El tulipán negro. Alejandro Dumas

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El tulipán negro - Alejandro Dumas


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quebró la cabeza.

      Se levantó sin embargo, mas para caer enseguida.

      Luego, unos hombres, cogiéndole por los pies, lo arrojaron al gentío, en medio del cual se pudo seguir el rastro sangriento que trazaba en él y que se cerraba por detrás con grandes gritos de alegría.

      El joven palideció más -todavía, lo que se hubiera creído imposible, y sus ojos se velaron un instante bajo sus párpados.

      El oficial vio ese movimiento de piedad, el primero que su severo compañero había dejado escapar y queriendo aprovecharse de este enternecimiento, dijo:

      -Venid, venid, monseñor, porque van a asesinar también al ex gran pensionario.

      Pero el joven ya había abierto los ojos.

      -¡En verdad! -comentó-. Este pueblo es implacable. No resulta bueno traicionarlo.

      -Monseñor -dijo el oficial-, ¿es que no se podría salvar a ese pobre hombre, que ha educado a Vuestra Alteza? Si hay algún medio, decidlo, y estaré dispuesto a perder ahí la vida…

      Guillermo de Orange, porque era él, plegó su frente de una forma siniestra, apagó el relámpago de sombrío furor que centelleaba bajo sus párpados y respondió:

      -Coronel Van Deken, id, os lo ruego, a buscar a mis tropas, con el fin de que tomen las armas por lo que pueda ocurrir.

      -Pero… dejaré entonces a monseñor solo aquí, frente a esos asesinos…

      -No os inquietéis por mí más de lo que yo mismo me inquieto -contestó bruscamente el príncipe-. Partid.

      El oficial partió con una rapidez que testimoniaba menos su obediencia que el alivio de no asistir al horroroso asesinato del segundo de los hermanos.

      No había aún cerrado la puerta de la habitación, cuando Jean, quien con un supremo esfuerzo había alcanzado la escalinata de una casa situada frente a aquélla donde estaba oculto su discípulo, se tambaleó bajo las acometidas del populacho.

      -Mi hermano, ¿dónde está mi hermano? -imploró.

      Uno de aquellos enfurecidos le arrancó el sombrero de un puñetazo.

      Otro, que acababa de destripar a Corneille, le mostró la sangre que tenía sus manos, y corrió para no perder la ocasión de hacer otro tanto con el ex gran pensionario, mientras arrastraban a la horca lo que quedaba del muerto.

      Jean lanzó un gemido lastimero y se tapó los ojos con las manos.

      -¡Ah! Cierras los ojos -dijo uno de los soldados de la guardia burguesa-. ¡Pues bien, yo te los voy a reventar!

      Y le lanzó al rostro una lanzada con la pica.

      -¡Mi hermano! -clamó De Witt intentando ver to que había sido de Corneille, a través de la oleada de sangre que le cegaba-. ¡Mi hermano!

      -¡Ve a reunirte con él! -aulló otro asesino aplicándole su mosquete en la sien y soltando el gatillo.

      Pero el disparo no salió.

      Entonces, el asesino invirtió su arma, y cogiéndola con las dos manos por el cañón, asestó a Jean de Witt un culatazo.

      Jean de Witt vaciló y cayó a sus pies.

      Pero enseguida, volviéndose a levantar con un supremo esfuerzo, gritó con voz tan lastimera que el joven cerró la contraventana ante él.

      -¡Mi hermano!

      Por otra parte, quedaba poca cosa que ver, porque un tercer asesino le disparó a Jean de Witt a bocajarro un pistoletazo que le hizo saltar el cráneo.

      Jean de Witt cayó para no levantarse más.

      Entonces, cada uno de aquellos miserables, enardecido por esta caída, quiso descargar su arma sobre el cadáver. Cada uno quiso darle un golpe con la maza, con la espada o con el cuchillo; cada uno quiso obtener su gota de sangre, arrancar su jirón del traje.

      Luego, cuando ambos fueron bien martirizados, bien desgarrados, bien despojados, el populacho los arrastró desnudos y sangrantes a una horca, donde los aficionados a verdugo les colgaron por los pies.

      Tras éstos acudieron los más cobardes, que no habiéndose atrevido a golpear la carne viviente, cortaron en tiras la carne muerta, y luego se fueron a vender por la ciudad los pedazos de Jean y de Corneille a diez sous el trozo.

      No podríamos decir si a través de la abertura casi imperceptible del postigo el joven vio el final de aquella terrible escena, pero lo cierto es que en el mismo momento en que colgaban a los dos mártires en la horca, él atravesaba la muchedumbre, que se hallaba demasiado ocupada con la alegre tarea que realizaba para ocuparse de su presencia, y llegaba a la Tol-Hek, siempre cerrada.

      -¡Ah, señor! -exclamó el portero-. ¿Me traéis la llave?

      -Sí, amigo mío, aquí está -respondió el joven.

      -¡Oh! Es una gran desgracia que no me hayáis traído esta llave solamente media hora antes -dijo el portero suspirando.

      -¿Y por qué? -preguntó el joven.

      -Porque hubiese podido abrir a los señores De Witt. Mientras que, habiendo encontrado la puerta cerrada, se han visto obligados a volver atrás. Han caído en manos de los que les perseguían.

      -¡La puerta! ¡La puerta! -exclamó una voz que parecía pertenecer a un hombre con prisas.

      El príncipe se volvió y reconoció al coronel Van Deken.

      -¿Sois vos, coronel? -dijo-. ¿No habéis salido todavía de La Haya? Esto es cumplir tardíamente mi orden.

      -Monseñor -respondió el coronel-, ésta es la tercera puerta ante la que me presento. Las otras dos las he hallado cerradas.

      -¡Pues bien! Este valiente nos abrirá ésta. Abrid, amigo mío -ordenó el príncipe al portero que se había quedado pasmado ante el título de monseñor que acababa de darle el coronel Van Deken a aquel joven tan pálido al que había tratado tan familiarmente.

      Así, para reparar su falta, se apresuró a abrir la TolHek, que giró chirriando sobre sus goznes.

      -¿Monseñor quiere mi caballo? -preguntó el coronel a Guillermo.

      -Gracias, coronel, tengo una montura que me espera a unos pasos de aquí.

      Y cogiendo un silbato de oro de su bolsillo, sacó de este instrumento, que en aquella época servía para llamar a los criados, un sonido agudo y prolongado, al cual acudió un escudero a caballo, llevando una segunda montura de la brida.

      Guillermo saltó sobre el caballo sin utilizar los estribos, y picando espuelas tomó el camino de Leiden.

      Cuando estuvo en él, se volvió.

      El coronel le seguía a un largo de caballo.

      El príncipe le hizo señal de que se pusiera a su lado.

      -¿Sabéis -dijo sin detenerse- que aquellos bribones han matado también al señor Jean de Witt al igual que acababan de matar a Corneille?

      -¡Ah, monseñor! -exclamó tristemente el coronel-. Preferiría por vos que todavía quedasen esas dos dificultades a franquear para ser de hecho el estatúder de Holanda.

      -Evidentemente, hubiese sido mejor -dijo el joven- que lo que acaba de suceder no hubiera ocurrido. Pero en fin, lo hecho hecho está, y nosotros no tenemos la culpa. Apresurémonos, coronel, para llegar a Alphen antes que el mensaje que seguramente los Estados van a enviarme al campamento.

      El coronel se inclinó, dejó pasar a su príncipe delante, y tomó a continuación el lugar que tenía antes de que él le dirigiera la palabra.

      -¡Ah! Me gustaría -murmuró siniestramente Guillermo de Orange frunciendo las cejas, apretando sus labios y hundiendo sus espuelas en el vientre de su caballo-, me gustaría ver la cara que pondrá Luis el Sol, cuando sepa de qué forma acaban de tratar a sus buenos amigos los señores


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