100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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menos deseos descubre, al logro de los cuales nadie puede llegar sin injuria. ¿Y qué otra cosa se proponen medicinar una y otra razón, quiero decir, la canónica y la civil, sino el deseo que, aumentando riquezas, aumenta a su vez? Cierto que asaz lo manifiestan una y otra razón si se leen sus comienzos, es decir, los de sus escritos. ¡Oh, cuán manifiesto es, más que cosa alguna, que, al aumentar aquéllas, son imperfectas, ya porque de ellas no puede originarse sino imperfección, una vez guardadas. Y esto es lo que el texto dice.

      A la verdad, en este punto surge una duda, merecedora de que no sigamos adelante, sin plantearla y responder a ella. Podría decir algún calumniador de la verdad que, si por aumentar el deseo con la adquisición, las riquezas son imperfectas y viles por lo tanto, por la misma razón será imperfecta y vil la ciencia, pues que en su adquisición aumenta el deseo de ella, que así dice

      Séneca: «Aun con un pie en el sepulcro, quisiera aprender». Mas no es verdad que la ciencia sea vil por imperfección; así, pues, por la destrucción del consiguiente, el que el deseo aumente no es causa de vileza para la ciencia. Su perfección es manifiesta para el filósofo en el sexto de la Ética, cuando dice que «la ciencia es la perfecta razón de algunas cosas». A esta cuestión hemos de responder brevemente; mas primero hemos de ver si en la adquisición de la ciencia se aumenta el deseo como en la cuestión se supone; y si es por la razón por lo que digo que no solamente en la adquisición de la ciencia y de las riquezas, sino en toda adquisición, se dilata el deseo humano, aunque de diferente modo; y la razón es que el sumo deseo de toda cosa y el que primero da la Naturaleza es el volver a su principio. Y como Dios es principio de nuestras almas y factor de las que se le asemejan, según está escrito: «Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra», esa alma desea principalmente volver a él. E igual que el peregrino que va por un camino por el que nunca fue, cree que toda casa que ve a lo lejos es la hospedería, y hallando que no es tal, endereza su pensamiento a otra, y así de casa en casa, hasta que la hospedería llega, así nuestra alma apenas entra en el nuevo camino de esta vida nunca recorrido, dirige los ojos al término de su sumo bien, y cualquier cosa que ve le parece tener en sí misma algún bien, cree que es aquél. Y como su primer conocimiento es imperfecto, porque no está experimentado ni adoctrinado, los pequeños bienes le parecen grandes, y por aquéllos empieza a desear. Así, pues, vemos a los párvulos desear más que nada una manzana y luego desear un pajarillo; y más adelante desear lindos vestidos; y luego un caballo, y luego mujer; y luego algunas riquezas, luego riquezas grandes y luego grandísimas. Y acaece esto porque en ninguna de estas cosas encuentra lo que va buscando, y cree que lo ha de encontrar más adelante. Por lo cual se ve que los deseos preséntanse unos tras otros a los ojos de nuestra alma de manera en cierto modo piramidal, porque el más pequeño está sobre todos, y es como punta de lo último que se desea, que es Dios, como base de todos. De modo que, cuanto más se procede de la punta a la base, los deseables aparecen mayores; y ésta es la razón de que al adquirir los deseos humanos se ensanchen uno tras otro. A la verdad, este camino se pierde por error, como los senderos de la tierra; porque de igual manera que de una ciudad a otra hay por necesidad un camino inmejorable y derecho, y otro que se tuerce y aparta, es decir, el que va a ese lugar, y otros muchos que se acercan o se alejan más o menos, así en la vida humana hay diversos caminos, uno de los cuales es el verdadero, y otro el más falaz, y otros ya menos falaces, ya menos verdaderos. Y del mismo modo que vemos que el que va derecho a la ciudad cumple el deseo y da descanso tras de la fatiga, y el que va al contrario nunca lo cumple ni puede dar nunca descanso, así sucede en nuestra vida, que el buen andador llega a su término y descansa; el erróneo, nunca lo alcanza, antes bien, con gran fatiga del ánimo y con ojos golosos, mira siempre adelante. De aquí que, aunque esta razón no responda del todo a la cuestión suscitada más arriba, al menos abre el camino a la respuesta; porque hace ver que nuestro deseo no se dilata sólo de una manera. Mas como este capítulo es un tanto lato, en otro capítulo hemos de responder a la pregunta, y terminar la disputa que ora nos proponemos contra las riquezas.

      XIII

      Respondiendo a la cuestión, digo que no se puede decir que aumente propiamente el deseo de ciencia, aunque, como se ha dicho ya, en cierto modo se dilate. Porque lo que propiamente crece es porque es uno; y el deseo de la ciencia no es siempre uno, sino muchos, y acabado el uno, viene el otro; de modo que, hablando con propiedad su dilatación no es crecimiento, sino tensión de cosa pequeña o cosa grande. Porque si yo deseo saber los principios de las cosas naturales, apenas los sé, termina tal deseo; y si luego deseo saber qué son y cómo son cada uno de estos principios, ya es un deseo nuevo. Y por el advenimiento de éste no se me quita la perfección a que me llevó el otro; y esta dilatación no es causa de imperfección, sino de perfección mayor. Lo de la riqueza a la verdad es propiamente crecimiento, que es siempre uno; de modo que ninguna sucesión se ve para término ni perfección algunos. Si el adversario pretende que así como el saber los principios de las cosas naturales es un deseo y otro el saber lo que son, así es un deseo el de tener cien marcos y otro el de tener mil, respondo que no es verdad, porque ciento es parte de mil y tienen la misma relación que una parte de la línea y la línea entera, la cual se sigue con un solo movimiento; y aquí no hay sucesión ni perfección de movimiento en parte alguna. Mas conocer lo que son los principios de las cosas naturales y lo que cada uno es, no es parte uno de otro, y tienen la misma relación entre sí que tienen diversas líneas; por las cuales no se procede un solo movimiento, sino que una vez perfecto el movimiento de la una, se sucede el movimiento de la otra. Y así se ve que no se ha de decir que es imperfecta la ciencia por el deseo de ciencia, cual se dice que lo son las riquezas, como la pregunta exponía. Porque al desear la ciencia, acaban sucesivamente los deseos y llegan a perfección, y en el desear la riqueza, no; de modo que la cuestión está resuelta, y no ha lugar.

      Muy bien puede aún calumniar el adversario, diciendo que, aunque muchos deseos se cumplan con la adquisición de la ciencia, nunca se llega al último, lo cual es casi igual que la imperfección de aquello que no se termina y que es uno. Respóndese aquí que no es cierto lo que se afirma, a saber: que nunca se llega el último; porque nuestros deseos naturales, como se ha demostrado más arriba en el tercer Tratado, tienden a cierto término, y el de la ciencia es natural, así que cumple cierto término, aunque pocos, por caminar mal, cumplan la jornada. Y quien entiende al comentarista en el tercero del Alma, esto extiende; y por eso dice Aristóteles en el décimo de la Ética, hablando contra el poeta Simónides: «Que el hombre débese dedicar cuanto pueda a las cosas divinas»; en lo cual demuestra que nuestra potencia se propone un fin cierto. Y en el primero de la Ética dice que «el disciplinado pide que haya certeza en las cosas, según lo que en su naturaleza tengan de ciertas». En lo cual se demuestra que, no sólo por parte del hombre que desea, sino también por parte de lo cognoscible deseado, débese alcanzar el fin; y por eso dice

      Pablo: «No más saber del que se haya menester, sino saber con mesura». De modo que, sea cualquiera el modo por que se considere el deseo de la ciencia, alcanza perfección, ya particular, ya generalmente; y por eso la ciencia perfecta tiene noble perfección como las malditas riquezas.

      Brevemente se ha de demostrar cuán dañosas son en su posesión, que es la tercera nota de su imperfección. Puédese ver que su posesión es dañosa, por dos razones: la una, porque es causa de mal; la otra, porque es privación de bien. Es causa de mal, porque hace, aun velando, temeroso y odioso al poseedor. ¡Cuánto temor el de aquel que tras de sí siente riqueza, al caminar, al descansar, no sólo velando, sino cuando también duerme, y no por temor a perder su haber, mas con su haber la vida! Bien lo saben los míseros mercaderes que van por el mundo, pues que las hojas que el viento mueve les hacen temblar, cuando llevan riquezas consigo, y cuando van sin ellas, del todo seguros, hacérseles más breve el camino con el cantar y hablar. Y por eso dice el sabio: «Si un caminante se echase a andar de vacío, cantaría aun a la vista de los ladrones». Y esto quiere decir Lucano en el quinto libro, cuando elogia la seguridad de la pobreza, diciendo: «¡Oh, segura facultad de la vida pobre! ¡Oh, estrechas viviendas y muebles! ¡Oh, aun no comprendidas riquezas de los dioses! ¿A qué templos ni qué muros sucedería tal, es decir, el no tener tumulto alguno, golpeando la mano de César?» Y tal dice Lucano cuando recuerda cómo César fue de noche a la cabaña del pescador Amiclas para pasar el mar Adriano. ¿Y cuánto odio mio le tienen todos al poseedor de riquezas, ya por envidia, ya por deseo de quitarle tal posesión?


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