Majestad de lo mínimo, La. Fernando Fernández

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Majestad de lo mínimo, La - Fernando Fernández


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y la tierra colorada. En el tren, de camino, leí por vez primera el ensayo de Paz. A ese texto, en el mismo ejemplar de Joaquín Mortiz en que lo conocí, regresé en muchas ocasiones a lo largo de los años. Por eso es comprensible que al releerlo en el ejemplar de una edición más reciente, que saqué de la Biblioteca Pérez de Ayala de la ciudad asturiana de Oviedo a principios de siglo, cuando vivía en España, me hayan sorprendido algunos añadidos hechos por el infatigable Paz.

      Esbozo de “un Menéndez Pelayo en agraz”

      Si en la primera versión de su ensayo Octavio Paz señala algunas direcciones para establecer las influencias de otros poetas en la obra de López Velarde, en la segunda las explora y las amplía él mismo. Curiosa, envidiable, la naturalidad con la que Paz hablaba de la crítica: “la crítica dice esto o aquello”, “es torpe aquí e insensible allá”, le gustaba escribir, como si en algunos casos la crítica, entendida en su sentido más amplio, no estuviera formada principalmente por lo que dice él.

      Paz se detiene un momento en las influencias de la poesía mexicana (González León, Nervo) y afirma que las relaciones entre la obra de López Velarde y la poesía española han sido poco estudiadas. Entonces comenta algo sobre lo que, dice, apenas se había ocupado la crítica: “Me refiero al ejemplo de algunos poetas españoles que, inspirados por ciertos simbolistas franceses, escribieron en esos años poemas acerca de la provincia y sus misterios pueriles y recónditos”. Y señala muy definidamente al poeta, narrador y crítico Andrés González Blanco.

      Paz da por sentado que González Blanco era de Cuenca y de alguna manera es así: como a Clarín, también a él lo nacieron fuera de Asturias, en su caso en 1886, pero la familia era de Luanco, lugar en el que están enterrados sus abuelos, como cuenta él mismo en algún sitio, y en donde transcurrió su infancia. De Asturias la familia se traslada a Ciudad Real, a donde envían al padre, quien era maestro de escuela, pero éste fallece en la población castellana lo que obliga a la madre y los ocho hermanos a ir a Madrid. Poco después el poeta va a Oviedo, donde ingresa en el Seminario, que abandona por falta de vocación en 1903.

      Al año siguiente lo encontramos otra vez en Madrid, ciudad que, quitando los veranos en Luanco, será el sitio de su residencia hasta su muerte a los 38 años recién cumplidos, en 1924. En medio anduvo por París y, según Octavio Paz, en México. En la capital francesa trabajó para los hermanos Garnier, en cuya editorial publicó dos series de semblanzas críticas de jóvenes escritores españoles llamadas Los contemporáneos.

      Hermano menor de Edmundo y Pedro, dos literatos a quienes el tiempo ha cubierto de parecida capa de olvido, Andrés González Blanco fue un auténtico personaje de la vida literaria española de su época. Según parece, vivió con prisa, yendo de aquí para allá, tratando de organizar, de ser el centro de algunas cosas, de estar presente en todas. Hizo crítica con la manga demasiado ancha, pero se fijó, cosa muy agradecible y más bien rara en la España umbilical del siglo XX, en lo que se hacía en Hispanoamérica. Cuanto poeta americano asomara por Madrid tenía algo más que un apoyo en él: “Durante algunos años”, contó un amigo suyo, “fue Andrés el verdadero agente literario encargado de poner un marchamo a todos cuantos poetas hispanoamericanos se desbandasen por España. Personábanse a su sombra propicia y él les obsequiaba a manos llenas con artículos, elogios, presentaciones, que parecía redactar en serie y repartía pródigamente, sin dársele un ardite ni dolerle prendas”.

      Acaso no haya otro sitio donde Andrés González Blanco aparezca y desaparezca alternativamente, más o menos como él mismo hacía por los cafés madrileños de su tiempo, como lo hace en las páginas de La novela de un literato (Alianza editorial, Madrid, 2005), las deliciosas memorias póstumas de Rafael Cansinos Assens. Escalpelo en ristre, como solía, aunque no sin alguna ternura, el viejo maestro de Borges lo describe de esta manera: “El sabihondo crítico, cuyos artículos incrustados de citas políglotas son el asombro de la grey literaria, el Menéndez Pelayo en agraz, es un chico simpático, amable, al que todo el mundo llama Andresito o Andresín”. Luego añade que se trata de “un jovencito pequeño de estatura, que trata de empinarse y parecer persona mayor, pero que en el fondo conserva aires de adolescente y aun de niño. Luce un bigotillo negro, gasta bastón y guantes, cuello de pajarita, chalinas y sombrero blando. Para hablar se yergue a la altura de su interlocutor. Si en sus escritos puede parecer pedante, en su vida mundana afecta una elegante frivolidad” (La novela de un literato, 2, pág. 65).

      Para su tocayo Andrés Trapiello, parte del problema de González Blanco, aquel “hombrecín con su bastoncín” según la muy citada frase de Gómez de la Serna, fue que nunca dejaron de llamarlo, ni siquiera en las notas necrológicas que dieron parte de su muerte, “Andresito”. Con todo, hay algunos pasajes de su obra que hacen pensar que es una lástima que no haya tenido la oportunidad, si no de rectificarla enteramente, siquiera de redimirse consolidando al crítico sereno y justo que, eso sí según todas la opiniones, empezaba a asomar en él.

      “Lambrequines, colas y cornucopias de sutiles trazos”

      Andrés González Blanco: una vida para la literatura, de José María Martínez Cachero (Instituto de Estudios Asturianos, 1963), es lo mejor que hay sobre el poeta español que ejerció una influencia decisiva en López Velarde. Entre otros materiales –un relato más o menos pormenorizado de su vida y un recuento crítico de su obra–, el libro reúne testimonios de lo más variopintos. “Sencillo cantor de las vidas grises, de las largas tardes españolas en capitales de provincia”, dice César González-Ruano, quien habla de “su cara de cotorrita” y su “figura breve” y lo describe como “un verdadero forzado de la pluma” con una “gran cultura sin sistema ni orden”. F. Carmona Nenclares afirma que González Blanco practicó la crítica con “la generosidad de quien no conoce el valor de las cosas”, y que “ignoraba en sí mismo el valor de la proporción”.

      Es verdad que sus libros no tuvieron mucho éxito. En 1910, González Blanco afirmaba que nunca le habían dado siquiera “para un viaje a Asturias”. Una muestra muy amplia de su obra poética está reunida en Poemas de provincia, que reeditó La veleta en 1999, en edición precisamente de Trapiello, y donde está la serie que lleva el nombre del volumen seguida de “Itinerario poético”, “Tardes en un convento” y “Poemas eclesiásticos”.

      Su labor crítica reúne libros y trabajos sueltos sobre Darío, Campoamor, Palacio Valdés, Clarín, Valera o Baroja, y hasta una Historia de la novela en España desde el Romanticismo a nuestros días; tradujo a Stendhal y a Eça de Queiroz; y entre los títulos de sus muchas novelas y narraciones pueden mencionarse El veraneo de Luz Fanjul, El americanín del automóvil o Viaje alrededor de una mujer bonita. Poco antes de su muerte, el Ateneo de Madrid le premió un trabajo sobre Galdós,


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