El tulipán negro. Alejandro Dumas

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El tulipán negro - Alejandro Dumas


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como es de prever, los espectadores corren más que caminan. Por ello, los habitantes de La Haya corrían tan deprisa hacia la Buytenhoff.

      En medio de los que más se apresuraban, lo hacía, con rabia en el corazón y sin proyectos en la mente, el honrado Tyckelaer, jaleado por los orangistas como un héroe de probidad, de honor nacional y de caridad cristiana.

      Este valiente facineroso contaba, embelleciéndolas con todas las flores de su alma y todos los recursos de su imaginación, las tentativas que Corneille de Witt había hecho contra su virtud, las sumas que le había prometido y la infernal maquinación preparada de antemano para allanarle a él, a Tyckelaer, todas las dificultades del asesinato.

      Y cada frase de su discurso, ávidamente recogida por el populacho, levantaba rugidos de entusiástico amor por el príncipe Guillermo, y alaridos de ciega ira contra los hermanos De Witt.

      El populacho se dedicaba a maldecir a aquellos inicuos jueces que con el arresto dejaban escapar sano y salvo a un abominable criminal como era ese malvado Corneille.

      Y algunos instigadores repetían en voz baja:

      -¡Va a partir! ¡Se nos va a escapar!

      A lo que otros respondían:

      -Un barco le espera en Schweningen, un barco francés. Tyckelaer lo ha visto.

      -¡Valiente Tyckelaer! ¡Honrado Tyckelaer! -gritaba la muchedumbre a coro.

      -Sin contar -decía una voz- con que durante esta huida de Corneille, Jean, que no es menos traidor que su hermano, se salvará también.

      -Y los dos bribones se comerán en Francia nuestro dinero, el dinero de nuestros barcos, de nuestros arsenales, de nuestras fábricas vendidas a Luis XIV.

      -¡Impidámosles partir! -gritaba la voz de un patriota más avanzado que los otros.

      -¡A la prisión! ¡A la prisión! -repetía el coro.

      Y con estos gritos, los ciudadanos corrían más, los mosquetes se cargaban, las hachas relucían y los ojos brillaban.

      Sin embargo, no se había cometido todavía ninguna violencia, y la línea de jinetes que guardaba los accesos a la Buytenhoff permanecía fría, impasible, silenciosa, más amenazadora por su flema que toda aquella horda burguesa lo era por sus gritos, su agitación y sus amenazas; inmóvil bajo la mirada de su jefe, capitán de caballería de La Haya, el cual sostenía la espada fuera de su vaina, pero baja y con la punta en el ángulo de su estribo.

      Esta tropa, único escudo que defendía la prisión, contenía, con su actitud, no solamente a las masas populares desordenadas y ardientes, sino también al destacamento de la guardia burguesa que, colocada enfrente a la Buyten- hoff para mantener el orden, juntamente con la tropa, daba el ejemplo a los perturbadores con sus gritos sedicentes:

      -¡Viva Orange! ¡Abajo los traidores!

      La presencia de Tilly y de sus jinetes era, ciertamente, un freno saludable para todos aquellos soldados burgueses; mas, poco después, se exaltaron con sus propios gritos y como no comprendían que se puede tener valor sin gritar, imputaron a la timidez el silencio de los jinetes y dieron un paso hacia la prisión arrastrando tras de sí a toda la turba popular.

      Pero entonces, el conde De Tilly avanzó solo ante ellos, levantando únicamente su espada a la vez que fruncía las cejas.

      -¡Eh, señores de la guardia burguesa! -les increpó-. ¿Por qué camináis, y qué deseáis?

      Los burgueses agitaron sus mosquetes repitiendo:

      -¡Viva Orange! ¡Muerte a los traidores!

      -¡Viva Orange, sea! -dijo el señor De Tilly-. Aunque yo prefiero los rostros alegres a los desagradables. ¡Muerte a los traidores! Si así lo queréis y mientras no lo queráis más que con gritos, gritad tanto como gustéis: ¡Muerte a los traidores! Pero en cuanto a matarlos efectivamente, estoy aquí para impedirlo, y lo impediré -y volviéndose hacia sus soldados, gritó-: ¡Arriba las armas, soldados!

      Los soldados de De Tilly obedecieron al mandato con una tranquila precisión que hizo retroceder inmediatamente a los burgueses y al pueblo, no sin una confusión que hizo sonreír con desdén al oficial de caballería.

      -¡Vaya, vaya!-exclamó con ese tono burlón de los que pertenecen a la carrera de las armas-. Tranquilizaos, burgueses; mis soldados no se batirán, mas por vuestra parte no deis un paso hacia la prisión.

      -¿Sabéis, señor oficial, que nosotros tenemos mosquetes? -replicó furioso el comandante de los burgueses.

      -Ya lo veo, pardiez, que tenéis mosquetes -dijo De Tilly-. Me los estáis pasando por delante de los ojos; pero observad también por vuestra parte que nosotros tenemos pistolas, que la pistola alcanza admirablemente a cincuenta pasos, y que vos no estáis más que a veinticinco.

      -¡Muerte a los traidores! -gritó la compañía de los burgueses exasperada.

      -¡Bah! Siempre decís lo mismo -gruñó el oficial-. ¡Resulta fatigante!

      Y recuperó su puesto a la cabeza de la tropa mientras el tumulto iba en aumento alrededor de la Buytenhoff.

      Y, sin embargo, el pueblo enardecido no sabía que en el mismo momento en que rastreaba la sangre de una de sus víctimas, la otra, como si tuviera prisa por adelantarse a su suerte, pasaba a cien pasos de la plaza por detrás de los grupos y de los jinetes, dirigiéndose a la Buy- tenhoff.

      En efecto, Jean de Witt acababa de descender de la carroza con un criado y atravesaba tranquilamente a pie el patio principal que precede a la prisión.

      Llamó al portero, al que además conocía, diciendo:

      -Buenos días, Gryphus, vengo a buscar a mi hermano Corneille de Witt para llevármelo fuera de la ciudad, condenado, como tú sabes, al destierro.

      Y el portero, especie de oso dedicado a abrir y cerrar la puerta de la prisión, lo había saludado y dejado entrar en el edificio, cuyas puertas se habían cerrado tras él.

      A diez pasos de allí, se había encontrado con una bella joven de diecisiete o dieciocho años, vestida de frisona, que le había hecho una encantadora reverencia; y él le había dicho pasándole la mano por la barbilla:

      -Buenos días, buena y hermosa Rosa, ¿cómo está mi hermano?

      -¡Oh, Mynheer Jean! -había respondido la joven-. No es por el daño que le han causado por lo que temo por él: el mal que le han hecho ya ha pasado.

      -¿Qué temes entonces, bella niña?

      -Temo el daño que le quieren causar Mynheer Jean.

      -¡Ah, sí! -dijo De Witt-. El pueblo, ¿verdad?

      -¿Lo oís?

      -Está, en efecto, muy alborotado; pero cuando nos vea, como nunca le hemos hecho más que bien, tal vez se calme.

      -Ésta no es, desgraciadamente, una razón -murmuró la joven alejándose para obedecer una señal imperativa que le había hecho su padre.

      -No, hija mía, no; lo que dices es verdad -luego, continuando su camino, murmuró-: He aquí una chiquilla que probablemente no sabe leer y que por consiguiente no ha leído nada, y que acaba de resumir la historia del mundo en una sola palabra.

      Y, siempre tan tranquilo, pero más melancólico que al entrar, el ex gran pensionario siguió caminando hacia la celda de su hermano.

      II

       LOS DOS HERMANOS

      Índice

      Como había dicho la bella Rosa en una duda llena de presentimientos, mientras Jean de Witt subía la escalera de piedra que conducía a la prisión de su hermano Corneille, los burgueses hacían cuanto podían por alejar la tropa de De Tilly que les molestaba.

      Lo


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