100 Clásicos de la Literatura. Люси Мод Монтгомери

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100 Clásicos de la Literatura - Люси Мод Монтгомери


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amigo de mi chico, mister…?

      —Éramos amigos íntimos.

      —Tenía un gran futuro ante él, ¿sabe? Sólo era un muchacho, pero tenía cerebro… Mucha fuerza aquí…

      Se tocó la cabeza muy serio, y yo asentí.

      —Si hubiera vivido, habría llegado a ser un gran hombre. Un hombre como James J. Hill. Habría contribuido a levantar el país.

      —Eso es verdad —dije, incómodo.

      Trató de quitar la colcha bordada de la cama, se tumbó muy derecho y se durmió instantáneamente.

      Esa noche llamó por teléfono una persona que no podía ocultar su pánico, y que quiso saber quién era yo antes de decirme su nombre.

      —Habla con mister Carraway —le dije.

      —Ah —sonó más tranquilo—. Soy Klipspringer.

      Yo también me sentí más tranquilo, porque su llamada parecía prometer otro amigo para el entierro de Gatsby. No quería anunciarlo en los periódicos y atraer a una multitud que acudiera como quien va a un espectáculo, así que hice unas cuantas llamadas telefónicas. No era fácil encontrar a nadie.

      —El funeral es mañana —le dije a Klipspringer—. A las tres, en la casa. Avísele a todo el que pueda estar interesado…

      —Ah, sí —me cortó—. No creo que vea a nadie, pero lo haré si tengo ocasión.

      Su tono me hizo desconfiar.

      —Usted vendrá, por supuesto.

      —Bueno, lo intentaré, sí. Para lo que llamaba era porque…

      —Espere un momento —lo interrumpí—. ¿Vendrá o no?

      —Bueno, el hecho es que… La verdad es que estoy con alguna gente en Greenwich, y quieren que mañana pase el día con ellos. Hay un picnic o algo por el estilo. Pero, sí, haré lo posible por escaparme.

      No pude contener un «ya, seguro» y debió oírme porque continuó, nervioso:

      —Bueno, he llamado porque me dejé ahí un par de zapatos. No sé si sería mucha molestia mandármelos con el mayordomo. Son unas zapatillas de tenis y me siento como desvalido sin ellas. Mi dirección es B. F….

      No oí el resto del nombre porque colgué.

      Después de aquello sentí cierta vergüenza por Gatsby: un señor al que llamé por teléfono insinuó que había recibido su merecido. La culpa fue mía, porque era uno de los que, envalentonado por el licor de Gatsby, solía hablar de Gatsby con más desdén, y yo tendría que haber sido lo suficientemente listo como para no llamarlo.

      La mañana del funeral fui a Nueva York a ver a Meyer Wolfshiem; parecía no haber otro modo de localizarlo. En la puerta que abrí, siguiendo las instrucciones del ascensorista, había un rótulo en el que se leía The Swastika Holding Company, y al principio creí que no había nadie. Pero, después de gritar «Buenos días» en vano varias veces, empezaron a discutir en la habitación contigua y al momento apareció en una puerta interior una judía muy atractiva y me examinó con unos ojos negros y hostiles.

      —No hay nadie —dijo—. Mister Wolfshiem ha ido a Chicago.

      Lo primero era evidentemente falso, porque dentro alguien había empezado a silbar desafinando El rosario.

      —Haga el favor de decirle que mister Carraway quiere verlo.

      —¿Voy a buscarlo a Chicago?

      En ese momento una voz, inequívocamente la de mister Wolfshiem, gritó «¡Estella!» al otro lado de la puerta.

      —Déjeme su nombre en la mesa —dijo ella—. Le daré el recado en cuanto vuelva.

      —Pero sé que está aquí.

      Dio un paso hacia mí y empezó a pasarse las manos por las caderas, arriba y abajo.

      —Ustedes, los jóvenes, se creen que pueden entrar aquí cuando les da la gana —me regañó—. Y nos tienen hartos, hasta la náusea. Cuando digo que está en Chicago, está en Chicago.

      Mencioné a Gatsby.

      —Ah —volvió a mirarme—. Podría… ¿Me repite su nombre?

      Se esfumó. Al instante apareció solemnemente en la puerta Meyer Wolfshiem, tendiéndome las dos manos. Me hizo entrar en su despacho mientras comentaba con voz reverente que era un momento muy triste para todos nosotros, y me ofreció un cigarro.

      —La memoria me lleva al día en que lo conocí —dijo—. Un mayor, muy joven, recién licenciado y cubierto de medallas que había ganado en la guerra. No tenía ni un centavo: seguía usando el uniforme porque no tenía dinero para comprarse ropa. Lo vi por primera vez en los billares de Winebrenner, en la calle Cuarenta y tres, donde entró a pedir trabajo. No comía desde hacía dos días. «Véngase a almorzar conmigo», le dije. Devoró más de cuatro dólares de comida en media hora.

      —¿Lo introdujo usted en los negocios?

      —¡Introducirlo! Yo lo hice un hombre de negocios.

      —Ah.

      —Lo saqué de la nada, directamente del arroyo. Me di cuenta enseguida de que era un joven con buena apariencia y aires de señor, y cuando me dijo que había estado en Oggsford supe que podía serme muy útil. Le aconsejé que se afiliara a la Legión Americana, donde estaba muy bien considerado. Hizo entonces un trabajo para uno de mis clientes, en Albany. Estábamos así de unidos —levantó dos dedos bulbosos—, siempre juntos.

      Me pregunté si aquella sociedad habría incluido la operación de las Grandes Ligas de béisbol en 1919.

      —Y ahora está muerto —dijo al cabo de unos segundos—. Usted era su amigo más íntimo, así que sé que quiere que vaya al funeral esta tarde. Me gustaría ir.

      —Muy bien, entonces venga.

      Los pelos de sus orificios nasales vibraron ligeramente y, mientras decía no con la cabeza, los ojos se le llenaron de lágrimas.

      —No puedo… No puedo mezclarme en eso —dijo.

      —No hay nada en lo que mezclarse. Ya todo ha terminado.

      —Cuando matan a un hombre, no me gusta mezclarme. Me mantengo al margen. Cuando era joven, era distinto: si moría un amigo, y no importa cómo, seguía a su lado hasta el final. Quizá le parezca sentimental, pero hablo en serio: hasta el final, por amargo que fuera.

      Vi que, por alguna razón particular, había decidido no asistir al funeral, así que me puse de pie.

      —¿Ha ido usted a la universidad? —preguntó de improviso.

      Por un momento pensé que iba a proponerme una «coneggsión», pero se limitó a asentir y estrecharme la mano.

      —Tenemos que aprender a demostrarle nuestra amistad a un hombre cuando está vivo y no después de muerto —sugirió—. Después mi regla es no mover las cosas.

      Cuando salí del despacho el cielo se había oscurecido y lloviznaba al llegar a West Egg. Me cambié de ropa, me acerqué a la casa vecina y encontré a mister Gatz paseando por el vestíbulo, emocionado. El orgullo por su hijo y las posesiones de su hijo no había dejado de crecer y quería enseñarme algo.

      —Jimmy me mandó esta foto —sacó la billetera con dedos temblorosos—. Mire.

      Era una fotografía de la casa, rota por las esquinas y sucia de muchas manos. Me señaló cada detalle con fervor. «¡Mire esto!», y buscaba admiración en mis ojos. La había enseñado tantas veces que creo que para él era más real que la casa misma.

      —Me la mandó Jimmy. Creo que es una foto muy buena. Sale todo muy bien.

      —Sí, muy bien. ¿Había visto a su hijo últimamente?

      —Fue


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