Majestad de lo mínimo, La. Fernando Fernández

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Majestad de lo mínimo, La - Fernando Fernández


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comentarios personales donde quizás no venían a cuento. Pero desde luego la tiene cuando me reprocha que no debí incluir mis propuestas de llenado de los huecos, dejados por López Velarde, en la reproducción de “El sueño de los guantes negros”. De nada me valió jugar con el recurso del colaborador anónimo, y José Emilio, seguramente con las mejores intenciones, terminó echándome de cabeza. Tenía que haberlas puesto en el cuerpo de notas del volumen y no en la página misma del poema, que debe quedar como lo dejó el poeta.

      Me di cuenta de que era José Luis Martínez en cuanto advertí el mismo gesto hermoso con que recibe a las cámaras a la puerta de su casa de la calle de Rousseau 53, colonia Anzures, en el documental que le hizo Paulina Lavista, y que he visto con placer en un par de ocasiones. No tuve la fortuna de conocerlo en persona, así que los datos de los que se sirve mi memoria para ponérmelo delante, la simpática figura en el quicio de la puerta, el contorno de los ojos almendrados, la sonrisa entrañable, sin duda los tomo prestados de ese lugar.

      —Ahora, lo de las erratas ya no es cosa mía, o no del todo. Quizás ahí el Fondo de Cultura Económica, institución que yo tanto quise, no ha hecho bien su trabajo. ¡Mire que añadir nuevas erratas en vez de corregir las que ya existían! Además, es cierto que es necesario volver a ver los poemas en los lugares donde se publicaron originalmente, y eso es algo que usted y sus contemporáneos están obligados a hacer ahora. Mi generación, con el trabajo de muchos, que terminó cristalizando en mis tres ediciones, cumplió holgadamente con López Velarde. Por supuesto que pueden mejorarse, pero eso no me impide pensar que son una estupenda labor (en mi caso, el resultado de media vida de trabajo). Quizás debí darme cuenta de otros detalles, como esa expresión, la de “hacerte mía”, de uno de los primeros poemas, que efectivamente no puede ser del poeta. También eso es verdad: la expresión es indigna de López Velarde.

      El director honorario perpetuo de la Academia Mexicana de la Lengua, el exdirector del Fondo de Cultura Económica, el Presidente del Comité organizador de las conmemoraciones del centenario del nacimiento de López Velarde, hace una pausa para tomar aliento. Alrededor de nosotros gravita una porción considerable de los 70 mil ejemplares de su biblioteca distribuida por la casa, tal como aparecen en las primeras tomas que hizo la cámara de Paulina Lavista aquella tarde con parte de su noche cuando estuvo aquí, unos nueve años antes de la muerte de José Luis Martínez, entrevistando al maestro.

      —Déjeme decirle que su postura, señor Fernández, su rigor e incluso a veces esa belicosidad que hizo usted muy bien moderando en los últimos años, siempre son preferibles a cualquier género de condescendencia. A la larga, los homenajes, cuando carecen de sentido crítico, sólo consiguen apartarnos de las obras y las personas tal como son o han sido. No le pido que abandone nada de eso, aun si es respecto a mi propia obra. No importa que no crezca necesariamente su lista de amigos. Y dígaselo de mi parte a sus colegas, ese grupo de entusiastas velardianos a quienes veo con enorme simpatía, los cuales tienen el deber de volver con seriedad al poeta. No importa si es contradiciéndonos a nosotros, a Octavio, al doctor Phillips, a Gabriel, al propio José Emilio, incluso a los jóvenes Campos o Sheridan, a mí mismo. No todos lo aceptarán sin problemas, como lo hago yo ahora.

      Hasta este momento, José Luis Martínez ha hablado con su característico tono tranquilo, la mirada risueña y la dicción algo húmeda, siempre sonriendo. De pronto se incorpora, adopta un gesto de gravedad y pasa al ataque:

      —Pero que celebren lo que ignoran o no recuerdan, ¡eso sí me enfada! El asunto es serio porque se acerca el centenario luctuoso y temo que se vayan a decir tonterías a manos llenas. Con la vista puesta en los cien años de la muerte de López Velarde y la publicación de “La suave Patria”, por favor, ruégueles de mi parte a sus amigos que todo lo que opinen o escriban vaya acompañado de un mínimo de esmero y pulcritud. De entrada, es necesario conocer el trabajo de quienes los hemos precedido en el amor y el estudio de nuestro poeta más querido.

      Traga saliva y continúa, subiendo de tono:

      —¡Porque mire usted que decir que se pensaba que Saturnino Herrán nunca había hecho un retrato de López Velarde! Lo peor es que a veces los especialistas ni siquiera se enteran de lo que está escrito, por ejemplo en mi edición del Fondo. No le estoy hablando de un libro difícil de conseguir, como el de Martha Canfield cuya edición mexicana usted ha prologado, sino de uno que está al alcance de todos. Asómese, asómese a la página de mi libro en donde se aborda el asunto y verá por qué todo este regocijo no puede parecerme sino una fiesta frívola, una celebración de sordos y ciegos. Usted mismo escribió un parrafito al respecto, con la misma ignorancia de…

      Lástima que el sueño no se prolongó al menos un rato más.Ya que el principal editor y uno de los máximos conocedores de López Velarde me honraba dialogando conmigo, y lo hacía sin ceremonias, poco menos que de colega a colega, me hubiera gustado preguntarle si ahora que gozaba de una perspectiva más amplia y de unas condiciones más ventajosas había conseguido aclarar alguno de los misterios que aún envuelven la vida y la obra del zacatecano.

      No tardo en dar con lo que quiso decirme mientras soñaba con él. Así, en la página 80, leo las siguientes palabras: “En [la revista] Vida Moderna, del 29 de marzo de 1916, aparece una ‘Máscara’ de López Velarde, dibujo al carbón de Saturnino Herrán”. Un poco más abajo, José Luis Martínez advierte que no se ha encontrado ese retrato, refiriéndose, claro, a que se ignora el paradero del original del que se reprodujo la imagen incluida en aquella revista. Así que se sabía que Herrán había hecho un retrato de su amigo; otra cosa es que no hubiera aparecido el dibujo que salió a la luz en 2018, lo que estaba anunciado a la vista de todos, en el lugar más notorio posible, por el más importante editor de López Velarde. Otra cosa es también, por supuesto, el que ninguno de nosotros hubiera tenido en cuenta la página en donde está esa información. José Luis Martínez, reflexiono en lo que hago las primeras pesquisas para localizar la revista, tiene toda la razón en mostrarse enfadado.

      Empiezo por la Biblioteca Nacional. Allí está la ficha, así que me lanzo un día después del trabajo, tarde ya, cerca del cierre. La revista aparece catalogada, pero por causas que nadie puede aclararme los ejemplares han desaparecido. Un amable bibliotecario llamado Daniel Ciprés (como los cuatro que están plantados delante de la casa donde vivió y murió López Velarde), quien atestigua mi decepción, se toma el asunto como propio y después de algunas averiguaciones me hace saber por teléfono que la publicación que deseo consultar está en la biblioteca Lerdo de Tejada, de la Secretaría de Hacienda.

      La conozco bien: he estado tres o cuatro veces en ella: es la que tiene los murales pintados por Vlady, en donde mi amigo Marco Perilli expuso los libros que ha editado. Llamo en cuanto puedo, pero me informan que la revista está en proceso de restauración. Lo entiendo: tiene más de un siglo. Debo esperar, por lo tanto, hasta el año próximo. Una mañana de finales de febrero de 2020, por fin, una vez que me han avisado que la publicación está disponible y ha sido aceptada la solicitud que he presentado por escrito, me veo delante del tomo único del semanario Vida Moderna.

      Para quienes nos interesamos en López Velarde, esa revista es un documento especialmente valioso. En sus páginas sentimos alentar discretamente a nuestro poeta en medio de la fiesta del carrancismo en ebullición. Dirigida por Carlos González Peña, el autor del libro en el que estudiaremos literatura en la secundaria, Vida Moderna da cuenta del entusiasmo por el régimen de Venustiano Carranza con todo tipo de muestras: alusiones constantes a él y sus aliados; homenajes a su hermano Jesús, fusilado en Oaxaca; un largo texto, publicado en varias entregas, sobre “la Obra en la ciudad de México” del general constitucionalista Pablo González, evidente patrocinador de la revista; los avances en el aplastamiento del zapatismo; la entrada triunfal del Primer Jefe a la capital del país, con foto de su silueta y la de sus allegados, entre ellos


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