La flecha negra. Robert Louis Stevenson

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La flecha negra - Robert Louis Stevenson


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perezosamente la cabaña del barquero. Era de zarzo y arcilla, y sobre su tejado crecía verde hierba.

      Dick se dirigió hacia la puerta y la abrió. Dentro, sobre un sucio capote rojo, se hallaba tendido y tiritando el barquero, un hombretón consumido por las fiebres del país.

      -¡Hola, master Shelton! -saludó-. ¿Venís por la barca? ¡Malos tiempos corren! Tened cuidado, que anda por ahí una partida. Más os valiera dar media vuelta y volveros, intentando el paso por el puente.

      -Nada de eso; el tiempo vuela, Hugh, y tengo mucha prisa -repuso Dick.

      -Obstinado sois... -replicó el barquero, levantándose-. Si llegáis sano y salvo al Castillo del Foso, bien podréis decir que sois afortunado; pero, en fin, no hablemos más.

      Advirtiendo la presencia de Matcham, preguntó:

      -¿Quién es éste? -y se detuvo un momento en el umbral de la cabaña, mirándole con sorpresa.

      -Es master Matcham, un pariente mío -contestó Dick.

      -Buenos días, buen barquero -dijo Matcham, que acababa de desmontar y se acercaba conduciendo de la rienda al caballo-. Llevadme en la barca, os lo suplico. Tenemos muchísima prisa.

      El demacrado barquero siguió mirándole muy fijamente.

      -¡Por la misa! -exclamó al fin, y soltó una franca carcajada.

      Matcham se ruborizó hasta la raíz de los pelos y retrocedió un paso; en tanto, Dick, con expresión de violento enojo, puso su mano en el hombro del rústico y le gritó:

      -¡Vamos, grosero! ¡Cumple tu obligación y déjate de chanzas con tus superiores! Refunfuñando desató la barca el hombre y la empujó hacia las hondas aguas. Hizo meter el caballo en ella Dick y tras la cabalgadura entró Matcham.

      -Pequeño os hizo Dios -murmuró Hugh sonriendo-; acaso equivocaron el molde. No, master Shelton, no; yo soy de los vuestros -añadió, empuñando los remos-. Aunque no sea nada, un gato bien puede atreverse a mirar a un rey; y eso hice: mirar un momento a master Matcham.

      -¡Cállate, patán, y dobla el espinazo! -ordenó Dick.

      Se hallaban en la boca de la ensenada y la perspectiva se abría a ambos lados del río. Por todas partes es taba rodeado de islotes. Bancos de arcilla descendían desde ellos, cabeceaban los sauces, ondulaban los cañaverales y piaban y se zambullían los martinetes. En aquel laberinto de aguas no se percibía signo alguno del hombre.

      -Señor -dijo el barquero, aguantando el bote con un remo-: tengo el presentimiento de que John-a- Fenne está en la isla. Guarda mucho rencor a los de sir Daniel. ¿Qué os parece si cambiáramos de rumbo, remontando-la corriente, y os dejara en tierra a cosa de un tiro de flecha del sendero? Sería preferible que no os tropezarais con John Fenne.

      -¿Cómo? ¿Es él uno de los de la partida? -preguntó Dick.

      -Más valdrá que no hablemos de eso -dijo Hugh-. Pero yo, por mi gusto, remontaría la corriente. ¿Qué pasaría si a master Matcham le alcanzase una flecha? -añadió, volviendo a reír.

      -Está bien, Hugh -respondió Dick.

      -Escuchad entonces -prosiguió el barquero-. Puesto que estáis de acuerdo conmigo, descolgaos esa ballesta... Así; ahora, preparadla... bien, poned una flecha... Y quedaos así, mirándome ceñudo.

      -¿Qué significa esto? -preguntó Dick.

      -Significa que si os paso en la barca, será por fuerza o por miedo -replicó el barquero-. De lo contrario, si John Fenne lo descubriese, es muy probable que se convirtiera en mi más temible y molesto vecino...

      -¿Tanto es el poder de esos patanes? ¿Hasta en la propia barca de sir Daniel mandan?

      -No -murmuró el barquero, guiñando un ojo-. Pero, ¡escuchadme! Sir Daniel caerá; su estrella se eclipsa. Mas... ¡silencio! -y encorvó el cuerpo, poniéndose a remar de nuevo.

      Remontaron un buen trecho del río, dieron la vuelta al extremo de uno de los islotes y suavemente llegaron a un estrecho canal próximo a la orilla opuesta. Entonces se detuvo Hugh en medio de la corriente.

      -Tendríais que desembarcar entre los sauces.

      -Pero aquí no hay senda ni desembarcadero, no se ven más que pantanos cubiertos de sauces y charcas cenagosas -objetó Dick.

      -Master Shelton -repuso Hugh-: no me atrevo a llevaros más cerca, en interés vuestro. Ese sujeto espía mi barca con la mano en el arco. A cuantos pasan por aquí y gozan del favor de sir Daniel los caza como si fueran conejos. Se lo he oído jurar por la santa cruz. Si no os conociera desde tanto tiempo, ¡ay, desde hace tantos años!, os hubiera dejado seguir adelante; pero en recuerdo de los días pasados y ya que con vos lleváis este muñeco, tan poco hecho a heridas y a andanzas guerreras, me he jugado mis dos pobres orejas por dejaros a salvo. ¡Contentaos con eso, que más no puedo hacer: os lo juro por la salvación de mi alma!

      Hablando estaba aún Hugh, apoyado sobre los remos, cuando de entre los sauces del islote salió una voz potente, seguida del rumor que un hombre vigoroso causaba al abrirse paso a través del bosque.

      -¡Mala peste se lo lleve! -exclamó Hugh-. ¡Todo el rato ha estado en el islote de arriba! - Y así diciendo, remó con fuerza hacia la orilla-. ¡Apuntadme con la ballesta, buen Dick! ¡Apuntadme y que se vea bien claro que me estáis amenazando! -añadió-. ¡Si yo traté de salvar vuestro pellejo, justo es ahora que salvéis el mío!

      Chocó el bote contra un grupo de sauces del cenagoso suelo con un crujido. Matcham, pálido, pero sin perder el ánimo y manteniéndose ojo avizor, corrió por los bancos de la barca y saltó a la orilla a una señal de Dick. Éste, cogiendo de las riendas al caballo, intentó seguirle. Pero fuese por el volumen del caballo, fuese por la frondosidad de la espesura, el caso es que quedaron ambos atascados. Relinchó y coceó el caballo, y el bote, balanceándose en un remolino de la corriente, iba y venía de un lado a otro, cabeceando con violencia.

      -No va a poder ser, Hugh; aquí no hay modo de desembarcar -exclamó Dick; pero continuaba luchando con la espesura y con el espantado animal.

      En la orilla del islote apareció un hombre de elevada estatura, llevando en la mano un enorme arco. Por el rabillo del ojo vio Dick cómo el recién llegado montaba el arco con gran esfuerzo, roja la cara por la precipitación.

      -¿Quién va? -gritó-. Hugh, ¿quién va?

      -Es master Shelton, John -respondió el barquero.

      -¡Alto, Dick Shelton! -ordenó el del islote-. ¡Quieto, y os juro que no os haré ningún daño! ¡Quieto! ¡Y tú, Hugh, vuelve a tu puesto!

      Dick le dio una respuesta burlona.

      -Bueno; entonces tendréis que ir a pie -replicó el hombre, disparando la flecha.

      El caballo, herido por el dardo, se encabritó, lleno de terror; volcó la embarcación y en un instante estaban todos luchando con los remolinos de la corriente.

      Al salir a flote, Dick se halló a cosa de un metro de la orilla, y antes de que sus ojos pudieran ver con toda claridad, su mano se había cerrado sobre algo firme y resistente que al instante comenzó a arrastrarle hacia delante. Era la fusta que Matcham, arrastrándose por las colgantes ramas de un sauce, le tendía oportunamente.

      -¡Por la misa! -exclamó Dick, en tanto recibía el auxilio para poner pie en tierra-. Os debo la vida. Nado como una bala de cañón.

      Y se volvió enseguida hacia el islote.

      En mitad de la corriente nadaba Hugh, cogido a su barca volcada, mientras que John-a-Fenne, furioso por la mala fortuna de su tiro, le gritaba que se diera prisa.

      -¡Vamos, Jack! -dijo Shelton-, corramos. Antes de que Hugh pueda arrastrar su lancha hasta la orilla o de que entre ambos la enderecen estaremos nosotros a salvo.

      Predicando con el ejemplo, comenzó su carrera, ocultándose, cambiando continuamente de dirección entre los sauces, saltando de promontorio en promontorio


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