La flecha negra. Robert Louis Stevenson

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La flecha negra - Robert Louis Stevenson


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observó que el terreno comenzaba a ascender, lo que le indicó que marchaba por buen camino. Poco después penetraban en un repecho cubierto de mullido césped, donde los olmos se mezclaban ya con los sauces.

      Pero allí Matcham, que avanzaba penosamente, quedando muy rezagado, se dejó caer al suelo y gritó, jadeante, a su compañero:

      -¡Déjame, Dick, no puedo más!

      Dick se volvió y retrocedió hasta donde se hallaba tendido su compañero.

      -¿Dejarte, Jack? -exclamó-. Eso sería una villanía, después de que, por salvarme la vida, te has expuesto a que te hirieran de un flechazo y a un chapuzón y quizá a ahogarte también. Ahogarte, sí, pues sólo Dios sabe cómo no te arrastré conmigo.

      -Nada de eso -repuso Matcham-; sé nadar y nos hubiéramos salvado los dos.

      -¿Sabes nadar? -exclamó Dick asombrado.

      Era ésta una de las varoniles habilidades de que él se reconocía incapaz. Entre las cosas que admiraba, la primera era la de haber matado a un hombre en buena lid, pero la segunda consistía en saber nadar.

      -¡Bueno! -dijo— Esto ha de servirme de lección. Yo prometí cuidar de ti hasta llegar a Holywood y, ¡por la cruz!, más capaz te has mostrado tú de cuidarme y salvarme a mí.

      -Entonces, Dick, ¿somos amigos?... -preguntó master Matcham.

      -¿Es que hemos dejado de serlo alguna vez? -repuso Dick-. Eres un bravo mozo, a tu manera, aunque algo afeminado todavía. Hasta hoy no me tropecé con nadie que se te pareciera. Mas, por amor de Dios, recupera el aliento y sigamos adelante. No es éste el momento apropiado para charlas.

      -Me duele este pie horriblemente -dijo Matcham.

      -¡Ah! Ya se me había olvidado. ¡Bueno! Tendremos que ir más despacio. Lo que yo quisiera es saber dónde estamos. He perdido el camino, aunque tal vez sea mejor así. Si vigilan el embarcadero, quizá vigilen el sendero también. ¡Ojalá hubiera vuelto sir Daniel con sólo cuarenta hombres! Barreríamos a estos bribones como el viento barre las hojas. Acércate, Jack, y apóyate en mi hombro... Pero... si no llegas... ¿Qué edad tienes? ¿Doce años?

      -No; tengo dieciséis -respondió Matcham.

      -Poco has crecido para esa edad -observó Dick-. Cógete de mi mano. Iremos despacio... No temas. Te debo la vida... y soy buen pagador, Jack, lo mismo del bien que del mal.

      Comenzaron a remontar la cuesta.

      -Tarde o temprano daremos con el camino -añadió Dick-, y entonces sabremos adónde vamos. Pero... ¡qué mano tan pequeña tienes, Jack! Si yo tuviese unas manos como las tuyas, me daría vergüenza enseñarlas... Y... ¿sabes lo que te digo? -prosiguió soltando una risita-: ¡Juraría que Hugh el barquero te tomó por una muchacha!

      -¡No es posible! -exclamó Matcham, ruborizándose.

      -¡Te digo que sí y apuesto lo que quieras! -gritó Dick-. Pero no hay por qué censurarle; más aspecto tienes de muchacha que de hombre. Para ser muchacho tienes un extraño aspecto; pero para muchacha, Jack, serías guapa. Una moza muy bien parecida.

      -Bueno -repuso Matcham-; pero tú sabes muy bien que no lo soy.

      -Claro que lo sé; es una broma -explicó Dick-. Hombre eres, y si no, que se lo pregunten a tu madre. ¡Ánimo, valiente! Buenos golpes has de repartir todavía. Y ahora dime, Jack: ¿a quién de los dos armarán caballero primero? Porque yo he de serlo, o moriré por ello. Eso de «sir Richard Shelton, caballero» suena muy bien, y tampoco sonará mal «sir John Matcham».

      -Dick, por favor, espera que beba -suplicó el otro, deteniéndose al pasar junto a una cristalina fuente que brotando del declive caía en diminuto charco empedrado de guijarros y no mayor que un bolsillo-. ¡Ay, Dick, si pudiera encontrar algo que comer! ¡Me muero de hambre!

      -Pero, ¡tonto!, ¿por qué no comiste en Kettley? -preguntó Dick.

      -Había hecho voto de ayunar... por un pecado que me indujeron a cometer -balbució Matcham-. Pero, lo que es ahora, aunque fuese pan duro como una piedra, lo devoraría.

      -Siéntate, pues, y come -dijo Dick-, mientras yo exploro el terreno para buscar el camino.

      Echó mano Dick al zurrón que llevaba y de él sacó pan y unos trozos de tocino seco, que Matcham comenzó a devorar, mientras él se perdía entre los árboles.

      A corta distancia corría un arroyuelo, filtrándose entre hojas secas. Poco más allá se erguían, ya más corpulentos y espaciados, los árboles; y las hayas y los robles comenzaban a sustituir al olmo y al sauce. Como el viento agitaba de continuo las hojas, el rumor de los pasos de Dick sobre el suelo cubierto de hayucos quedaba bastante amortiguado; eran para el oído lo que una noche sin luna es para la vista. Sin embargo, Dick avanzaba con precaución, deslizándose de un grueso tronco a otro, sin dejar de escudriñar en torno suyo mientras marchaba. De pronto, rápido como una sombra, un gamo atravesó la maleza. Contrariado por el encuentro, se detuvo. Sin duda esta parte del bosque estaba solitaria; pero la huida del pobre animal azorado podía resultar un aviso de que alguien transitaba por allí, por lo cual, en vez de seguir adelante, se volvió hacia el árbol corpulento más próximo y comenzó a trepar.

      La suerte le fue propicia. El roble al que había subido era uno de los más altos de aquel rincón del bosque: sobresalía unos dos metros de los que le circundaban. Dick se encaramó sobre la horquilla más alta y, sentado en ella, vertiginosamente balanceado por el vendaval, divisó a su espalda todo el llano de pantanos hasta Kettley, y el río Till serpenteando entre frondosos islotes, y enfrente, la blanca cinta del camino introduciéndose a través del bosque.

      Enderezado el bote, se hallaba ya a mitad del camino de vuelta al embarcadero. Fuera de esto, ni rastro de hombres por ninguna parte, y nada se movía excepto el viento. A punto de descender estaba cuando, tendiendo en torno la mirada por última vez, tropezó su vista con una línea de puntos movedizos allá hacia el centro del pantano.

      Era evidente que un pelotón de gente armada marchaba a buen paso por el camino real, lo que le produjo cierta inquietud, pues rápidamente descendió del árbol y regresó a través del bosque en busca de su compañero.

      La cuadrilla de la Verde Floresta

      Índice

      Reanimado Matcham después de su reposo, los dos muchachos, a quienes parecía haberles prestado alas lo que Dick había visto, atravesaron las afueras del bosque, cruzaron sin el menor tropiezo el camino y comenzaron a ascender por las empinadas tierras del bosque de Tunstall. Había más árboles cada vez, formando bosquecillos, y entre ellos se extendían por la arenosa tierra brezos y retamas espinosas, con algunas salpicaduras de añosos tejos. El terreno se hacía cada vez más escabroso, lleno de hoyos y montecillos. Y a cada paso de la ascensión, el viento silbaba con más fuerza y los árboles se curvaban como cañas de pescar.

      Acababan de llegar a uno de los claros cuando, de repente, Dick se echó de cara al suelo entre unas zarzas y comenzó a arrastrarse lentamente hacia atrás buscando el abrigo de un bosquecillo. Matcham, presa de gran turbación -no comprendía el motivo de aquella huida-, le imitó, y hasta haber llegado al refugio de la espesura no se atrevió a volverse para pedirle a Dick una explicación. Por toda respuesta, Dick señaló con el dedo.

      En el extremo opuesto del claro se elevaba sobre los otros árboles un abeto, cuyo oscuro follaje se recortaba contra el cielo. Su tronco, recto y sólido como una columna, se elevaba unos quince metros sobre el terreno, y a esta altura se bifurcaba en dos macizas ramas, y en la horquilla que formaban, como marinero subido en el mástil, se hallaba un hombre cubierto con verde tabardo, vigilando por todas partes. El sol relucía en sus cabellos; con una mano se hacía sombra sobre los ojos para avizorar la lejanía, y lentamente volvía la cabeza de uno a otro lado con la regularidad de un mecanismo.

      Los dos jóvenes cambiaron una expresiva mirada.


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