El tulipán negro. Alejandro Dumas

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El tulipán negro - Alejandro Dumas


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y he hecho lo que se hace en política y en el mar cuando se tiene el viento de cara: he bordeado.

      En ese momento, el ruido ascendió más furioso de la plaza a la prisión. De Tilly dialogaba con la guardia burguesa.

      -¡Oh! ¡Oh! -exclamó Corneille-. Sois realmente un gran piloto, Jean; pero no sé si sacaréis a vuestro hermano de la Buytenhoff, con esta marejada y con las rompientes populares, tan felizmente como condujisteis la flota de Tromp a Amberes, en medio de los bajos fondos del Escalda.

      -Con la ayuda de Dios, Corneille, trataremos de hacerlo, por lo menos -respondió Jean-. Mas, primero, una palabra.

      -Decid.

      Los clamores ascendieron de nuevo.

      -¡Oh! ¡Oh! -continuó Corneille-. ¡Qué encolerizada está esa gente! ¿Es contra vos? ¿Es en contra mía?

      -Creo que es contra los dos, Corneille. Os decía, pues, hermano mío, que lo que los orangis- tas nos reprochan en medio de sus burdas calumnias, es el haber negociado con Francia.

      -Sí, nos lo reprochan.

      -¡Los necios!

      -Pero si esas negociaciones hubieran tenido éxito, nos habrían evitado las derrotas de Rees, de Orsay, de Veel y de Rhemberg; les hubieran impedido el paso del Rin, y Holanda podría creerse todavía invencible en medio de sus pantanos y de sus canales.

      -Todo eso es verdad, hermano mío, pero lo que es una verdad más absoluta todavía es que si se hallara en este momento nuestra correspondencia con el señor De Louvois, por buen piloto que yo fuera, no podría salvar el frágil esquife que va a llevar a los De Witt y su fortuna fuera de Holanda. Esta correspondencia, que probaría a esas honradas gentes cuánto amo a mi país y qué sacrificios ofrecía realizar personalmente por su libertad, por su gloria, nos perdería ante los orangistas, nuestros vencedores. Así pues, querido Corneille, me gustaría saber que la habéis quemado antes de abandonar Dordrecht para venir a buscarme a La Haya.

      -Hermano mío -respondió Corneille-, vuestra correspondencia con el señor De Louvois prueba que vos habéis sido en los últimos tiempos el más grande, el más generoso y el más hábil ciudadano de las siete Provincias Unidas. Amo la gloria de mi país; amo sobre todo vuestra gloria, hermano mío, y me he guardado mucho de quemar esa correspondencia.

      -Entonces estamos perdidos para esta vida terrenal -comentó tranquilamente el ex gran pensionario acercándose a la ventana.

      -No, muy al contrario, Jean, y obtendremos a la vez la salvación del cuerpo y la resurrección de la popularidad.

      -¿Qué habéis hecho, pues, con esas cartas?

      -Se las he confiado a Cornelius van Baerle, mi ahijado, al que vos conocéis y que vive en Dordrecht.

      -¡Oh! ¡Pobre muchacho, ese querido a inocente niño! ¡A ese erudito que, cosa rara, sabe tantas cosas y no piensa más que en las flores que saludan a Dios, y en Dios que hace nacer las flores, le habéis encomendado ese depósito mortal! Pero ¡ese pobre, querido Cornelius, está perdido, hermano mío!

      -¿Perdido?

      -Sí, porque o será fuerte o será débil. Si es fuerte, porque por inaudito que sea to que nos suceda; porque, aunque sepultado en Dordrecht, aunque distraído, ¡éste es el milagro!, un día a otro sabrá lo que nos pasa, si es fuerte, se alabará de nosotros; si es débil, tendrá miedo de nuestra intimidad; si es fuerte, gritará el secreto; si es débil, se lo dejará coger. En uno a otro caso, Corneille, está perdido y nosotros también. Así pues, hermano mío, huyamos deprisa, si todavía estamos a tiempo.

      Corneille se incorporó de su lecho y, cogió la mano de su hermano, que se estremeció al contacto de las vendas.

      -¿Acaso no conozco a mi ahijado? -dijo-. ¿Es que no he aprendido a leer cada pensamiento en la cabeza de Van Baerle, cada sentimiento en su alma? ¿Me preguntas si es débil, si es fuerte? No es ni lo uno ni lo otro, ¡pero no importa lo que sea! Lo importante es que guardará el secreto, teniendo en cuenta que ese secreto, ni siquiera lo conoce.

      Jean se volvió sorprendido.

      -¡Oh! -continuó Corneille con su dulce sonrisa-. El Ruart de Pulten es un político educado en la escuela de Jean; os repito, hermano mío, Van Baerle ignora la naturaleza y el valor del depósito que le he confiado.

      -¡Deprisa, entonces! -exclamó Jean-. Todavía estamos a tiempo, démosle la orden de quemar el legajo.

      -¿Con quién le damos esa orden?

      -Con mi criado Craeke, que debía acompañarnos a caballo y que ha entrado conmigo en la prisión para ayudaros a descender la escalera.

      -Reflexionad antes de quemar esos títulos gloriosos, Jean.

      -Pienso que antes que nada, mi valiente Corneille, es preciso que los hermanos De Witt salven su vida para salvar su renombre. Muertos nosotros, ¿quién nos defenderá, Corneille? ¿Quién nos comprenderá tan solo?

      -¿Creéis, pues, que nos matarían si encontraran esos papeles?

      Jean, sin contestar a su hermano, extendió la mano hacia la ventana, por la que ascendían en aquel momento explosiones de clamores feroces.

      -Sí, sí -dijo Corneille-, ya oigo esos clamores; pero ¿qué dicen?

      Jean abrió la ventana.

      -¡Muerte a los traidores! -aullaba el populacho.

      -¿Oís ahora, Corneille?

      -¡Y los traidores, somos nosotros! -exclamó el prisionero levantando los ojos al cielo y encogiéndose de hombros.

      -Somos nosotros -repitió Jean de Witt.

      -¿Dónde está Craeke?

      -Al otro lado de esta puerta, imagino.

      -Hacedle entrar, entonces.

      Jean abrió la puerta; el fiel servidor esperaba, en efecto, ante el umbral.

      -Venid, Craeke, y retened bien to que mi hermano va a deciros.

      -Oh, no, no basta con decirlo, Jean, es preciso que lo escriba, desgraciadamente.

      -¿Y por qué?

      -Porque Van Baerle no entregará ese depósito ni lo quemará sin una orden precisa.

      -Pero ¿podéis escribir, mi querido hermano? -preguntó Jean, ante el aspecto de aquellas pobres manos quemadas y martirizadas.

      -¡Oh! ¡Si tuviera pluma y tinta, ya veríais!-dijo Corneille.

      -Aquí hay un lápiz, por lo menos.

      -¿Tenéis papel? Porque aquí no me han dejado nada.

      -Esta Biblia. Arrancad la primera hoja.

      -Bien.

      -Pero vuestra escritura ¿será legible?

      -¡Adelante! -dijo Corneille mirando a su hermano-. Estos dedos que han resistido las mechas del verdugo, esta voluntad que ha dominado al dolor, van a unirse en un común esfuerzo y, estad tranquilo, hermano mío, las líneas serán trazadas sin un solo temblor.

      Y en efecto, Corneille cogió el lápiz y escribió.

      Entonces pudo verse aparecer bajo las blancas vendas unas gotas de sangre que la presión de los dedos sobre el lápiz dejaba escapar de las carnes abiertas.

      El sudor perlaba la frente del ex gran pensionario.

      Corneille escribió:

      20 de agosto de 1672

      Querido ahijado:

      Quema el depósito que te he confiado, quémalo sin mirarlo, sin abrirlo, a fin de que continúe desconocido para ti. Los secretos del género que éste contiene matan a los depositarios. Quémalo, y habrás salvado a Jean y a Corneille.

      Adiós, y quiéreme.


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