La flecha negra. Robert Louis Stevenson

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La flecha negra - Robert Louis Stevenson


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      -Sólo Dios lo sabe -respondió Hatch-. Quizá andan por ahí más de cuarenta cristianos a quienes él y yo hemos arrojado de sus casas y de sus tierras, persiguiéndolos después. Él ha pagado ya su deuda, pobre viejo, y acaso no tarde yo mucho en pagar la mía. Sir Daniel tiene la mano demasiado dura.

      -Extraña flecha es ésta -dijo el muchacho contemplando la que tenía en la mano.

      -Sí, por cierto -exclamó Bennet-. Negra y guarnecida de plumas, también negras. Nada tiene de bonita ni de alegre, porque dicen que el negro es presagio de entierro. Y aquí se ven algunas palabras escritas. Limpiad la sangre y leedlas. ¿Qué dicen?

      -Para Appleyard, de John Amend-all -leyó Shelton-. ¿Qué significa esto?

      -¡No lo sé; pero no me gusta nada! -contestó el servidor sacudiendo la cabeza. ¡John Amend-all! Vaya nombre para uno de esos bribones rebeldes. Pero ¿qué hacemos aquí, sirviendo de blanco? Cogedle por las rodillas, master Shelton, que yo le levantaré de los hombros, y dejémosle en su casa. ¡Buen disgusto va a darle esto a sir Oliver! Más blanco que la cera se quedará cuando lo sepa, y ni un molino de viento gruñirá más que él.

      Entre los dos llevaron el cuerpo del viejo arquero a su casa, donde había vivido completamente solo. Allí le dejaron tendido en el suelo, para no manchar el colchón de la cama, y colocaron sus miembros lo mejor que pudieron.

      La casa de Appleyard era de aspecto limpio y sencillo. Sólo contenía una cama con colcha azul, un aparador, un gran arcón, un par de taburetes y una mesa con goznes en un rincón junto a la chimenea. De la pared colgaba la armería del viejo soldado: sus arcos y su coraza. Hatch comenzó a mirar en torno suyo con curiosidad.

      -Nick tenía dinero -dijo-. Debe de tener escondidas unas sesenta libras. ¡Cómo me gustaría encontrarlas! Cuando se pierde un buen amigo, master Richard, el mejor consuelo es heredarle. Mirad ese arcón. Apostaría cualquier cosa a que contiene cerca de su buena media fanega de oro. Appleyard el arquero tenía la mano dura para recoger, y también para guardar.

      ¡Que Dios le haya perdonado sus pecados! Cerca de ochenta años se ha mantenido en pie, y siempre recogiendo y guardando; pero al fin ha tenido que tenderse de espaldas para siempre, ¡pobre viejo huraño!, y ya se han acabado para él todas las necesidades... Sin duda, pienso yo, si sus bienes van a parar a manos de un buen amigo, se alegrará de ello y se sentirá más feliz allá en el cielo.

      -¡Vamos, Hatch! -exclamó Dick-. Respetad esos ojos cerrados para siempre... ¿Seríais capaz de robarle ante su propio cadáver? ¡Echaría a andar para impedirlo!

      Hatch hizo la señal de la cruz varias veces, pero luego volvió el color a su rostro, y no fue fácil disuadirle de sus propósitos. La hubiera emprendido con el arcón si en aquel momento no se hubiera oído ruido en la puerta de la cerca, y si poco después no se hubiese abierto la de la casa, dando paso a un hombre alto, corpulento y colorado, de ojos negros, de unos cincuenta años de edad, cubierto con negro traje talar y sobrepelliz.

      -Appleyard -entraba diciendo el recién llegado; pero al contemplar el cuadro se quedó paralizado de asombro-. ¡Ave María! -exclamó-. ¡Dios y los santos nos asistan! ¿Qué escándalo es éste?

      -Frío escándalo para Appleyard, señor cura -contestó Hatch sin asomo de humor-. Acaban de asesinarle a la puerta de su casa, y llega en este momento al Purgatorio.

      ¡Verdaderamente, si es cierto lo que cuentan, allí no han de faltarle carbón ni lumbre!

      Con vacilante paso se dejó caer sir Oliver sobre uno de los taburetes, demudado el rostro y sintiéndose desfallecer.

      -¡Esto es la ejecución de una sentencia! -dijo-. ¡Oh! ¡Qué golpe! ¡Qué golpe! -exclamó sollozando. Y enseguida comenzó a rezar infinidad de oraciones.

      Hatch, entretanto, se despojaba respetuosamente de su celada e hincaba su rodilla en tierra.

      -¡Ay, Bennet! -murmuró el clérigo, algo repuesto de su asombro-. ¿Qué puede ser esto? ¿Quién será el enemigo que se ha atrevido a ejecutarlo?

      -Aquí tenéis la flecha, sir Oliver. Mirad: lleva escritas unas palabras -observó Dick.

      -¡Cómo! -exclamó el cura-. ¡Esto es abominable! John Amend-all! ¡Un nombre digno de un lollardo! ¡Y negro el color de la flecha, como de mal agüero! ¡Caballeros, esta maldita flecha no me gusta nada! Pero lo importante ahora es que deliberemos de dónde puede venir.

      Ayúdame a pensar, Bennet. Entre tantos que nos quieren mal, ¿quién será el que tan audazmente nos reta? ¿Simnel? No lo creo. ¿Los Walsingham? No, no han llegado aún hasta ese punto; aún confían en imponérsenos cuando las cosas cambien. También pudiera ser Simon Malmesbury. ¿Qué crees tú, Bennet?

      -¿Podría ser, señor -repuso Hatch-, Ellis Duckworth?

      -No, Bennet, no. Eso nunca -dijo el cura-. Jamás una revolución se fraguó entre los de abajo, Bennet, y esta opinión la comparten todos los cronistas sensatos. Las rebeliones se encaminan de arriba abajo. Cuando Dick, Tom y Harry la toman por su cuenta, averigua siempre dónde está el personaje que ha de aprovecharse de ella. Puesto que sir Daniel se ha unido, una vez más, al partido de la reina, ha caído en desgracia con los señores de York. De ahí viene el golpe, Bennet; por qué medios, es cosa que no puedo precisar aún; pero ahí está el meollo del asunto.

      -No quisiera que lo tomarais a mal, sir Oliver -repuso Bennet-, pero tanto se ha apretado la soga al cuello de las gentes, que esto está a punto de estallar; eso mismo veía venir el pobre Appleyard. Y si me lo permitís, os diré que la gente nos odia tanto que no necesitan que los espoleen los de York ni los de Lancaster. Oíd lo que yo pienso: vos, que sois clérigo, y sir Daniel, que tan pronto navega a uno como a otro viento, os habéis apoderado de los bienes de muchos y habéis hecho apalear y colgar a no pocos hombres. Ahora os piden cuentas de todo ello; pero como, al fin, no sé por qué, siempre os favorece la ley, creéis que todo queda arreglado. Pero permitidme que os diga, sir Oliver, que el hombre que habéis despojado de sus bienes y mandado apalear es el que más indignado está ahora, y un buen día, azuzado por el diablo, echará mano de su arco y os meterá en el cuerpo una flecha.

      -No, Bennet, estás en un grave error. Deberías agradecerme que te corrija -replicó sir Oliver-. Eres un charlatán, Bennet, un chismoso; tienes la lengua demasiado larga. Tienes que corregirte. Bennet, tienes que corregirte.

      -Bien, no diré una palabra más. Haced lo que os plazca -repuso el escudero.

      Se levantó el cura del taburete en el que estaba sentado y del estuche que llevaba pendiente del cuello sacó cera y una vela pequeña, pedernal y eslabón, procediendo con todo ello a sellar con las armas de sir Daniel el arcón y el armario, mientras Hatch le miraba con profundo desconsuelo. A continuación salieron todos de la casa, algo atemorizados, y se dispusieron a montar a caballo.

      -Ya hace rato que debiéramos estar en camino, sir Oliver -dijo Hatch, al sostenerle el estribo para que montara.

      -Es cierto; pero las cosas han cambiado, Bennet -repuso el cura-. Ya no tenemos a Appleyard, que en paz descanse, para encargarse del mando de la guarnición. Por tanto, tú vas a quedarte conmigo, Bennet. Necesito a mi lado un hombre de confianza en estos tiempos de traidoras flechas negras. «La flecha que de día vuela... », dice el Evangelio. Y no recuerdo lo que sigue. ¡Verdaderamente soy un cura holgazán, demasiado ocupado de los asuntos humanos! Mas cabalguemos, master Hatch. Nuestros hombres deben de estar ya en la iglesia.

      Emprendieron, pues, la marcha camino abajo, con el viento que hacía flotar los hábitos del cura a su favor, y dejaron tras ellos algunas nubecillas que velaban el sol poniente.

      Pasaron tres de las casas dispersas que componían la aldea de Tunstall, y, al volver un recodo, apareció ante ellos la iglesia. A su alrededor se apiñaban diez o doce casas, mas en la parte posterior el cementerio parroquial lindaba con los prados. Ante el pórtico se hallaban reunidos unos veinte hombres, montados unos y de pie otros junto a sus caballos. Iban armados y montados de diversas formas: unos con lanzas, otros con picas o con arcos y cabalgando algunos caballos


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