La flecha negra. Robert Louis Stevenson

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La flecha negra - Robert Louis Stevenson


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de una herida o polvo o barro del camino... ¿qué son sino adornos del hombre?

      -Pues yo prefiero no verme tan adornado -objetó el muchacho-. Pero, por Dios os ruego, ¿qué he de hacer? Buen master Shelton, aconsejadme, os lo suplico. Si no llego sano y salvo a Holywood, estoy perdido.

      -¡Vamos! -exclamó Dick, echando pie a tierra-. Algo más que consejos voy a daros. Tomad mi caballo, que yo iré corriendo un rato. Cuando esté cansado, cambiaremos; así, cabalgando y corriendo, los dos podemos ir más deprisa.

      Hicieron el cambio y siguieron adelante con toda la rapidez que les permitía la desigualdad del camino, conservando Dick su mano sobre la rodilla de su compañero.

      -¿Cómo os llamáis? -preguntó Dick. -Llamadme John Matcham -contestó el muchacho.

      -¿Y qué vais a hacer en Holywood?

      -Buscar un lugar seguro para librarme de la tiranía de un hombre. El buen abad de Holywood es un fuerte apoyo para los débiles.

      -¿Y cómo es que estabais con sir Daniel? -continuó Dick.

      -¡Ah! -exclamó el otro ¡Por un abuso de fuerza! ¡Me sacó violentamente de mi propia casa, me vistió con estas ropas, cabalgó a mi lado hasta que desfallecí de fatiga, hizo continua burla de mí hasta hacerme llorar, y cuando algunos de mis amigos salieron en su persecución creyendo que podrían rescatarme, me colocó en la retaguardia para que yo recibiera los propios disparos de los míos! Uno de los dardos me hirió en el pie derecho, y, aunque puedo andar, cojeo un poco. ¡Ah, día vendrá en que ajustemos las cuentas pendientes; entonces pagará caro todo lo que me ha hecho!

      -¿No veis que lo que decís es como ladrarle a la luna? -replicó Dick-. Sabed que el caballero es valiente y tiene mano de hierro, y si sospechase que yo intervine en vuestra fuga, malos vientos soplarían para mí.

      -¡Pobre muchacho! -exclamó el otro-. Ya sé que sois su pupilo. Por lo visto, yo también lo soy, según dice, o si no, que ha comprado el derecho de casarme a su gusto, con quien él quiera... No sé de qué se trata, pero sí que le sirve de pretexto para tenerme esclavizado.

      -¡Otra vez me llamáis «muchacho»! -exclamó Dick.

      -¿He de llamaros «muchacha», amigo Richard? -replicó Matcham.

      -¡No, eso sí que no! -repuso Dick-. Reniego de ellas.

      -Habláis como un niño -replicó el otro-. Y pensáis más en ellas de lo que os figuráis.

      -Claro que no -repuso Dick con aire resuelto-. Ni siquiera pasan por mi imaginación. ¡Para mí son la mayor calamidad que puede darse! A mí dadme cacerías, batallas y fiestas y la alegre vida de los habitantes de los bosques. Jamás oí hablar de muchacha alguna que sirviese para nada; sólo de una supe, y aun esa, pobre miserable, fue quemada por bruja por llevar ropas de hombre, contra las leyes naturales.

      Se santiguó con el mayor fervor master Matcham al oír tales palabras, y pareció murmurar una oración.

      -¿Por qué hacéis eso? -preguntó Dick.

      -Rezo por su alma -respondió el otro con voz algo trémula.

      -¡Por el alma de una hechicera! -exclamó Dick-. Rezad, si ello os place. Después de todo, esa Juana de Arco era la mejor moza de toda Europa. El viejo Appleyard, el arquero, tuvo que huir de ella como del demonio. Sí, era una muchacha valiente.

      -Bien, master Richard -interrumpió Matcham-. Pero si tan poco apreciáis a las mujeres, no sois un hombre como los demás, pues Dios los creó a unos y a otras para que formaran parejas, e hizo brotar el amor en el mundo para esperanza del hombre y consuelo de la mujer.

      -¡Vaya, vaya! -exclamó Dick-. ¡Sois un niño de teta cuando así abogáis por las mujeres! Y si os imagináis que no soy un hombre de veras, bajad al camino y con los puños, con el sable o con el arco y la flecha, probaré mi hombría sobre vuestro cuerpo.

      -No, yo nada tengo de luchador -replicó Matcham con vehemencia-. No quise ofenderos. Todo fue una broma. Y si hablé de las mujeres es porque oí decir que ibais a casaros.

      -¡Casarme yo! -exclamó Dick-. Es la primera vez que oigo hablar de ello. ¿Y sabéis con quién he de casarme?

      -Con una muchacha llamada Joan Sedley -contestó Matcham, enrojeciendo-. Obra de sir Daniel, quien de ambas partes iba a sacar dinero. Por cierto que oí a la pobre muchacha lamentarse amargamente de semejante boda. Parece que ella opina como vos, o que no le gusta el novio.

      -¡Bien! Al fin y al cabo el matrimonio es como la muerte: para todos llega -murmuró Dick con resignación-. ¿Y decís que se lamentaba? Pues ahí tenéis una prueba del poco seso de esas muchachas! ¡Lamentarse antes de haberme visto! ¿Acaso me lamento yo? ¡En absoluto! Y si tuviera que casarme, lo haría sin derramar una lágrima. Pero si la conocéis, decidme: ¿cómo es ella? ¿Guapa o fea? ¿Simpática o antipática?

      -¿Y eso qué os importa? -replicó Matcham-. Si al fin habéis de casaros, ¿qué remedio os queda sino aceptar la boda? ¿Qué más da que sea guapa o fea? Eso son niñerías, y vos no sois ningún niño de pecho, master Richard. Sea como fuere, os casaréis sin derramar una lágrima.

      -Decís bien: nada me importa -repuso Shelton. -Veo que vuestra esposa tendrá un agradable marido. -Tendrá el que el cielo le haya deparado -replicó Dick-. Los habrá peores... y mejores también.

      -¡Pobre muchacha! -exclamó el otro.

      -¿Y por qué pobre? -inquirió Dick.

      -¡Qué desgracia tener que casarse con un hombre tan insensible! -respondió su compañero.

      -Realmente debo de ser muy insensible -murmuró Dick- desde el momento que ando yo a pie mientras vos cabalgáis en mi caballo.

      -Perdonadme, amigo Dick -suplicó Matcham-. Fue una broma lo que dije; sois el hombre más bondadoso de toda Inglaterra.

      -Dejaos de alabanzas -repuso Dick, turbado al ver el excesivo calor que ponía en sus expresiones su compañero-. En nada me habéis ofendido. Afortunadamente, no me enojo tan fácilmente.

      El viento que soplaba tras ellos trajo en aquel instante el bronco sonido de las trompetas de sir Daniel.

      -¡El toque de llamada! -exclamó Dick.

      -¡Ay de mí! ¡Han descubierto mi fuga, y no tengo caballo! -gimió Matcham, pálido como un muerto.

      -¡Ánimo! -recomendó Dick-. Les lleváis una buena delantera y estamos cerca del embarcadero. ¡Por otra parte, me parece que quien se ha quedado aquí sin caballo soy yo!

      -¡Pobre de mí, me cogerán! -exclamó el fugitivo-. ¡Por amor de Dios, buen Dick, ayudadme, aunque sólo sea un poco!

      -Pero... ¿qué os pasa? -dijo Dick-. ¡Más de lo que os estoy ayudando! ¡Qué pena me da ver a un muchacho tan acobardado! ¡Escuchad, John Matcham, si es que os llamáis John Matcham; yo, Richard Shelton, pase lo que pase, suceda lo que suceda, os pondré a salvo en Holywood! ¡Que el cielo me confunda si falto a mi palabra! ¡Vamos, ánimo, señor Carapálida! El camino es ya aquí algo mejor. ¡Meted espuelas al caballo! ¡Al trote largo! ¡A escape! No os preocupéis por mí, que yo corro como un gamo.

      Marchando al trote largo, en tanto Dick corría sin esfuerzo a su lado, cruzaron el resto del pantano y llegaron a la orilla del río, junto a la choza del barquero.

      La Barca del Pantano

      Índice

      Era el río Till de ancho cauce y perezosa corriente de aguas fangosas, procedentes del pantano, que en esta parte de su curso se adentraba entre una veintena de islotes de cenagoso terreno cubierto de sauces.

      Sus aguas eras sucias, pero en aquella serena y brillante mañana todo parecía hermoso. El viento y los martinetes quebrábanlas en innumerables ondulaciones y, al reflejarse el cielo en la superficie,


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