La flecha negra. Robert Louis Stevenson

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La flecha negra - Robert Louis Stevenson


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libra por el bien de mi alma, pues muy probable es que buena falta me haga allá en el Purgatorio.

      -Tu voluntad será cumplida, Bennet -repuso Dick-. Pero ¡ánimo, hombre! Todavía hemos de volver a encontrarnos en un lugar donde más necesitado estés de cerveza que de misas.

      -¡Quiéralo el cielo, master Dick! -exclamó Bennet-. Pero aquí llega sir Oliver. Si tan rápido fuera con el arco como con la pluma, bravo hombre de armas sería.

      Sir Oliver entregó a Dick un pliego sellado con esta dirección: «Al muy noble y venerado caballero sir Daniel Brackley, mi dueño y señor, para serle entregado con toda urgencia.»

      Y Dick, colocándolo en el pecho en su casaca, dio su palabra de ejecutar la orden y partió hacia el este, con dirección a la aldea.

      La flecha negra: Libro Primero

      Índice

       En la posada del Sol, de Kettley

       En el Pantano

       La Barca del Pantano

       La cuadrilla de la Verde Floresta

       Sanguinario como el cazador

       Hasta el fin de la Jornada

       El Encapuchado

      En la posada del Sol, de Kettley

      Índice

      Sirf Daniel Brackley y sus hombres pernoctaron aquella noche en Kettley, cómodamente alojados y protegidos por una buena guardia. Pero el caballero de Tunstall era uno de esos hombres cuya codicia es insaciable, y aun en aquel momento, a punto de meterse en una aventura que no sabía si había de favorecerle o arruinarle, ya estaba en pie a la una de la madrugada dispuesto a esquilmar a sus pobres vecinos. Solía dedicarse al tráfico de herencias en litigio; su método consistía en comprar los derechos del demandante que tuviese menos probabilidades de ganar y una vez hecho esto, valiéndose de la influencia que los lores tenían con el rey, se procuraba injustas sentencias a su favor; o, si eso era andarse con demasiados rodeos, se apoderaba del dominio en litigio por la fuerza de las armas, confiando en su influencia y en las marrullerías de sir Oliver para burlar la ley y conservar lo que había arrebatado. Kettley era uno de los lugares adquiridos por él de tal modo; recientemente había caído en sus garras y todavía luchaba con la oposición de sus arrendatarios y de la opinión pública. Precisamente para imponer respeto y contener ese descontento acababa de llevar allí sus tropas.

      A las dos de la mañana, Sir Daniel se hallaba en la sala de la posada, sentado delante de la chimenea, pues hacía frío a esa hora en los marjales de Kettley. Junto a su codo tenía una jarra de cerveza bien sazonada de especias. Se había quitado el yelmo y, envuelto cálidamente en una capa color sangre, apoyaba su cabeza calva y su rostro enjuto y moreno descansando sobre una mano,. En el extremo más alejado de la estancia, alrededor de una docena de sus hombres montaban guardia en la puerta o yacían descansando sobre los bancos; y cerca de sir Daniel, un muchacho, que aparentaba unos doce o trece años, estaba tendido en el suelo, arropado en una capa. El posadero de “El Sol” se hallaba de pie ante el gran personaje.

      -Pues escuchadme bien, mi posadero, -Dijo Sir Daniel, -No cumpláis fielmente más órdenes que las mías, y me hallaréis siempre un buen señor. Necesito tener hombres adictos en los pueblos importantes, y quiero a Adam-a-More de alguacil mayor*; si otro hombre resulta elegido no os servirá de nada; más bien os saldrá caro. Porque tomaré buena cuenta de los que han pagado sus rentas a Walsingham...Vos entre ellos, mi posadero.

      -Buen caballero, - Dijo el posadero, -Juro por la cruz de Holywood que si pagué a Walsingham fue por la fuerza. No, poderoso caballero, No aprecio a esos bribones de los Walsingham, que eran tan pobres como las ratas no hace mucho, poderoso caballero. Prefiero un gran señor como vos. Podéis preguntar a cualquiera de mis vecinos: todos os dirán que soy partidario decidido de Brackley.”

      -Quizás, - dijo Sir Daniel, secamente. –Entonces pagarás doble renta. Al posadero se le ensombreció el semblante, pero no dijo nada. Aquella era una desgracia que los arrendatarios soportaban con tanta frecuencia, sobre todo en aquellos tiempos turbulentos, que hasta podía darse por satisfecho de comprar la paz por aquel precio. - ¡Selden , tráeme a ese de ahí! -gritó el caballero. Y uno de sus soldados condujo hasta él a un pobre viejo, encogido, pálido como la cera y temblando a causa de la fiebre de los pantanos.

       Constable, cargo de policía que se nombraba por decisión popular.

      -¿Cómo te llamas, rufián? - dijo Sir Daniel.

      -Con permiso de vuestra señoría, -replicó el hombre, -me llamo Condall, Condall de Shoreby, para servir a vuestra señoría.”

      -Me han llegado malas referencias sobre ti, -repuso el caballero-;que andas trabajando en la traición, bellaco; que haces correr falsedades por la comarca; que seres sospechoso de varias muertes. ¿Cómo tienes tanta osadía? Pero voy a acabar contigo.”

      -Dignísimo y reverendísimo señor –exclamó el hombre-, aquí hay algún malentendido, con perdón de vuestra señoría. Yo sólo soy un hombre humilde particular que nunca ha hecho daño a nadie.

      -El subsheriff me ha informado pésimamente de ti, -dijo el caballero-. “Prender a ese tal Tyndal de Shoreby”, ha dicho. -Condall, mi buen señor; Condall es mi humilde nombre -dijo el infeliz.

      -Condall o Tyndal, da igual -replicó Sir Daniel con frialdad-. Porque a fe que, viéndote ahora, mucho recelo de tu honradez. Si quieres salvar el cuello, escríbeme ahora mismo una obligación por veinte libras. -¿Por veinte libras, mi buen señor? -exclamó Condall-. ¡Eso es una completa locura! Toda la tierra que tengo no llega a setenta chelines.

      -Condall, o Tyndal -replicó Sir Daniel, sonriendo-: Me arriesgaré a sufrir esa perdida. Pon veinte, Una vez me haya yo cobrado todo lo que pueda, y cuando no pueda resarcirme del resto, me mostraré buen señor, seré generoso contigo y te perdonaré el resto.

      -¡Ay de mí, señor! Eso no puede ser... porque no sé escribir -contestó Condall.

      -¡Qué pena! -dijo el caballero-. Porque entonces la cosa no tiene remedio. Yo que hubiera querido perdonarte, aun teniendo que violentar mi conciencia... Selden -añadió llamando a éste-: coge a este viejo bandido con cuidado, llévale junto al olmo más próximo y cuélgale con cariño del pescuezo en sitio que yo pueda verle al pasar a caballo. Ve con Dios, pues, mi buen master Condall, apreciado master Tyndall; a todo galope vas hacia el Paraíso... Que Dios te acompañe.

      -No, mi muy querido señor -replicó Condall dibufando una forzada y obsequiosa sonrisa-. Si tanto es vuestro empeño, haré cuanto pueda por complaceros y, aunque torpemente, ejecutaré vuestro mandato.

      -Amigo -ordenó sir Daniel-, ahora tendrás que firmar por cuarenta. ¡Vamos, pronto! Eres demasiado - marrullero para no tener más que setenta chelines. Selden, cuida de que firme en debida forma y ante los testigos necesarios.

      Y sir Daniel, que era el más jocoso caballero de cuantos en Inglaterra pudieran hallarse, sorbió un trago de tibia cerveza y, recostándose cómodamente en su asiento, sonrió satisfecho.

      Entretanto,


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