La flecha negra. Robert Louis Stevenson

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La flecha negra - Robert Louis Stevenson


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las rodillas entre sus coles, tarareando con voz cascada una cancioncilla. Todo él iba vestido de cuero excepto la capucha y la esclavina, que eran de frisa negra, anudadas con cinta escarlata. Por el color y las arrugas, dijérase que su rostro era una cáscara de nuez; pero sus viejos ojos grises eran bastante claros y límpidos todavía, y perfecta su vista. Quizá porque era sordo, quizá porque no creyese digno de un viejo arquero de Agincourt prestar atención a semejantes disturbios, el caso es que ni las ásperas notas de la campana tocando a rebato ni la proximidad de Bennet y el muchacho parecieron impresionarle, y continuó cavando mientras con débil y temblorosa vocecilla entonaba la melodía: Si he de ser, mi señora, de vuestra propiedad os ruego que de mí tengáis piedad.

      -Nick Appleyard -dijo Hatch-: sir Oliver te saluda y te ordena que, antes de una hora, te dirijas al Castillo del Foso para encargarte del mando.

      El viejo alzó la vista.

      -¡Dios os guarde, señores míos! -repuso, sonriendo-. ¿Dónde va master Hatch?

      -Master Hatch parte para Kettley con todos los hombres que puedan montar a caballo - contestó Bennet-. Parece que va a haber por aquellos alrededores una batalla, y mi señor espera refuerzos.

      -¡Bien! -dijo Appleyard-. ¿Y qué guarnición me dejáis?

      -Te dejo seis hombres escogidos y, además, sir Oliver -contestó Hatch.

      -No bastan para defender la plaza -observó Appleyard-. Se necesitarán cuarenta hombres para resistir como es debido.

      -¡Cómo! ¿Para que nos salieras con eso te hemos venido a buscar, viejo pícaro? -replicó Bennet-. ¿Quién sino tú es capaz de hacerlo con semejante guarnición?

      -¡Sí, cuando te aprieta el zapato te acuerdas del viejo! -repuso Nick-. No hay uno de vuestros hombres capaz de sostenerse a caballo ni de manejar una pica; y en cuanto a arqueros, si el viejo Enrique V resucitase, sería capaz de ofrecerse, por un ochavo cada vez, a servir de blanco en vuestros tiros.

      -¡Vamos, Nick, que todavía hay alguien que sabe disparar un arco! -exclamó Bennet.

      -¡Disparar un arco! -repitió Appleyard-. ¡Sí! Pero ¿quién sería capaz de dar en el blanco?

      Ahí es donde hay que tener buen ojo y la cabeza en su sitio. Si no, vamos a ver, ¿a qué llamaríais vos un tiro largo de ballesta?

      -¡Hombre! Largo sería a una distancia como de aquí al bosque -contestó Bennet mirando en torno suyo.

      -Sí, algo largo sería -murmuró el viejo, volviéndose para mirar por encima del hombro.

      Después se colocó la mano sobre los ojos y permaneció con ellos fijos en la lejanía.

      -¿Qué miras? -preguntó Bennet entre dientes-. ¿Acaso ves a Enrique V?

      El veterano siguió mirando hacia la colina. El sol brillaba esplendoroso sobre las praderas; ramoneaban algunas ovejas blancas. Todo estaba en silencio, turbado tan sólo por el lejano tañido de la campana.

      -¿Qué ocurre, Appleyard? -inquirió Dick.

      -Qué ha de ocurrir... Los pájaros.

      Sobre la parte superior del bosque, desde donde descendía como una lengua a través de los prados, para terminar en un par de olmos verdes, a un tiro de flecha aproximadamente del lugar donde nuestros interlocutores se hallaban, una bandada de pájaros revoloteaba de un lado a otro con evidente alarma.

      -¿Qué pasa con los pájaros? -preguntó Bennet.

      -¡Verdaderamente -repuso Appleyard-, hacéis bien en iros a la guerra, master Bennet!

      Los pájaros son buenos centinelas; en los bosques suelen ser los que primero figuran en la línea de batalla. ¡Mirad! Si éste fuera un campamento, bien pudiera haber arqueros acechando para dar con nosotros, y, sin embargo, aquí estaríais como si tal cosa.

      -¡Qué dices, condenado! -gritó Hatch-. ¡Si en torno nuestro no hay más hombres que los de sir Daniel, en Kettley! Estás más seguro que en la torre de Londres, y quieres asustarnos con unos cuantos gorriones o algún pinzón.

      -¡Escuchadle! -rezongó Appleyard-. ¡Cuántos bribones se dejarían cortar las orejas con tal de darse el gustazo de podernos enviar una flecha a cualquiera de nosotros! ¡San Miguel nos valga! ¡Si nos odian como si fuéramos la peste!

      -¡Cierto es que odian a sir Daniel! -repuso Hatch algo más sosegado.

      -A sir Daniel y a todo el que le sirve -refunfuñó Appleyard-, y en primer término a Bennet Hatch y al viejo Nicholas, el arquero. Mirad: si allá lejos, en el extremo del bosque, hubiese un hombre forzudo y vos y yo permaneciésemos aquí a merced suya, como lo estamos, ¿a quién creéis que escogerían?

      -Apuesto que a ti -repuso Hatch.

      -¡Apuesto mi capote contra un cinto de cuero a que seríais vos el elegido! -exclamó el viejo arquero-. Vos fuisteis quien incendió Grimstone, Bennet, y eso no os lo perdonarán nunca, amigo mío. En cuanto a mí, pronto estaré en lugar seguro, Dios mediante, lejos de los tiros de flecha y de los cañonazos también... y de todas las ruindades de mis enemigos. Ya soy viejo y me acerco rápidamente a mi última morada, donde el lecho está dispuesto. Pero vos, Bennet, quedaréis a merced de todos los peligros, y si llegáis a mi edad sin que os hayan colgado, será porque el genuino espíritu inglés habrá muerto ya.

      -Eres el viejo mastuerzo de peor genio de todo el bosque de Tunstall -replicó Hatch, enojado por aquellos amenazadores presagios-. Anda de una vez a armarte antes de que llegue sir Oliver, y déjate, por una vez en tu vida, de charlas inútiles. Si a Enrique V le hablabas tanto, tendría más llenos los oídos que el bolsillo.

      Silbó en el aire una flecha como un gigantesco abejorro y vino a clavársele al viejo Appleyard entre ambos omoplatos, atravesándole de parte a parte y haciéndole caer de cabeza sobre las coles. Hatch contuvo un grito y saltó en el aire; después, agachándose cuanto pudo, corrió a refugiarse en la casa. Entretanto, sir Dick Shelton se había ocultado tras unas lilas y con el arco tenso y apoyado en el hombro apuntaba hacia el bosque.

      No se movía ni una hoja. Las ovejas pacían tranquilamente y los pájaros se habían apaciguado. Pero en el suelo yacía el viejo, con una flecha de una vara de largo clavada en la espalda. Hatch continuaba protegido bajo el alero del tejado, y Dick estaba alerta, agazapado tras el árbol.

      -¿Veis algo? -gritó Hatch.

      -No se mueve ni una rama -contestó Dick.

      -Me da vergüenza dejarle ahí tendido -dijo Bennet, adelantándose de nuevo con vacilante paso y muy pálido el rostro-. No perdáis de vista el bosque, master Shelton; vigiladlo bien. ¡Los santos nos asistan! ¡Buen tiro fue éste!

      Bennet alzó al viejo arquero y lo apoyó sobre su rodilla. Todavía no estaba muerto. Su rostro se contraía, abría y cerraba los ojos maquinalmente, y tenía el horrible aspecto de quien sufre un gran dolor.

      -¿Me oyes, Nick? -le preguntó Hatch-. ¿Deseas algo? ¿Tienes algo que decir antes de dejar este mundo, hermano?

      -¡Arráncame esta flecha y déjame morir, por la Virgen María! -susurró Appleyard-. ¡Ya se acabó para mí la vieja Inglaterra! ¡Arráncamela, arráncamela!

      -Master Dick -exclamó Bennet-, acercaos y dad un buen tirón a la flecha.

      Lo que él quiere es morir, el pobre pecador.

      Dick dejó en el suelo su ballesta y, tirando de la flecha con todas sus fuerzas, consiguió arrancarla de la herida. Brotó un chorro de sangre, intentó el viejo arquero ponerse de pie y, pronunciando el nombre de Dios, cayó muerto.

      Hatch, arrodillado entre las coles, oró con fervor por el descanso de su alma. Mas, en tanto que oraba, veíase que su atención se hallaba dividida: no dejaba de mirar ni un instante de reojo hacia aquel rincón del bosque de donde partiera el certero flechazo. Terminada su oración, se alzó de nuevo, se quitó una de sus manoplas de malla y se enjugó el pálido rostro, empapado de un sudor aterrado.

      -Sí


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