La flecha negra. Robert Louis Stevenson

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La flecha negra - Robert Louis Stevenson


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llegar aquí la arenga, ya andaba Lawless por el segundo cuerno de cerveza; lo alzó como si fuera a brindar por el orador.

      -Master Ellis -dijo-: clamáis venganza y ¡bien os sienta ese papel! Pero vuestro pobrecillo hermano del bosque, que jamás tuvo tierras que perder ni amigos en quien pensar, mira, por su parte, al provecho de la cosa. ¡Más quisiera un noble de oro y un azumbre de vino canario que todas las venganzas del Purgatorio!

      -Lawless -replicó el otro-: para llegar al Castillo del Foso, sir Daniel tiene que atravesar el bosque. Haremos que su paso le cueste más caro que una batalla. Y cuando hayamos dado con él en tierra y con el puñado de miserables que se nos hayan escapado, vencidos y fugitivos sus mejores amigos, sin que nadie acuda en su auxilio, sitiaremos a ese viejo zorro y grande será su caída. Ése sí que es un gamo rollizo; con él tendremos comida para todos.

      -Sí -repuso Lawless-; a muchas de esas comilonas he asistido ya; pero cocinarlas es trabajo difícil, master Ellis. Y entretanto, ¿qué hacemos? Preparamos flechas negras, escribimos canciones y bebemos buena agua fresca, la más desagradable de las bebidas.

      -Faltas a la verdad, Will Lawless. Aún hueles tú a la despensa de los franciscanos; la gula te pierde -contestó Ellis-. Veinte libras le cogimos a Appleyard, siete marcos anoche al mensajero y el otro día le sacamos cincuenta al mercader.

      -Y hoy -añadió uno de los hombres- he detenido yo a un gordinflón perdonador de pecados que galopaba hacia Holywood. Aquí está su bolsa.

      Ellis contó el contenido.

      -¡Cien chelines! -refunfuñó-. ¡Idiota! Llevaría más en las sandalias o cosido en esclavina. Eres un chiquillo, Tom Cuckow; se te ha escapado el pez.

      A pesar de todo, Ellis se metió la bolsa en la escarcela con aire indiferente. Apoyado en la jabalina, paseó la mirada en torno suyo. En diversas actitudes, los demás se dedicaban a engullir vorazmente el potaje de ciervo, remojándolo abundantemente con buenos tragos de cerveza. Era aquél un día afortunado, pero los asuntos apremiaban y comían rápidamente. Los que primero llegaron ya habían despachado su colación. Unos se tendieron sobre la hierba y se quedaron dormidos; otros charlaban o repasaban sus armas, y uno que estaba de muy buen humor, alzando su cuenco de cerveza, comenzó a cantar:

      No hay ley en este bosque, no nos falta el yantar, alegre y regalado con carne de venado el verano al llegar.

      El duro invierno vuelve, con lluvia y con nieve, vuelve de nuevo a helar, cada uno en su emboscada, la capucha calada junto al fuego a cantar.

      Durante todo este tiempo, los muchachos permanecieron ocultos, escuchando, echados uno junto a otro. Pero Richard tenía preparada la ballesta y empuñaba el gancho de hierro que usaba para tensarla. No se habían atrevido a moverse, y toda esta escena de la vida selvática se desarrolló ante sus ojos como sobre un escenario. Pero, de pronto, algo extraño vino a interrumpirla.

      La alta chimenea que sobresalía del resto de las ruinas se elevaba precisamente por encima del escondite de los dos muchachos. Un silbido rasgó el aire, después se oyó un sonoro chasquido y junto a ellos cayeron los fragmentos de una flecha rota. Alguien, oculto en la parte alta del bosque, tal vez el mismo centinela que vieron encaramado en el abeto, acababa de disparar una flecha al cañón de la chimenea.

      Matcham no pudo contener un pequeño grito, que sofocó inmediatamente, y hasta el mismo Dick se sobresaltó, dejando escapar de sus dedos el gancho de hierro. Mas para los compañeros del prado era aquélla una señal convenida. Al instante se pusieron todos en pie, ciñéndose los cinturones, templando las cuerdas de los arcos y desenvainando espadas y dagas.

      Levantó una mano Ellis; su rostro adquirió una expresión de salvaje energía, y sobre su morena y curtida cara brilló intensamente el blanco de sus ojos.

      -¡Muchachos -exclamó-, ya sabéis vuestros puestos! Que ni uno solo de ellos se os escape. Appleyard no fue más que un aperitivo; ahora es cuando nos sentamos a la mesa. ¡Tres son los hombres a quienes he de vengar cumplidamente: Harry Shelton, Simon Malmesbury y -se golpeó el amplio pecho- Ellis Duckworth!

      Por entre los espinos llegó otro hombre, rojo de tanto correr.

      -¡No es sir Daniel! -exclamó jadeante-. No son más que siete. ¿Ha disparado ya ése la flecha?

      -Ahí se ha roto ahora mismo -respondió Ellis.

      -¡Maldición! -exclamó el mensajero-. Ya me pareció oírla silbar. ¡Y me he quedado sin comer!

      En un minuto, corriendo unos, andando otros rápidamente, según se hallaran más o menos lejos, los hombres de la Flecha Negra desaparecieron de los alrededores de la casa en ruinas; y el caldero, el fuego, ya casi apagado, y los restos del ciervo colgados del espino, quedaron solitarios para dar fe de su paso por aquel lugar.

      Sanguinario como el cazador

      Índice

      Los muchachos permanecieron inmóviles hasta que el ruido de los últimos pasos se hubo desvanecido. Se levantaron maltrechos y doloridos por lo forzado de la postura, treparon por las ruinas y, valiéndose de la viga caída, cruzaron el antiguo foso. Matcham había recogido del suelo el gancho de hierro y marchaba el primero, seguido de Dick, rígido y con la ballesta bajo el brazo.

      -Ahora -dijo Matcham-, adelante, hacia Holywood.

      -¡A Holywood! -exclamó Dick-. ¿Cuando buenos compañeros están en peligro de ser alcanzados por los tiros de esa gente? ¡No! ¡Antes te dejaría ahorcar, Jack!

      -¿De modo que me abandonarías? -preguntó Matcham.

      -¡Sí! -repuso Dick-. Y si no llego a tiempo de poner en guardia a esos muchachos, moriré con ellos. ¡Cómo! ¿Pretenderías tú que abandonara a mis propios compañeros, entre los cuales he vivido? Supongo que no. Dame el gancho.

      Nada más lejos de la imaginación de Matcham.

      -Dick -le dijo-, tú juraste por los santos del cielo que me dejarías a salvo en Holywood. ¿Renegarías de tu juramento? ¿Serías capaz de abandonarme... para ser un perjuro?

      -No -replicó Dick-. Cuando lo juré pensaba cumplirlo; ése era mi propósito... Pero ahora... Hazte cargo, Jack, y ponte en mi lugar. Déjame avisar a esos hombres, y, si es necesario, que corra con ellos el peligro. Después, partiré de nuevo para Holywood a cumplir mi juramento.

      -Te estás burlando de mí -repuso Matcham-. Esos hombres a quienes quieres socorrer son los que me persiguen para perderme.

      Dick se rascó la cabeza.

      -No tengo más remedio, Jack -contestó-. ¿Qué le voy a hacer? Tú no corres ningún peligro, muchacho; pero ellos van camino de la muerte. ¡La muerte! -añadió-. ¡Piénsalo! ¿Por qué demonios te empeñas en retenerme aquí? Dame el gancho. ¡Por san Jorge! ¿Han de morir todos ellos?

      -Richard Shelton -dijo Matcham mirándole de hito en hito-: ¿Serías capaz de unirte al partido de sir Daniel? ¿No tienes orejas? ¿No has oído lo que dijo Ellis? ¿O es que nada te dice el corazón cuando se trata de los de tu sangre y del padre que esos hombres asesinaron? «Harry Shelton», dijo, y sir Harry Shelton era tu padre, tan cierto como ese sol que nos alumbra.

      -¿Y qué pretendes? ¿Que yo dé crédito a esa pandilla de ladrones?

      -No. No es ésta la primera vez que lo oigo -replicó Matcham-. Todo el mundo sabe que fue sir Daniel quien lo mató. Y lo mató faltando a su juramento de respetarle la vida; en su propia casa fue derramada su sangre inocente. ¡El cielo clama venganza, y tú, el hijo de aquel hombre, pretendes auxiliar y defender al asesino!

      Jack -exclamó el muchacho-, no lo sé. Acaso sea cierto, pero ¿cómo puedo yo saberlo? Escucha: ese hombre me ha criado y educado; con los suyos compartí caza y juegos, y abandonarlos en la hora del peligro... ¡Oh!, si tal cosa hiciera, muchacho, sería prueba de que no tengo ni pizca de honor. No, Jack, tú no me pedirías hacer tal cosa;


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