hecho palidecer más, y que parecía próximo a desvanecerse.

      -Ahora -explicó-, cuando ese valiente Craeke deje oír su antigun silbato de contramaestre, es que se hallará fuera de los grupos del otro lado del vivero… Entonces, partiremos a nuestra vez.

      No habían transcurrido cinco minutos, cuando un largo y vigoroso silbido rasgó con su retumbo marino las bóvedas de follaje negro de los olmos y dominó los clamores de la Buyten- hoff.

      Jean levantó los brazos al cielo para dar las gracias.

      -Y ahora -dijo- partamos, Corneille.

      III

       EL DISCIPULO DE JEAN DE WITT

      Índice

      Mientras los aullidos de la muchedumbre reunida en la Buytenhoff, subiendo siempre más espantosos hacia los dos hermanos, determinaban a Jean de Witt a apresurar la salida de su hermano Corneille, una comisión de burgueses se había dirigido, como hemos dicho, al Ayuntamiento, para pedir la retirada del cuerpo de caballería de De Tilly.

      No estaba muy lejos la Buytenhoff de la Hoogstraet; así vemos a un extraño que, desde el momento en que aquella escena había comenzado seguía los detalles con curiosidad, dirigirse con los otros, o más bien detrás de los otros, hacia el Ayuntamiento, para conocer la nueva de lo que iba a suceder.

      Este extraño era un hombre muy joven, de unos veintidós o veintitrés años apenas, sin vigor aparente. Ocultaba, porque sin duda tenía sus razones para no ser reconocido, su rostro pálido y alargado bajo un fino pañuelo de tela de Frisia, con el cual no cesaba de enjugarse la frente húmeda de sudor o sus labios ardientes.

      Con la mirada fija como un pájaro de presa, la nariz aquilina y larga, la boca fina y recta, abierta o más bien hendida como los labios de una herida, este hombre hubiera ofrecido a La- vater, si Lavater hubiese vivido en aquella época, un sujeto de estudios fisiológicos que al principio no habrían hablado mucho en su favor.

      Entre el rostro de un conquistador y el de un pirata, decían los antiguos, ¿qué diferencia se hallará? La que se encuentra entre el águila y el buitre.

      La serenidad o la inquietud.

      Así, aquella fisonomía lívida, ese cuerpo delgado y miserable, ese paso inquieto con el que iba de la Buytenhoff a la Hoogstraet siguiendo a todo aquel pueblo aullante, constituía el tipo y la imagen de un amo suspicaz o de un ladrón inquieto; y un policía habría ciertamente optado por esta última creencia, a causa del cuidado que ponía en ocultarse.

      Por otra parte, vestía sencillamente y sin armas aparentes; su brazo delgado pero nervioso, su mano seca pero blanca, fina, aristocrática, se apoyaba no en un brazo, sino en el hombro de un oficial que, con el puño en la espada, había, hasta el momento en que su compañero se puso en camino y lo arrastrara con él, contemplado todas las escenas de la Buytenhoff con un interés fácil de comprender.

      Llegado a la plaza de la Hoogstraet, el hombre del rostro pálido empujó al otro bajo el resguardo de una contraventana abierta y fijó los ojos en el balcón del Ayuntamiento.

      A los frenéticos gritos del pueblo, la ventana de la Hoogstraet se abrió y un hombre avanzó para dialogar con el gentío.

      -¿Quién aparece en el balcón? -preguntó el joven al oficial, señalándole solamente con el ojo al orador, que parecía muy emocionado y que se sostenía en la balaustrada más bien que se inclinaba sobre ella.

      -Es el diputado Bowelt -explicó el oficial.

      -¿Qué tal hombre es ese diputado Bowelt? ¿Le conocéis?

      -Es un hombre valiente, según creo al menos, monseñor.

      El joven, al oír esta apreciación del carácter de Bowelt hecha por el oficial, dejó escapar un movimiento de desagrado tan extraño, un descontento tan visible, que el oficial lo notó y se apresuró a añadir: -Por lo menos, así se dice, monseñor. En cuanto a mí, no puedo afirmar nada, no conociendo personalmente al señor de Bowelt.

      -Hombre valiente -repitió el que era llamado monseñor-. ¿Es un hombre valiente, queréis decir, o un valiente hombre?

      -¡Ah!, monseñor me perdonará; no me atrevería a establecer esta distinción frente a un hombre que, repito a Vuestra Alteza, no conozco más que de vista.

      -Al grano -murmuró el joven-, esperemos, y vamos a ver.

      El oficial inclinó la cabeza en señal de asentimiento y se calló.

      -Si ese Bowelt es un hombre valiente -continuo Su Alteza-, recibirá de mal grado la petición que estos enfurecidos vienen a hacerle.

      Y el movimiento nervioso de su mano, que se agitaba a su pesar sobre el hombro de su compañero, como hubieran hecho los dedos de un instrumentista sobre las teclas de un piano, traicionaba su ardiente impaciencia, tan mal disfrazada en ciertos momentos, y sobre todo en esta ocasión, bajo el aspecto glacial y sombrío del rostro.

      Se oyó entonces al jefe de la comisión burguesa interpelar al diputado para hacerle decir dónde se hallaban los otros diputados, sus colegas.

      -Señores -repitió por segunda vez De Bowelt-, os digo que en este momento estoy solo con el señor D'Asperen, y no puedo tomar una decision por mí mismo.

      -¡La orden! ¡La orden! -gritaron varios millares de gargantas.

      El señor De Bowelt hablaba, pero no se oían sus palabras y solamente se le veía agitar sus brazos en gestos múltiples y desesperados.

      Pero viendo que no podía hacerse entender, se volvió hacia la ventana abierta y llamó al señor D'Asperen.

      D'Asperen apareció a su vez en el balcón, donde fue saludado con gritos más enérgicos todavía que los que habían acogido, diez minutos antes al señor De Bowelt.

      Emprendió también la difícil tarea de dialogar con la multitud, pero ésta prefirió forzar la guardia de los Estados, que por otra parte no opuso ninguna resistencia al pueblo soberano, a oír el discurso del señor D'Asperen.

      -Vamos -dijo fríamente el joven mientras el pueblo se introducía por la puerta principal de la Hoogstraet- parece que la deliberación tendrá lugar en el interior, coronel. Vamos a oírla.

      -¡Ah, monseñor, monseñor! ¡Tened cuidado!

      -¿A qué?

      -Entre esos diputados, hay muchos que han tenido relaciones con vos, y basta con que uno solo reconozca a Vuestra Alteza.

      -Sí, para que se me acuse de ser el instigador de todo esto. Tienes razón -dijo el joven, cuyas mejillas enrojecieron un instante lamentando haber demostrado tanta precipitación en sus deseos-. Sí, tienes razón; quedémonos aquí. Desde aquí les veremos volver con o sin la autorización y juzgaremos así si el señor De Bo- welt es un hombre valiente o un valiente hombre, que es lo que tengo que saber.

      -Pero -observó el oficial mirando con asombro al que daba el título de monseñor- Vuestra Alteza no supondrá por un solo instante, imagino, que los diputados ordenen alejarse a los jinetes de De Tilly, ¿verdad?

      -¿Por qué? -preguntó fríamente el joven.

      -Porque si lo ordenaran, esto significaría simplemente firmar la sentencia de muerte de los señores Corneille y Jean de Witt.

      -Ya veremos -respondió fríamente Su Alteza-. Sólo Dios puede saber lo que pasa en el corazón de los hombres.

      El oficial miró a hurtadillas el rostro impasible de su compañero, y palideció.

      Este oficial era a la vez un hombre


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