La flecha negra. Robert Louis Stevenson

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La flecha negra - Robert Louis Stevenson


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que, arrastrándose furtivamente, salía de la estancia.

      Vaya -pensó Dick-. ¡Si es tan joven como yo! Y me ha llamado «buen muchacho». De haberlo sabido, habría dejado que ahorcaran a ese pícaro antes que decirle lo que me preguntaba. Bueno, si logra atravesar los pantanos, puedo alcanzarle para darle un buen tirón de orejas.

      Media hora después entregaba sir Daniel la carta a Dick, ordenándole que, a toda carrera, partiera para el Castillo del Foso. Y pasada otra media hora más de su partida, llegaba precipitadamente otro mensajero enviado por el señor de Risingham.

      -Sir Daniel -dijo el mensajero-. ¡Grande es la gloria que os estáis perdiendo! Esta mañana, al apuntar el alba, volvimos a la lucha y derrotamos a la vanguardia y deshicimos toda su ala derecha. Sólo el centro de la batalla se mantuvo firme. Si hubiéramos contado con vuestros hombres, habríamos dado con todos en el fondo del río. ¿Queréis ser el último en la lucha? No estaría ello al nivel de vuestra fama.

      -No -exclamó el caballero-. Precisamente ahora iba a salir. ¡Toca llamada, Selden! Señor, estoy con vos al instante. Aún no hace dos horas que llegó la mayor parte de mis fuerzas. La espuela es un buen pienso, pero puede matar al caballo. ¡Aprisa, muchachos!

      El toque de llamada resonaba alegremente en aquella hora matinal, y de todas partes acudían los hombres de sir Daniel hacia la calle principal, formando delante de la posada. Habían dormido sin dejar sus armas, ensillados los caballos, y a los diez minutos cien hombres y arqueros, perfectamente equipados y bien disciplinados, se hallaban formados y dispuestos. La mayor parte vestía el uniforme morado y azul de sir Daniel, lo que daba mayor vistosidad a la formación. Cabalgaban en primera línea los mejor armados; en el lugar menos visible, a la cola de la columna, iba el misérrimo refuerzo de la noche anterior.

      Contemplando con orgullo las largas filas, dijo sir Daniel:

      -Ésos son los muchachos que habrán de sacaros del aprieto.

      -Buenos han de ser, a juzgar por su aspecto -respondió el mensajero-. Por eso es mayor mi pesadumbre de que no hayáis partido más pronto.

      -¡Qué le vamos a hacer! -murmuró el caballero-. Así, señor mensajero, el fin de una lucha coincidirá con el comienzo de una fiesta -y así diciendo montó en su silla-. Pero... ¡cómo! ¿Qué es esto? -gritó ¡John! ¡Joanna! ¡Por la sagrada cruz!... ¿Dónde se ha metido? ¡Posadero!... ¿Dónde está la muchacha?

      -¿La muchacha, sir Daniel? No, no he visto por aquí a ninguna muchacha.

      -¡Bueno, pues el muchacho, viejo chocho! -rugió el caballero-. ¿Dónde tenéis los ojos que no vistes que era una moza? Aquella de la capa morada..., la que tomó un vaso de agua por todo desayuno, ¡so bribón!:.. ¿dónde está?

      -Pero... ¡por todos los santos! -balbució el posadero-. ¡Master John le llamabais vos, señor! Y claro... nada malo pensé. Le..., es decir, la vi en la cuadra hace más de una hora... ensillando vuestro caballo tordo...

      -¡Por la santa cruz! -rugió sir Daniel-. ¡Quinientas libras y más me hubiera valido la moza!

      -Noble señor -advirtió el mensajero con amargura-, mientras vos clamáis al cielo por quinientas libras, en otra parte se está perdiendo o ganando el reino de Inglaterra.

      -Decís bien, mensajero -repuso sir Daniel-. ¡Selden, escoge seis ballesteros que salgan en su persecución. Y, cueste lo que cueste, que a mi regreso la encuentre en el Castillo del Foso.

      Y ahora, señor mensajero, ¡en marcha!

      La tropa partió a buen trote y Selden y sus seis ballesteros se quedaron atrás en la calle de Kettley, ante los asombrados ojos de los lugareños.

      En el Pantano

      Índice

      Serían cerca de las seis de aquella mañana de mayo cuando Dick entraba a caballo por los pantanos, de regreso a su casa. Azul y despejado estaba el cielo; soplaba, alegre y ruidoso, el viento; giraban las aspas de los molinos y los sauces, esparcidos por todo el pantano, ondulaban blanqueando como un campo de trigo. La noche entera había pasado Dick sobre la silla de su caballo y, sin embargo, se sentía sano de cuerpo y con el corazón animoso, por lo que cabalgaba alegremente.

      Descendía el camino hasta ir a hundirse en el pantano, y perdió de vista las sierras vecinas, exceptuando el molino de viento de Kettley, en la cima de la colina que a su espalda quedaba, y allí lejos, frente a él, la parte alta del bosque de Tunstall. A derecha e izquierda se extendían grandes y rumorosos cañaverales mezclados con sauces; lagunas cuyas aguas agitaba el viento, y traidoras ciénagas, verdes como esmeraldas, ofreciéndose tentadoras al viajero para perderle. Conducía el sendero, casi en línea recta, a través del pantano. Databa de larga fecha el camino, pues sus cimientos los echaron los ejércitos romanos; mas con el transcurso del tiempo se hundió gran parte del sendero, y, de trecho en trecho, cientos de metros se hallaban sumergidos bajo las estancadas aguas del pantano.

      A cosa de una milla de Kettley, Dick tropezó con una de esas lagunas que interceptaban el camino real, en un sitio en que los cañaverales y sauces crecían desparramados cual diminutos islotes, produciendo confusión al viajero. La brecha era sumamente extensa, y en aquel lugar un forastero, desconocedor de aquellos parajes, podía extraviarse, por lo cual Dick recordó, aterrado, al muchacho a quien tan a la ligera había encaminado hacia aquel sitio. En cuanto a él, le bastó dirigir una mirada hacia atrás, sobre las aspas del molino que se movían cual manchas negras sobre el azul del cielo; y otra hacia delante, sobre las elevadas cimas del bosque de Tunstall, para orientarse y continuar en línea recta a través de las aguas que lamían las rodillas de su caballo, que él dirigía con la misma seguridad que si marchara por el camino real.

      A mitad de camino de aquel paso difícil, cuando ya vislumbraba el camino seco que se elevaba en la orilla opuesta, sintió a la derecha ruido de chapoteos sobre el agua y pudo ver a un caballo tordo hundido en el barro hasta la cincha y luchando aún, con espasmódicos movimientos, por salir de él. Instantáneamente, como si el noble bruto hubiese adivinado la proximidad del auxilio, comenzó a relinchar de forma conmovedora. Giraban sus ojos inyectados en sangre, locos de terror, y mientras se revolcaba en el cenagal, verdaderas nubes de insectos se elevaban del mismo zumbando sordamente en el aire.

      ¡Ah! ¿Y el muchacho? -pensó Dick-. ¿Habrá perecido? Éste es su caballo, sin duda. ¡Valeroso animal! No, compañero, si tan lastimosamente clamas, haré cuanto puede hacer un hombre por ti. ¡No has de quedarte ahí, hundiéndote pulgada a pulgada!

      Y montando la ballesta, le hundió en la cabeza una certera flecha. Tras este acto de brutal piedad Dick siguió su camino, algo más sereno su ánimo, mirando atentamente en torno, en busca de alguna señal de su menos afortunado predecesor en el camino.

      ¡Ojalá me hubiera arriesgado a darle más detalles de los que le di -pensó-, pues mucho me temo que se haya quedado hundido en el lodazal!

      Pensaba esto cuando una voz le llamó por su nombre desde un lado del camino y, mirando por encima del hombro, vio aparecer el rostro del muchacho entre los cañaverales.

      -¡Ah! ¿Estáis ahí? elijo, deteniendo el caballo-. Tan oculto estabais entre las cañas, que pasaba de largo sin veros. A vuestro caballo vi hundido en el fango y puse fin a su agonía, haciendo lo que a vos os correspondía, siquiera fuese por lástima. Pero salid ya de vuestro escondite. Nadie hay aquí que pueda causaros inquietud.

      -¡Ah, buen muchacho! ¿Cómo iba a hacerlo, si no tenía armas? Y aunque las tuviese... no sé manejarlas -contestó el otro, saliendo al camino.

      -¿Y por qué me llamáis «buen muchacho»? No sois, me parece, el mayor de nosotros dos.

      -Perdonadme, master Shelton -repuso el otro-. No tuve la menor intención de ofenderos. Más bien quería implorar vuestra nobleza y favor, pues me encuentro más angustiado que nunca, perdido el camino, la capa y mi pobre corcel. ¡Látigo y espuelas tengo, pero no caballo que montar! ¡Y sobre todo -agregó,


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